Disclaimer: Los personajes y algunos diálogos reproducidos de "Xena Warrior Princess" pertenecen a MCA/Universal, Renaissance Pictures. No se pretende en ninguna manera violar los derechos de autor. La historia y algunos personajes son míos, aunque eso es lo de menos.
*Indiana Jones es propiedad de Lucas Films.
Subtexto: La-la-laaa... ¡aquí hay tomate!: avisados quedáis, herman@s. No hay sexo explícito. Pero sugerente. Al fin y al cabo, esto no es más que el eterno relato de una historia de amor...
Violencia: Sí, va a haber unas cuantas bajas no deseadas. Podría decir aquello de que al fin y al cabo, esto es Xena, pero sería una redundancia tonta. Y algo de sangre, eso sí: cuidado con los depredadores extraterrestres y los chakrams recién afilados.
Lenguaje: ¡Janice anda por aquí!
Spoilers: Un poco de todo, incluída la sexta. Hay capítulos que toman el título original de algunos episodios, pero esto se refiere más a lo que quiere decir la frase en sí, no al susodicho episodio. Especialmente importante para el final es el recordar cierta frase emblemática de "One Against an Army"...
¡Ups!: Considerando el maltrato deliberado que Televisión Española ejerce sobre la serie, me ha sido tarea arduo complicada tratar de colocarme en el rumbo que lleva el Xenaverso. Que cada cual escoja el momento que le parezca más aceptable para ubicar esta historia dentro de la cronología, aunque mi objetivo, por muy difícil que fuese, era ser lo más reciente posible.
Misceláneo: -El fanfic se divide en capítulos largos, pero hacia el final, algunos están fragmentados en escenas cortas. Llámale dinamismo o algo parecido. Pues eso.
-Mi utilización de personajes históricos como Narmer etc, es ficticia y sin ningún tipo de malas intenciones. Digo los mismo de los pasajes y personajes de la Biblia.
-En el doblaje español, el nombre de la hija de Gabrielle también fue traducido, es decir, en vez de Hope, tenemos a "Esperanza". Por razones de comprensión para xenitas de todo el globo, y por mi propio subconsciente, que me recuerda a la "pizpireta" presidenta del senado español, en vez de a una temible diosa del mal, he utilizado el nombre en la versión original en inglés.
-Para un hablante hispano de Latino-América, el verbo "coger" puede sonar a otra cosa muy distinta al contexto en el que se usa en España. Sólo es para que no se rían si lo ven por ahí. Gracias a Letu, por sus magníficas explicaciones lingüísticas.
-Me gustaría dedicar esta imperfecta historia a la memoria de un hombre extraordinario que ha dejado tan grata y alegre huella en mi vida y en mi forma de pensar, que no veo justo escribir sobre el espacio, la pequeñez de la Tierra y la grandeza del Universo (y el amor) sin manifestar mi profunda admiración tanto por la persona que era como por sus enseñanzas. Sus libros seguirán perdurando en mi vida, y me gustaría pensar que algún día también iluminarán las de futuras generaciones como lo están haciendo con la mía: para Carl Sagan (1936-1996), un hombre de ciencia y de conciencia, pero sobretodo, de imaginación :-)
"... cierta decencia, humildad y espíritu de comunidad. En este mundo poseído por demonios que habitamos en virtud de seres humanos, quizá sea eso lo único que nos aísla de la oscuridad que nos rodea"
·Carl Sagan, astrónomo y escritor. 'El Mundo y sus Demonios' (1995- Editorial Planeta)
Agradecimientos a la Factoría igYrek por sus enseñanzas y paciencia, y a mis lectoras "beta": la colgada de turno Yakut, la reportera dicharachera Letu, y la alegría de la huerta Pax. ¡¡Gracias, chicas!!
...después de tanto rollo, ¡comienza el espectáculo!
-La Profecía-
-por Ellie Debyk-
Prefacio
60.000 años a. C. -En los confines de la Vía Láctea-
Avanzaba. Avanzaba lenta y torpe sobre la marea de estrellas. Se había perdido su belleza, en el instante en que dejó atrás su mundo y su ser. Atrás, atrás quedaban civilizaciones completas: maravillosas, hermosas... o destructivas y crueles; tierras y mundos: áridos, inhumanos o fértiles; formas y colores, pues había encontrado en el camino fuentes de luz, donde nacían los padres de la vida: los soles. Pero ya no importaba la belleza de las nebulosas, ni que hubiera visto a los agujeros negros, monstruos invencibles, señores de la oscuridad, tragando con su fuerza a la luz. No importaba porque el único ocupante iba llorando por el mundo perdido, por su mundo. No importaba porque iba dormido, acumulando rabia en sueños, colgado boca abajo en un letargo de miles de años que lo llevaba a ninguna parte. Pero cuando encontrase un nuevo hogar, una nueva casa, renacería. Haría de esa tierra su nueva patria, y los suyos, su especie, volverían a renacer.
Sólo necesitaba una cosa: esperar.
Avanzaba, avanzaba lenta y torpe sobre la marea de estrellas un bólido milenario en busca de un mundo oxigenado que diera cobijo a su cansancio, hasta que su dueño se despertase.
6 de junio de 1941 -Egipto-
El sol estaba en su apogeo en el cielo, no parecía importarle que estuviera causando estragos entre excavadores y obreros. En una de las pocas tiendas alzadas en aquella gran extensión de hombres trabajando en la tierra, irrumpió un muchacho sin aliento:
-¡Doctora Covington! ¡Doctora Covington!
-¿Qué pasa Mai, no ves que estamos ocupadas?
-Doctora, tiene que venir a ver esto, venga a ver esto...
Janice Covington alzó la vista del plano de excavación y examinó la urgencia en la voz del muchacho. Miró tras de sí, observando a Melinda Pappas que se encontraba con el ceño fruncido mordiendo la montura de sus gafas. Eso hizo que la arqueóloga rubia sonriese ante la familiaridad del gesto. Volviendo su atención al muchacho, ya seria, asintió con la cabeza y se dispuso a seguirlo:
-Más te vale que sea importante, tesoro.
Tras recorrer largos pasillos, aguantar intermitentes bufidos de impaciencia por parte de la doctora Covington, y la locuaz verborrea de miss Pappas, Mai llegó por fin a una de las paredes, corazón de la pirámide de Kefrén. Mai indicó un pequeño grupo de personas en mitad de la enorme sala, rodeada de jeroglíficos y puertas a otras cámaras e infinitos senderos laberínticos.
-Encantado de conocerla señorita Covington.
Un hombre de mediana edad la saludó, pelirrojo, vestido como un estúpido lord inglés que se había salido de alguna novela de aventuras sobre la India colonial, con su gorro y pantalones cortos definitivamente ridículos. Extendió su mano hacia Covington que lo miró de arriba abajo.
-¿Y usted es...? -preguntó la arqueóloga en su rutinario tono irónico-
-Oh, sí claro... ¡por supuesto, qué insolencia por mi parte! Pues faltaría más decirle que yo soy Percebal Maxwell, asociado de Maxwell & Maxwell... aunque, muchos de nuestros clientes prefieren dejarlo en "M&M". Uh, y permítame decirle, señorita, ya que he hecho mi introducción, que los calificativos de preciosa y encantadora que he oído de usted, en boca de mi colega, le hacen verdadera justicia, ¡sí señora!
Janice se quedó en silencio. Ahora se miró a sí misma de arriba abajo. Sus pantalones estaban llenos de polvo, sólo llevaba puesta una vieja camisa de su padre, y bajo su sombrero sus cabellos dorados eran una mata desaliñada y sucia. Tenía arena hasta en las orejas. ¿Preciosa y encantadora, eh? Con su mejor sarcasmo, inquirió en el mosqueo que este hombrecillo inglés le provocaba:
-¿Y se puede saber qué colega suyo le ha hablado maravillas de mí? -dijo escéptica esperando recibir como respuesta algún nuevo embuste-
El hombre pelirrojo sonrió abiertamente. Pareció ignorar a Covington, pero le respondió sin mirarla mientras se dirigía con los brazos alzados hacia la persona detrás de la arqueóloga.
-La señorita Pappas, por supuesto -contestó finalmente-
A Janice Covington se le calló la mandíbula al suelo cuando vio al patético Percebal enroscarse en Melinda Pappas y dar saltos de júbilo a su alrededor, con pequeños besos de amigo, tomaduras de manos y sonrisas que Mel parecía devolver encantada. Y pasaron largos minutos para Covington antes de que empezara a crecer dentro de ella una insoportable incomodidad que sólo sabía romper de una forma:
-Sí, bueno, ¿oiga, le importaría ir al grano de una puñetera vez?
-¡Janice!
Mel recriminó la grosería de su colega. Jan observó cómo su compañera cogía de la mano a Percebal y la agarraba firmemente. Covington se dió la vuelta, y continuó hablando mientras disimulaba de espaldas, haciendo como que observaba los jeroglíficos.
-¿Quiero decir... para qué ha venido hasta aquí? -preguntó Covington aclarándose la garganta-
Mel y Percebal se colocaron al lado de la arqueóloga observando también los jeroglíficos.
-Oh, bueno. Verá. Mi compañía está extendiendo sus horizontes y hemos venido hasta aquí para poder realizar algunas gestiones rutinarias para establecernos en el extranjero. Así que, bueno, en fín, me he acordado de mi queridísima amiga Mel, y me he dicho ¡caracoles, una oportunidad como esta no se tiene dos veces en la vida!
-Ajá -Covington dijo sin interés alguno mientras trataba de contener la risa-
¿Caracoles? Esa expresión no la usaba ni su vieja ama de cría.
-¿Cuánto tiempo vas a estar aquí, Percie? -preguntó Mel con un claro entusiasmo-
¿Percie? ¿Qué demonios...?
-Sólo unos pocos días, querida. Quizá llegue a la semana, no lo sé. ¡Los negocios son los negocios, ya lo sabes! ¿Verdad, Janice? -Covington se giró ante el sonido de su nombre de pila en la voz de este hombre. Él la miró a los ojos- ¿Puedo llamarte Janice? -dijo-
En ese instante, Covington volvió sus ojos a los del hombre entusiasmado. Si las miradas matasen, Percebal Maxwell habría sufrido una muerte muy dolorosa.
-No -la seriedad de la arqueóloga fue tajante-
Las dos personas ante ella se ruborizaron. Mel quizá por la extrañeza de ver a Janice actuando de esa forma. Lo hacía con muchos indeseables, eso estaba claro, pero con amigos de ella... Y Percebal Maxwell, él estaba más bien consternado por la insensibilidad de Covington. Aún no se explicaba qué hacía una chica como Mel con alguien como ella... con una... una... ¡una rastrera saqueadora de tumbas!
Pero Janice tenía claro que no iba a dejar que ningún niño de papá la humillase o se creyera que podía hacerlo, si no, ¿a qué había venido su referencia hacia ella cuándo habló de "los negocios"? No, no podía permitirlo. Y menos delante de Mel. La sombra de la fama de su padre seguía pesando sobre ella por mucho que intentaba limpiar su nombre. El nombre de ambos. Y no iba a dejar que eso pudiera apartarla de la primera persona en la que había confiado en toda su vida, en la que estaba empezando a confiar, más bien.
-Bueno, ¡mira qué hora es, Mel! Casi las cinco, ¿qué tal si salimos fuera y nos tomamos un té, eh, querida? -la irritante voz del tipo sacó a Janice de sus sueños-
-Suena realmente interesante, ¡tengo un montón de cosas que contarte! -Mel parecía realmente encantada con la oferta-
-Lo mismo digo, preciosa, lo mismo digo. ¿Se apunta, eh... señorita... Covington?
-No. No se preocupe. Voy a trabajar un poco más... hoy.
Y tan ruda como bruscamente Janice echó a andar hacia la parte más alejada de la cámara, dejando a Mel con la consecuente insistencia en la punta de la lengua.
-En ese caso... -apenas acertó a decir el inglés-
Janice trató de entretenerse con cualquier tontería con tal de evitar el contacto con los otros dos, con lo cual, se perdió la última mirada desesperada de preocupación y duda que su compañera le envió por encima del hombro, mientras era arrastrada hacia afuera por el ridículo explorador de nombre Percebal Maxwell.
Janice dio un largo suspiro y se sacó el sombrero un instante, limpiándose el sudor de la frente. Pensó que ésta iba a ser una semanita muy larga. En ese momento, Mai volvía corriendo de un encargo de alguno de los excavadores, probablemente. Lo retuvo por el antebrazo.
-Oye Mai. Hazme un favor. La próxima vez que me saques de la tienda para perder el tiempo con tipos pelmazos y horteras recuérdame que no te haga caso.
-No sé de qué está hablando doctora.
-Pues de qué voy a estar hablando del amigo de... ¿Antes tú no te referías al tipo ese, a No-se-qué Maxwell, el amigo de Mel?
-¿Eh? No, señora. Yo me refería a lo que ha descubierto el señor Harrer.
El muchacho señaló en la dirección del tumulto de gente trabajando sobre los jeroglíficos.
-¿Harrer? ¿Ha...? ¡Hans!
-¡Jan! -una voz llamó, proveniente del grupo, en la parte posterior de la sala-
-¡Hans! ¿Por qué no me avisaste de que estabas aquí? -dijo Covington, mientras se fundía en un abrazo cálido con el apuesto Harrer, un hombre alto, rubio, joven y definitivamente mejor vestido que Maxwell-
-Bueno, lo he hecho -señaló a Mai, que se encogió de hombros y echó a correr ocupado seguramente en un nuevo recado- Pero parece ser que había cosas más importantes que yo, como la hora del té, por ejemplo.
Janice frunció el ceño preguntando.
-Veo que ya has conocido a mi colega Maxwell -sonrió Harrer-
-¿Qué?
Apareció una sonrisa más amplia si cabe en la cara del hombre.
-Sí. Yo soy el 50% de M&M, aunque evidentemente no me apellido Maxwell. Decidimos dejar el nombre así porque era cosa de sus antepasados.
-¡Demonios, Hans, mira a dónde te ha llevado la vida! -Janice estaba incrédula-
-¿A qué te refieres? -preguntó el atractivo joven siempre sonriendo con un brazo sobre los hombros de la doctora-
-Bueno, pasaste de ser uno de los mejores astrónomos que he conocido al socio de... ¡de un maldito loro inglés gilipollas y lameculos!
Harrer estalló en una carcajada que hizo eco en la estancia eterna de la pirámide.
-¡Oye, no será para tanto, que Percie no es tan malo... una vez que te acostumbras a él! Además, qué hay de tí. Quién te iba a decir que llegarías a andar por el mundo adelante revolviéndoles las tripas a toda cuanta reliquia hay, con nada más y nada menos que la hija del profesor Pappas.
Janice sonrió ante el comentario, aunque no quiso mostrarse demasiado complacida.
-Ha pasado mucho tiempo -dijo Janice volviendo a un tono serio-
-Sí. Mucho -Harrer contestó encontrando unos intensos ojos verdes-
Bruscamente el hombre retiró el brazo que arropaba a su vieja colega como espantado por un calambre.
-Hay una razón expresa por la que he venido aquí, Jan.
-Lo sé. Negocios.
-No es sólo eso. Ven, quiero enseñarte algo.
Caminaron hacia el grupo de gente al fondo de la sala.
-Y he venido más como astrónomo, que como empresario -decía suavemente Harrer-
Se paró en seco cuando los agrupados alrededor de una línea concreta de jeroglíficos notaron su presencia y se apartaron lentamente.
-Hay algo que acaban de descubrir, y vosotras no lo habréis sabido porque estáis trabajando en la esfinge y en Keops, pero... -Harrer buscó palabras adecuadas que no hicieran demasiado furor en la arqueóloga- ¿Hace cuánto que estás trabajando en esos pergaminos que buscaba tu padre?
-Un año o por ahí -Janice estaba totalmente intrigada-
-¿Confías en mí, Jan?
La seriedad de Harrer hizo que un puñado de mariposas revoloteran en el cerebro de Covington. De repente, la situación se tornaba muy incómoda para su gusto.
-Sí, claro. ¿Por qué? -eso serviría como buena respuesta, ¿no era lo que él deseaba oír?-
-¿Por qué? -repitió él con una enorme sonrisa de fascinación- Mira.
Harrer tendió su mano dejando que los ojos de Janice siguieran el sendero que trazaban: primero, observó una línea que parecía representar el cielo. Las estrellas. Una gran bola de fuego, el desierto, un objeto grande, enorme, un tributo de los dioses. Dos mujeres. ¿Dos mujeres? Dos mujeres, y... y un insecto. No. Un insecto no. Un monstruo. O no. La noche, dos mujeres, un insecto, y cuando llegó al fondo de la línea, Janice dio gracias porque Hans la sostuviera cuando reconoció en un jeroglífico un dibujo que representaba un objeto circular, una forma que no podía ser otra cosa más que un...
-¡Chakram! Es el... chakram... de Xena -Janice apenas respiraba-
En ese momento, el siempre oportuno Mai apareció a su lado.
-Mai...
-¿Sí, doctora Covington?
-Dile a Mel que deje al loro inglés y arrastre su maquillado culo hasta aquí, ¡ya!
Capítulo I: El Atardecer
"Es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad"
-Refrán
-Algún momento en que aún existían dioses, monstruos y héroes- Noreste de África.
Dos figuras femeninas caminaban sobre las dunas doradas del desierto, nadie en kilómetros a la redonda. Para protegerse del sol llevaban sobre sus cuerpos las túnicas y turbantes necesarios evitando males mayores. Su paso era constante, decidido, pero ambas comenzaban a notar las primeras sombras del cansancio.
Esto está volviéndose estúpido, pensaba la más joven, pues a quién se le ocurriría caminar bajo el sol ardiente sin comida ni agua. Claro que ellas eran especiales.
-Oye, no quiero ser... bueno, no quiero quejarme ni nada de eso ni decir lo de "te lo dije", aunque en este caso sea lo suficientemente necesario -el tono irónico se resaltó con una leve sonrisa y una patada a la arena mientras caminaba- pero, ¿Xena, de verdad no te parece realmente imprudente haber salido así?
La mujer de pelo azabache se paró a su lado. Sus manos se colocaron reflexivas sobre su cintura y se mordió el labio inferior mientras giraba hacia su compañera.
-¿Sabes qué? -dijo desenfadada- Tienes razón.
-¿Qué?
El casi grito incontrolado de la otra mujer rubia fue una sobrada muestra de incredulidad.
-¿Ah sí? ¿Y desde cuándo me das la razón túúúúúú a mííííííí? -bromeó-
La otra mujer sonrió, y tan rara era su expresión y tan desconocidas para su eterna acompañante las formas en que sus labios se disculpaban en silencio por un error desconocido o sus ojos mencionaban una promesa jamás pronunciada, que Gabrielle borró su sonrisa un instante y sintió vértigo: una punzada que le nació en el corazón e hizo que su respiración la abandonase un instante. Xena dejó que su sonrisa se quedase sólo en las puertas de sus labios, cerrados, y emprendiendo el camino cuesta abajo de otra duna más, contestó evitando la mirada de su compañera.
-¿La razón? -alzó su voz Xena, mientras caminaba- La razón te la he dado siempre... desde el día que te conocí.
Gabrielle dejó a sus músculos sin fuerza, y su mente trató de buscar sentido a la frase. Observó a Xena bajar la duna. Se sentía incapaz de moverse. Cerró los ojos, respiró hondo, y volvió la vista.
Las formas suaves del cielo anaranjado indicaban que el día iba a morir pronto en las entrañas del horizonte. Aquellas líneas difuminadas que pintaban el cielo de rojizo al atardecer eran como Xena, se decía Gabrielle. Individualmente presentaban formas abstractas difíciles de descifrar, formas que parecían fruto de la casualidad, pero cada una tenía su razón de ser, y en su conjunto formaban aquella hermosísima puesta de sol. Así que con una negación a sí misma manifestada con un meneo de su cabeza, Gabrielle se dispuso a alcanzar a su amiga para poder llegar a tiempo a la próxima ciudad.
Pero antes no se olvidó de añadir una línea indescifrable más, que representaba aquella frase misteriosa de "darle la razón", al conjunto de formas suaves rojizas, frases y momentos en realidad, que componían el hermosísimo dibujo mental que había hecho de Xena con las mismas formas de un atardecer.
40.000 años a. C. -En las cercanías de Alpha Lyrae (Vega), 26 años luz a la Tierra-
Avanzaba. A la derecha de su carroza de metal divino podía ver una gran estrella blanco azulada, tintineando, alumbrando con su luz jóvenes porciones de su propia masa despedida por el paso desconsiderado de un reciente cometa. La imagen era bella, más bella de lo que podía imaginar. Las líneas de la luz jugaban caprichosas como niñas en una fuente de día soleado. Juraría que las estrellas le sonreían hoy. Cada vez más cerca la posibilidad de encontrar un planeta puro. Los sistemas de esta estrella frente a sí eran todavía demasiado jóvenes. Reparó en la basura, le costó demasiado franquear los obstáculos naturales de aquel sistema, a punto estuvo de desviar el rumbo. Pero ahora estaba en el buen camino, acelerando la marcha, y deseando cambiar las estrellas por cielos azules.
Avanzaba.
Capítulo II: Sólo lo que vemos
"Muy frecuentemente las lágrimas son la última sonrisa del amor"
-Stendhal
8000 a.C. Noreste de África.
La arena estaba callada. El cielo, en silencio. El sol bañaba todo el territorio. El día era azul, limpio, y el calor ahogaba la respiración. Pero entonces la paz se turbó cuando desde la bóveda celeste una bola de fuego gigantesca cruzó el horizonte y se posó sobre la tierra provocando una explosión de arena y viento, de descontrol y caos. El objeto quedó allí, inmóvil, y su metal resplandecía reflejándose el sol en las curvas suaves de su forma, mientras el Nilo continuaba corriendo ajeno a los problemas. El monzón llegó con los primeros días del verano que comenzaba, y aquella superficie kilométrica quedó sepultada bajo el barro y la maleza, con un único ocupante sumergido en letargo, esperando por la vida para ser resucitado y por el conocimiento ajeno para la resurrección de su especie.
-Algún momento antes de nuestra Era- Bazar de la Ciudad de Hierakómpolis.
-¿Por qué será que ese sonido histérico de ciertos órganos pidiendo comida me es tan familiar?
-Jaja. No hemos comido nada desde que tuviste la estúpida de idea de volver a meternos en el desierto, Xena. Por lo tanto, mis tripas tienen todo el derecho a protestar.
-No te quejarás. Te prometí que estaríamos en Hierakómpolis antes de que cayera la noche. Y aquí estamos, ¿no?
-Ah, entiendo, ¡anota un punto a la Princesa Guerrera! O sea que por eso se supone que debo perdonarte tenerme muerta de hambre.
-¿Muerta de hambre? ¡Gabrielle, estás empezando a preocuparme!
-¿Por qué?
-¡Cómo qué por qué! ¡Eres un pozo sin fondo!
-Eso no es motivo de preocupación, ¿acaso no sabes qué es lo más legendario sobre tú y yo después de tu leyenda, tu chakram, mi arte con los sais y la pluma -Gabrielle miró hacia abajo con una mirada picaresca- ...y la inmortal peligrosidad de tus pechos?
Xena dibujó una mueca de molestia.
-No, ¿lo qué? -preguntó entre dientes-
-¡Mi apetito!
Gabrielle sonrió ampliamente. Xena hizo lo mismo. Adoro esa sonrisa. La bardo rompió la magia sin darse cuenta, volviendo a la superficialidad de una conversación matinal más.
-Además, ¡no levantes tanto la voz, que la gente empieza a mirarnos!
-Somos griegas, Gabrielle: extranjeras, es normal que nos miren.
-Puede que a ti te guste que todo cuanto mercader se nos cruza nos mire, o una horda de adolescentes que van detrás de ti comiéndote con los ojos, o seis tipos encapuchados en túnicas negras con largos sables nos acechen como si fuesen a descuartizarnos, o esos estúpidos taberneros que...
-¿Qué?
-Que digo que no me hace gracia que me miren los taberneros grasientos como si yo fuese un pedazo de carne o algo pareci...
-Antes de eso, ¿qué dijiste?
-Xena, tú también comienzas a preocuparme.
-¿Por qué?
-Si no te conociera mejor, diría que estás envejeciendo: di por hecho que los habías visto -Gabrielle ignoró el bufido de su interlocutora- Hay seis tipos en la calle que acabamos de pasar vestidos de negro con sables, que nos estaban mirando detenidamente y la verdad, eso no es muy normal, pero mira, si a ti te parece bien que cotilleen sobre nosotras como si fuésemos la mismísima Cleopat... ¿Xena? ¿Xenaaaa? ¡Oh, ha vuelto a hacerlo!
-¡¡Ayayayayayayayaya!!
Xena saltó en el callejón donde los seis hombres acechaban. En un salto ágil estuvo en mitad del círculo que habían formado. Desenvainó su espada sin dar tiempo a sus enemigos a enterarse de lo que estaba pasando, y emitió una de sus satisfechas sonrisas al ver el desconcierto de los hombres.
-¿Es este el puesto de la ropa interior? -preguntó riendo-
El primero atacó por detrás. Con un sable largo trató de sesgar el hombro derecho de Xena, pero sólo consiguió cortar el aire. Por la fuerza del movimiento el hombre se desplazó un par de metros por delante de la guerrera, y ésta aprovechó para golpearlo en la espalda y enviarlo por el aire. En ese momento la túnica del mercenario se levantó y la totalidad de su desnuda anatomía trasera quedó al descubierto. Xena hizo una mueca de asco.
-Gggg... ¡ya veo que no!
Esta vez fue algo más complicado. Los dos que le quedaban a sus espaldas atacaron al mismo tiempo, y otros dos intentaron hacer lo mismo por delante. Xena mantuvo como pudo las espadas de los de atrás pegadas a la suya, protegiendo su espalda, mientras que con un golpe magistral de sus piernas se elevó aprovechando la fuerza de empuje que ponían los que presionaban contra su espada, golpeando con ambas extremidades las caras de los mercenarios que tenía enfrente. Cuando esos estuvieron bien despachados, Xena aprovechó para girar sobre sí misma y encarar a los restantes. No fue difícil esquivar unos cuantos golpes y enviarlos de dos buenos puñetazos al otro lado de la calle. Al instante recordó algo: uno, dos, tres, cuatro, cinco... y seis. ¿Dónde estaba el sexto? Un sonido familiar proveniente del otro lado de la calle la sacó de dudas: los sais de Gabrielle chocando con otra superficie metálica. Salió de un salto del callejón, a tiempo para ver cómo el sexto hombre asestaba una puñalada al corazón de su amiga.
-¡¡¡¡Noooooooooooooooooooooo!!!!
Xena sintió que su propio corazón era el herido cuando un chorro de sangre bañó el pecho de Gabrielle. Sangre de su sangre, sangre que sentía como propia. Sangre que brotaba de sus venas.
Gabrielle cayó de rodillas, tenía la mirada perdida, los párpados comenzaban a pesarle.
-¡¡¡Nooooooo!!!
Un pasillo se abrió entre la muchedumbre aterrorizada y Gabrielle era el final de aquella vista. Xena quiso echar a correr, quiso socorrerla, pero los cinco hombres que había tumbado hacía un minuto se echaron sobre ella, y uno de ellos la apuñaló en un costado. Xena apenas pudo zafarse de dos sin apartar la mirada de Gabrielle, gritando su nombre, pero pronto notó que perdía mucha sangre y las fuerzas no iban a ser suficientes. Gritaba, amenazando a los mercenarios, clamando por Gabrielle, mientras las lágrimas comenzaban a mezclarse con el sabor a sangre en su boca. Su fuerza se quebrantó. Cayó al suelo, y notó sobre ella el peso de los hombres mientras hablaban entre ellos en lengua egipcia. Xena extendió su mano en la dirección de Gabrielle, que ahora la miraba, desangrada, aún de rodillas. La guerrera dibujó una caricia en el aire sobre la silueta de la bardo, y no tuvo más fuerza para gritar cuando vio cómo el sexto hombre cogía a la joven en brazos y se la llevaba en su caballo. Su rostro era moreno, sus ojos oscuros, perilla negra, y en el brazo que quedó desnudo cuando subió a Gabrielle, un tatuaje que parecía la forma de un halcón. Pero su cara... Xena no era de las que olvidaban una cara.
Y entonces la oscuridad ocupó el lugar de la luz.
Despertó fría, en un lugar frío, sobre una cama fría. No obstante, una cálida voz femenina la tranquilizaba.
-¿Gabrielle... Gabri...?
-Shhh... no digas nada.
Una mano dulce iba limpiando su frente con un trapo húmedo.
-Oh, Gabrielle... he tenido... he tenido un sueño terrible.
-Tranquila. Ya pasó.
-No... tú estabas... estábamos... Dioses, Gabrielle, no pude... no pude salvarte...
-Shhh, ahora estás a salvo. Estás en casa...
-En casa.
-...estás en Hierakómpolis.
Xena pareció olvidar su fiebre ante la mención de aquella ciudad, y si su sueño no había sido un auténtico sueño, entonces Gabrielle estaba realmente herida de gravedad, en alguna parte, si es que aún no había... La mano de la guerrera se alzó bruscamente en el aire y atrapó la de la otra mujer antes de que ésta llevara de nuevo el trapo a su frente.
-¿Quién eres tú? -preguntó Xena con su tono exigente-
-Sólo alguien que quiere ayudarte.
-¿Dónde está Gabrielle?
Xena apretó más la muñeca en sus manos, pero la otra mujer no pareció asustarse. En vez de eso, acarició lentamente con su mano libre la que Xena usaba para bloquear la otra. La guerrera pareció sorprendida y aflojó la presión hasta que la dejó de nuevo. La mujer se levantó, mostrándose por fin a la poca luz del día que entraba por entre las rendijas de una ventana. Era una mujer de la misma edad que Xena, incluso un poco más mayor. No era egipcia, y su acento era genuinamente griego. Su cabello era dorado, no tanto como el de Gabrielle, y sus ojos claros, pero de un color castaño. Llevaba una especie de vestido marrón adornado con un lazo negro que cubría su cintura. Caminó hacia el otro extremo de la habitación mientras hablaba de espaldas a Xena. La guerrera aprovechó para observarla mejor, y su mente le recordó un rostro: Najara, le recordaba a Najara, pero, sorprendentemente, eso no hizo que Xena sintiera un prejuicio hacia la mujer.
-Haces demasiadas preguntas, aunque supongo que en parte ese es tu trabajo.
-¿El qué? ¿Intimidar? -dijo Xena incorporándose como podía-
-No -la mujer giró para encararla, sonriente- Conocer a las personas -dijo- En parte se parece bastante al mío.
-Sí, bueno, hay un par de personas que no van a estar contentas de haberme conocido en cuanto sepa dónde está Gabrielle.
-Ella no va a volver, Xena.
La Princesa Guerrera alzó la vista y en la habitación el aire se tornó irrespirable. Xena detuvo cada músculo de su cuerpo, y lo mismo hizo la otra mujer. Sus ojos se clavaron. Xena se levantó, lentamente. Fue entonces cuando fue consciente de que sólo estaba vestida de cintura para abajo, y que su herida había sido limpiada y vendada. Pero eso no importaba ahora. Se aproximó a la otra mujer sin perder el contacto visual.
-¿Qué quieres decir con que ella no va a volver? -preguntó casi susurrando, con miedo a pronunciarlo demasiado alto-
-A donde se la han llevado... no volverá. Aunque pudiera escapar, ella no volverá a ti. Ya no puede. Sólo te digo lo que veo.
Definitivamente eso hizo que la Princesa Guerrera perdiese la paciencia. Con un movimiento casi felino agarró a la mujer castaña por el cuello y la alzó unos cuantos centímetros por encima del suelo.
-¿Y tú que sabes? Gabrielle siempre vuelve, ¿entiendes? No sería la primera vez que la hago regresar de la muerte, ¡ella siempre viene a mí y esta vez no va a ser diferente!
El silencio tomó la batuta de nuevo. La estancia fría volvió a convertirse en una llama que quemaba demasiado a ambas ocupantes. Xena incapaz de bajar a la otra mujer, y ésta incapaz de pedir ser bajada. Sólo pudo acertar a hacer una pregunta que vio contestada en los ojos de la guerrera. Con voz cortada por el ahogamiento que Xena estaba imprimiendo sobre su garganta, la mujer castaña cuestionó:
-¿Por qué te duele tanto?
La extraña no continuó porque vio a Xena cayendo al abismo de nuevo, la fuerza la abandonó lo suficiente como para dejar que la mujer se deshiciese de la presión sobre su cuello. Xena se volvió mirando hacia la cama, incapaz de mostrar lo que ahora brotaban de sus ojos: lágrimas.
-En ese caso, tranquila. Tenemos tiempo hasta el amanecer -la mujer parecía saber de lo que hablaba. Por alguna razón Xena se dejó convencer- La filosofía egipcia no es muy espiritual con los que no sean faraones -continuó- Pero donde yo me crié había muchas historias de guerreros... una vez, oí decir a una de las ancianas que el corazón de un guerrero llora sólo cuando lo hace sangrar el dolor de una espada hundida en el pecho, pero que en raras ocasiones, que a sólo unos pocos se les concede presenciar, es desgarrado por la fuerza del... amor -la mujer dijo susurrando, encontrando de nuevo los ojos de Xena, invitándola a sentarse en la cama, y procediendo a limpiar su herida una vez más- Nunca creí en la segunda posibilidad -sonrió- Hasta hoy, claro.
Capítulo III: Tinieblas
"La base de la moralidad es... dejar de disimular que se cree aquello de lo que no hay pruebas y de repetir propuestas ininteligibles sobre cosas que superan las posibilidades del conocimiento"
-T.H. Huxley
5000 a.C. Noreste de África
El clima estaba cambiando en todo el planeta. En el continente africano, el monzón que había estado retenido en el norte durante milenios, ahora remitía hacia el sur, dejando las zonas antes húmedas en desiertos y tierras áridas. Los nómadas tuvieron que abandonar los oasis que las lluvias les habían proporcionado, y buscar su propio lugar. A orillas de un fértil río lo encontraron. El Nilo ofrecía tantos dones como peligros, pero era un error no intentar sacar provecho de él. El primer asentamiento no fue muy numeroso, pero muchos de ellos comenzaron a saber lo que era convivir con una forma de vida muy distinta, aparte de la boraz crueldad del río. En generaciones siguientes estas mismas tierras llegarían a conocer las desgracias de plagas e iras de distintos dioses, de ríos teñidos de sangre y de ángeles exterminadores, pero, muchos se preguntaron entonces, si todas esas maldiciones no serían mejores que la que se cernía sobre los que habitaban la que era la primera aldea de Egipto, cuando aún nadie la llamaba así.
Horus. Símbolo del Sol Naciente. Hijo de Osiris, el dios que enseñó la agricultura a los Hombres y les entregó las leyes, hermano y esposo de Isis, madre de Horus, hermana y esposa de Osiris, diosa del poder fecundador de la naturaleza. Tal hijo distinguido no podía estar falto de un templo en la gran ciudad de los agricultores, artesanos, panaderos, ganaderos y alfareros. Tal hijo de los dioses no podía estar desprovisto de su santuario, que dominara y extendiera su vista sobre toda la ciudad. Así nació el templo de Horus. Así nació la larga dinastía que uniría a hombres de sangre azul con seres celestes en Hierakómpolis.
El sacerdote había encontrado tres nuevos cadáveres. Pronto se le haría difícil ocultarlo por más tiempo. Si no podía mantenerlo en secreto sin hacer que la población entrase en el pánico, haría que viesen su grandeza, y estando bajo el templo de Horus, no cabía duda de que este ser era un ente divino enviado por la fuerza del hijo de Osiris. Debían entender su grandeza. Su grandeza. Tanto como lo había hecho él, que había sido salvado de una vida sin sentido, no cabía duda, por intervención del dios al que servía.
Lo revelaría a la realeza, y así la casa real se fundiría con el poder de aquel pueblo todopoderoso.
Poco tiempo después de levantado el templo, el sacerdote descubrió que en los sótanos construídos para hacer cuartos y una biblioteca, había pequeños orificios de aire, por los que parecía entrar luz. Mas o se trataba este de un verdadero misterio, o de alguna forma llegaba la luz del día a treinta metros por debajo del suelo. Su secreto fue compartido con un único compañero, joven discípulo de no más de catorce monzones que compartía con él en sus ojos el entusiasmo de encontrar regalos de los dioses. Largas semanas pasaron, y cada noche ambos bajaban a su lugar secreto en la cámara en construcción de la biblioteca, para excavar un poco más en el hondo agujero que ya habían logrado descubrir. Hasta que una noche, tocando el amanecer, por fin el sacerdote pudo llevar su brazo más allá de la tierra de la pared, y abrir el paso que los llevó hacia la luz.
O hacia las tinieblas.
El muchacho saltaba entusiasmado. El sacerdote lo censuró con un dedo sobre los labios para que guardase silencio. No sabían qué o quién los acechaba ni lo que los esperaba. Él fue el primero en cruzar al otro lado. La luz lo embriagaba, la grandeza de aquel sitio lo consumía. Podía ser este un auténtico regalo de los dioses pues aún era más bello de cómo lo había imaginado. Se trataba de una cámara extraña, y no sabría decir el material del que estaba construída, ya que toda ella parecía resplandecer luz blanca. Gemía, le pareció que la estancia gemía. Era un zumbido cesante, como si un trueno permanente se manifestase, pero más silencioso, con menos bullicio. Casi relajaba. El chico lo siguió y lo tomó de la mano para poder sortear algunas rocas que había caído de la rústica pared de piedra y tierra de la biblioteca subterránea. El sacerdote no podía distinguir dónde acababa su propio temblor y empezaba el del muchacho. Se internaron. Comprobaron que la habitación era circular, enorme. En el suelo había líneas extrañas e irreconocibles, formando dibujos abstractos para su lenguaje. La pared circular parecía estar hecha de resplandor y luminosidad, parecía una ventana blanca brillando con el sol del mediodía. El sacerdote anotó a su muchacho que la pared contenía otros orificios bastante grandes, como para que pasara un hombre, a todo lo largo. El muchacho dijo que se trataban de pasillos. Si esto era así, podía tratarse de que esta superficie ocupara casi la totalidad del pueblo. Hierakómpolis había sido bendecida por los dioses.
El sacerdote dijo que era mejor actuar, que debían llegar hasta el fondo de este presente sublime, puesto que Horus no lo hubiese puesto bajo su templo si no tuviese una buena razón. Dejó al muchacho elegir uno de los orificios y siguieron ese pasillo. Los pasillos ya no eran como la estancia circular. Olían a metal húmedo, a muerte. Eran oscuros y hostiles, y aunque ya el sacerdote había soltado la mano del muchacho hacía tiempo, éste agarró su brazo como si fuese lo último que le quedaba de la vida. Por fin vieron más luz, luz que parecía idéntica a la de la estancia circular. El joven aprendiz volvió a entusiasmarse y recibió otra pequeña reprimenda por su alboroto. Se ruborizó por tratar de despertar a los dioses, pensaba que ésta no podía ser otra morada más que la de los mismísimos padres de Horus, como mínimo. El zumbido intermitente se iba haciendo cada vez más intenso, y el brillo tenía tal potencia que los ojos parecían doler al mirar fijamente el fondo. El sacerdote cruzó primero, aún con el joven discípulo pegado a un brazo. ¡Y qué maravilla! El lugar era mucho más grande que la habitación anterior, enorme, proporciones titánicas, y de esta vez se trataba de una sala rectangular, que parecía igual a las grandes naves donde se almacenaba el trigo del reino. Y en la majestuosidad de aquella visión, el sacerdote alzó un brazo en el aire para indicar al muchacho que no diera un paso más. En el fondo de la enorme cámara, un gigantesco capullo gelatinoso y débil respiraba: era la causa del zumbido. Podían verse sus entrañas, lo que parecían arterias llevando sangre a todos los puntos de la enorme cubierta. Esto ya no era cosa de los dioses: era trabajo de titanes. Era una envoltura de color castaño, pero con transparencias que permitían ver su interior. Había una forma dentro. Una forma que no era humana. El bulbo envolvía a aquella cosa, que parecía dormida, retorciéndose en sueños.
El sacerdote notó la mano temblorosa de su aprendiz contra su brazo, las piernas débiles, la voz fugada.
-Muchacho. Salgamos de aquí.
Y en ese instante una de las compuertas se abrió, ¡y el letargo terminó por fin! Un hombre apareció. Un hombre envuelto en una armadura. Pero no era un hombre de formas normales, puesto que debía medir casi tres metros, y sus hombros eran increíblemente poderosos y anchos, y sus pectorales parecían hierro macizo. La vestimenta era de color negro, oscuro, tenebroso. Sus pasos eran extraños, como si fuese a caerse en cualquier instante. Y había algo en su cuerpo que no era normal. Su cara estaba cubierta con el yelmo, un yelmo extraño de forma cuadrada que dejaba rasgados orificios para sus ojos, que no se veían, que parecían escondidos. El hombre vociferó algo, enfadado, pero ninguno de los otros lo entendió, aunque comprendieron que estaban en peligro.
Así fue como el muchacho se dejó llevar por su temor y trató de correr por donde habían venido, y el sacerdote se quedó allí, inmóvil, cuando un proyectil de rapidez extrema cruzó la estancia en su dirección y le pasó por delante, alcanzando al muchacho. Cuál fue su sorpresa cuando comprobó con la mirada que tal proyectil no era otra cosa que el hombre que se les había aparecido, que en sus espaldas tenía las formas de una capa rígida que parecía un escudo, simétrico, exacto e igual a cada lado. Pero no era un escudo. Eran alas.
El muchacho temblaba y gritó pidiendo ayuda al sacerdote, pero éste ya no le escuchaba. El hombre, o lo que quiera que fuese, agarró al muchacho por el cuello. La práctica totalidad de la cabeza del joven cabía en una de aquellas enormes manos, llenas de garras, de metales fríos y empañados. Con un gesto brusco dio la vuelta al patético cuerpo del chico y provocó un grito de dolor rasgado y terrorífico, cuando de su abdomen salieron lo que parecían seis simétricas pequeñas patas de insecto que se clavaron en la espada del joven. La sangre salió por todas partes. El sacerdote permanecía congelado, y desde donde estaba situado podía oír las pequeñas patas del gigantesco monstruo removiéndose en el interior del cuerpo del muchacho, como buscando algo. Comenzaron a caer vísceras de los agujeros en el joven, que tenía sangre en su boca, su mirada perdida, vacía, pero aún viva. Por fin el hombre sangriento acopló sus patas a la médula espinal del chico. Se giró con él totalmente pegado a su cuerpo hacia el sacerdote. El joven parecía un muñeco de trapo, pegado a aquel cuerpo inmenso que parecía tenerlo absorbido en su interior. El sacerdote cayó de rodillas alzando las manos alrededor de su cabeza. El hombre sangriento movía su cabeza rápidamente, como en un trance, al igual que el muchacho. Entonces, de la boca del joven salieron palabras que desconcertaron al sacerdote.
-Este no sirve -dijo el muchacho con voz profunda, de ultratumba, como si no fuese la suya propia la que hablaba-
Y el cuerpo del joven calló al suelo. Estaba muerto. El hombre sangriento lo miró como infantil, como un niño que quita las alas a una mosca y disfruta cuando el insecto se retuerce agonizante en el suelo. Caminó imponente hacia el sacerdote.
-¡No por favor, no me mates, por favor! ¡¡Puedo servirte!! -el sacerdote suplicaba patético en el suelo- ¿¡Eres un dios!? ¡Podemos levantarte templos! ¡Puedo darte riquezas! ¡¡Espera!! ¡¡¿Quieres más como él?!! -dijo señalando al chico- ¡Puedo traerte más! ¡Muchísimos como él! ¡Por favor, no! ¡¡No!!
El hombre sangriento lo ignoró por completo, no parecía entender el mismo idioma. Pronto agarró al sacerdote por el cuello e inició de nuevo el proceso. Su abdomen se desplegó y los seis miembros mortales se desplegaron y apuñalaron la espalda del sacerdote buscando su médula. Una vez acopladas a ella, ambos entraron en un estado de trance, de coma mental. Entonces fue cuando el sacerdote sintió como perdía noción y control de sus actos, cómo el control de su cuerpo pasaba al extraño ser que lo poseía, como todos sus conocimientos eran adquiridos por el otro hombre que ahora era dueño de su mente. Se oyó a sí mismo hablar, pero no era él quien pensaba las palabras.
-Esto será suficiente por ahora -dijo-
Su cuerpo cayó al suelo, moribundo. Notaba cómo la vida comenzaba a escurrírsele entre los dedos. Fue elevado por alguien en el aire. Lo llevaban por uno de esos fríos pasillos a otra estancia. Lo último que vio antes de caerse sobre sí la oscuridad, fue el cuerpo sin alma de su joven aprendiz, y el capullo en forma de bulbo que se contraía una vez más provocando el estruendo atronador de un zumbido más intenso.
El sacerdote pensó que con esto su vida había llegado a su fin, mas no sabía que sólo acababa de empezar, que el crepúsculo de la mortalidad era lejano para él, pues ya tenía su alma vendida al diablo.
Capítulo IV: Nous voulons
"El tiempo lo resiste todo, pero las pirámides resisten el tiempo"
-Proverbio Árabe
Madrugada del 6 al 7 de junio de 1941. Campamento Arqueológico en las inmediaciones de la pirámide de Keops.
En el interior de una tienda Edith Piaf sonaba tan desgarradora como siempre, en su francés melancólico. Mas nadie parecía estar prestándole mucha atención.
-¡¡Pero eso es ridículo!!
-¡¿Por qué?!
-Janice, no es que quiera contradecirte ni hacerte rabiar, pero... lo que... lo que propones es sencillamente... bueno, ¡sencillamente va contra todo lo enunciado por la ciencia!
-¿Crees que no lo sé? También es difícil de creer para mí. Sé que suena... increíble, pero ¡no hay otra manera de explicarlo! Mel, hemos analizado los pergaminos, los hemos leído y traducido una y otra vez y ¡hemos encontrado a César y Cleopatra, a Ulysses, a Homero, a David y Goliath, y a Hipócrates en el mismo tiempo real: y dios sabe cuántos otros personajes más! Esto haría cambiar radicalmente nuestro concepto del tiempo y del espacio.
Un largo silencio sobrevino en la tienda de la señorita Pappas. Mel estaba sentada en la improvisada mesa. Sus manos infantilmente colocadas sobre la mesa, y sobre éstas su barbilla, descansando. Era de noche, bastante tarde de hecho, y tenía puesto uno de esos relucientes camisones tan típicos de ella: muy femeninos y definitivamente horteras. Por encima estaba cubierta con una bata rosita que casi dolía mirar. Janice, todavía sucia del trabajo, daba vueltas caminando, con sus eternos pantalones y la camisa remangada, el pelo recogido en una coleta descuidada, y el sombrero descansando encima de la cama.
-Pero ya no se trata sólo de la Historia, ¿verdad? -dijo Mel susurrando-
-¿Qué?
Melinda Pappas se levantó de la mesa y caminó hacia Covington. Cruzó sus brazos en su pecho y frunció el ceño.
-Tu padre se pasó toda la vida buscando los pergaminos. Tú continuaste su trabajo y lo lograste -dijo sonriendo, sin esconder su orgullo- Pero ahora... ¿ahora por qué no conformarte con los pergaminos y enseñárselos al mundo? Cuando el mundo esté preparado, claro -eso era una referencia a los nazis- Se trata de tu sangre, ¿verdad? -por fin acertó a decir Mel-
Janice evitó la mirada de su amiga y caminó hacia el otro lado de la tienda con la mirada en el suelo, las manos sobre la cintura.
-Esto no tiene nada que ver con mi padre, Mel. Si piensas que...
-No estoy hablando de tu padre.
Covington se paró en seco. Miró a su colega como no lo había hecho nunca antes: la miró tratando de descifrar sus palabras. Y Mel no sonreía, sencillamente. Era la primera vez que tenía una conversación con ella en la que Mel no sonreía. Avanzó unos cuantos pasos, aunque todavía guardaba la distancia entre ellas.
-Estabas tan convencida de que eras descendiente de Xena, que... de repente... de repente... -Mel tuvo que parar y seleccionar sus palabras. Al final optó por una pregunta- ¿Te sientes responsable de Gabrielle, no es cierto?
-¿Qué? No seas...
-Te sientes responsable de hacerla importante. De probar que era importante... de probar que eres útil.
-Eso no es cierto -Janice susurró muy seria-
-¿Ah, no? ¿Entonces por qué desde que te conozco tratas de perseguir una especie de amanecer a través del mundo, eh?¿Entonces por qué dejas que todo el peso de todo lo que va mal en todo este maldito planeta caiga sobre tus hombros, eh, Janice? ¿Entonces por qué demonios te sientes responsable de cada error de los que te rodean? -Mel se acercó y colocó las manos sobre los hombros de su compañera-
-¡Mel, basta ya! -Janice evadió a su amiga-
-¿Recuerdas de lo que hablamos la noche del día en qué nos conocimos, en el coche, después de lo de Ares y Xena? ¿Recuerdas que no tardaste ni cinco minutos en comenzar a hablarme de tu madre y de tu padre, y de cuando ella os abandonó? -Mel trataba de seguir a Janice que se movía por toda la habitación nerviosa como un niño mientras su amiga le hablaba- ¡Es cierto, Janice, maldita sea! ¡Tienes que dejar de sentirte responsable de los demás!
Dicho esto Mel se acercó rápidamente y trató de tocar a Janice en el hombro, pero su tacto pareció un balazo que desató en la arqueóloga una rabia contenida y con los ojos enfurecidos empujó a Mel de tal manera que ésta cayó al suelo sin opción a agarrarse a algo, mientras Janice no siendo consciente de lo que hacía gritó abriendo una herida demasiado vieja que aún no había cicatrizado.
-¡¡No!!
El grito de Janice resonó en todo el campamento.
Mel estaba en el suelo, inmóvil. Janice con la respiración acelerada, el corazón golpeándole el pecho, la mirada perdida en otro tiempo en el que era una niña y se juró a sí misma no permitir que los fuertes oprimieran a los débiles. El tiempo en que se convirtió en una niña sin madre. Poco a poco, comenzó a regresar de sus sueños. Y entonces vio lo que había hecho y se sintió con ganas de suicidarse allí mismo. Tan rápido como pudo se echó sobre Mel intentando ayudarla a levantarse. Estaba enroscada como una pelota, con la cara escondida bajo su largo pelo negro.
-Mel... Mel, Dios, tesoro... lo siento... perdona, yo no quería...
Janice recibió un fuerte manotazo en el brazo con el que trataba de ayudar a su amiga. Sorprendida, se retiró un paso atrás y esperó al siguiente movimiento de Melinda.
-Déjalo -dijo ella-
Entonces se incorporó y sin mirar a Janice fue hacia la cama y comenzó a prepararse para dormir. Janice sintió que tenía el corazón destrozado. No tenía la necesidad de consolar a Mel, tenía la urgencia de consolarse a sí misma.
-Mel. Por favor. Escúchame -trató de enmendar conciliadoramente mientras se aproximaba despacio a la cama-
-Déjalo -volvió a decir Mel. Parecía que se aferraba a esa palabra-
Después se oyó un gran sorbo, y Janice supo que Mel estaba llorando. Y no sabía qué hacer. ¡Idiota, idiota, idiota! Mentalmente, Janice hizo un apunte para ponerse una nota en la frente que pusiera "dame una patada en el culo". De cualquier forma, estaba segura de que esta noche no iba a pegar ojo. Mel habló por fin, para decir únicamente un lloroso aunque contenido:
-Buenas noches, Janice.
Covington permaneció allí de pie un largo rato después de que Mel apagara su lámpara, mirando hacia la oscuridad que antes había sido la figura de su amiga. La oía respirar, y era muy irregular. Sabía que eso era causa de los sollozos. Cuando comenzó a sentirse a sí misma llorando, salió de la cabaña tan rápido como sus piernas fueron capaces de llevarla.
-Buenas noches, Mel.
Edith Piaf llegaba a su fin en el tocadiscos de Mel, una canción más en la que su amante la había dejado para siempre.
Lo que ni Janice ni Mel advirtieron fue que sobre la mesa se quedaron sus hipótesis, sus descubrimientos y razonamientos. Un montón de papeles amontonados que hablaban de pergaminos, de reyes, y del camino de dos mujeres. El descubrimiento de Harrer esa mañana había sido en parte la causa de la disputa entre las dos. Una vez estudiados los jeroglíficos de aquella parte de la pirámide, fueron conscientes de que se trataba de una compilación de todas las dinastías faraónicas de la historia, de una especie de manuscrito antológico, calco del que había realizado Manetón, en el 300 a.C. Pero la parte en la que se hablaba de la fundación de Egipto, aquella en la que se decía cómo los nómadas se vieron obligados a abandonar el desierto alrededor del año 5000 a.C. por culpa del traslado del clima monzónico al sur del continente, de cómo se habían asentado a orillas del Nilo, y de cómo se había fundado así Hierakómpolis, la primera aldea de Egipto... aquella parte de la Historia tenía algo extraño. Al principio, existían pueblos diferenciados: el Bajo Egipto ocupaba los más de 150 kilómetros de deltas en la desembocadura del Nilo. El Alto tenía su sede en Hierakómpolis. Se decía que el primer rey, Nemes, era a su vez el rey Narmer de Hierakómpolis. Narmer aparecía representado en los jeroglíficos de la pirámide, a punto de golpear a un esclavo en presencia de Horus, dios del sol naciente con forma de halcón. En esta representación llevaba una corona blanca, en forma de bulbo. Al lado de este dibujo aparecía de nuevo Narmer pero con una corona roja con una gran lengua enroscada en su parte superior, llevando a unos prisioneros para ser decapitados. Entonces era cuando se hablaba de la unión del Alto y Bajo Egipto, de la unión de ambas coronas, que se representaba por medio de dos leones con sus cuellos entrelazados. Y después era cuando las cosas se tornaban aún más extrañas. Se hablaba del templo de Hierakómpolis, de las estrellas, de objetos en el cielo. De dos mujeres: de visiones del pasado y del futuro. Por alguna razón se les había diferenciado: una de ellas era la fuerza, otra, la inteligencia. Y esta última era un guía, algo así como un espíritu celestial que había venido a salvar... a un pueblo. Pero no era el pueblo de Egipto.
Y luego simplemente aparecía el chakram. Aquí las interpretanciones se volvían extrañas. Janice tenía una corazonada. ¿Y si de la misma forma que los leones con sus cuellos entrelazados eran la representación de la unión de dos reinos, el chakram fuese la unión de algo, el vínculo entre alguien? ¿Si no, por qué estaba allí el chakram tras la historia de las dos mujeres? Y de ser así, ¿un vínculo entre quién? Sabían que el chakram era de Xena, ¿pero estaban hablando realmente de Xena y Gabrielle? Lo que es más, Janice insistía en que esto podía cambiar totalmente la visión del mundo antiguo, e incluso del moderno. Todavía seguía resentida por no poder mostrar al mundo los pergaminos. No por ahora. Estaban mejor allí, en el desván de Jack Kleinman, su amigo vendedor de cepillos en Detroit, a salvo de las manos nazis. Lo que ellas tenían eran copias. Pero el mundo debía saber. Y si su instinto estaba en lo cierto, Janice quería ir al emplazamiento de Hierakómpolis y llegar al fondo del asunto. Mel, no obstante, aún no daba crédito a todo lo que veía o su colega le decía.
Todo parecía transcurrir en el decurso de las vidas de Xena y Gabrielle. Y Gabrielle era la bardo. Les había costado descubrirlo, pero tras hallar el pergamino que hablaba de la Academia de Bardos de Atenas, no hubo lugar para la duda: era el único que estaba en primera persona, y la narradora era Gabrielle. Quizá había escogido aquel en concreto para narrarlo desde un punto de vista subjetivo por su devoción a contar historias, cosa que denotaba en cada línea de sus sentimientos en aquel pergamino. Janice se sabía de memoria cada palabra. Fascinada por su interacción con Homero, con los grandes bardos... Fascinada también por el talento de su antepasado. Fascinada por la profunda camaradería que Gabrielle expresaba por Xena. Bien es cierto que Xena apenas aparecía narrada en tiempo real, salvo en retrospectivas o en el principio y final, pero Gabrielle analizaba y escribía de sus pensamientos sobre ella durante todo el relato. Janice había aprendido a respetar así a su antiquísima tatarabuela, a no pensar en ella como la inútil segundona de turno. Pero no pensaba permitir que nadie supiera de su identificación con ella. Eso no. Ni siquiera Mel, aunque, parecía ser que ya lo había intuído.
Mucho mejor que Homero, mucho más explicativa, mucho más concreta. En el fondo Mel tenía razón. Janice se sentía responsable de Gabrielle. Desde lo que le dijo Xena, que Gabrielle no era ninguna inútil, que era para ella más importante que cualquier otro vínculo. Desde entonces, Janice sueña con hacerle justicia y dejar que una mujer entre en la historia como el mejor bardo de todos los tiempos. Cuántas mujeres habrá habido cuya obra haya sido sepultada o usurpada por los varones, con menor o ningún talento. Cuántas mujeres habrán callado en silencio sin reclamar su puesto en la leyenda. Para hacerle justicia a todas.
Cuando Janice caminaba hacia su tienda esa misma noche, con los ojos llorosos, las manos en los bolsillos, y el ambiente cálido, alzó la vista al cielo al oír pasar una brisa suave que quiso jugar un instante con el pelo tras sus orejas, y que le provocó una sonrisa tonta. Recordó a su padre, alzándola en brazos, con seis años y medio, soplándole en las orejas para hacerle cosquillas. Más lágrimas atacaron.
Miró a sus espaldas. La tienda de Mel. Y más allá, la majestuosidad de las pirámides.
-Os envidio -dijo, hablando con ellas- Vosotras hacéis lo que yo sólo puedo imaginar...-se giró, y terminó la frase de espaldas a la morada de los grandes faraones- ...presenciar la Historia.
Y al estar allí, mirando al cielo, lanzó una pregunta a su antepasado, mirando hacia aquella constelación en forma de pez de la que había oído hablar en uno de los pergaminos de Gabrielle, una constelación que quizá ella y Xena habían puesto en el firmamento.
-¿Qué hicisteis aquí, eh? ¿Qué pasó en Hierakómpolis que tiene que ver con el cielo?
Sólo la brisa juguetona contestó.
Janice se sonrió a sí misma, y entre esa mezcla de amargura y felicidad estúpida y repentina, se internó en su tienda, dispuesta a no dormir para pensar en su vida, y en si se sentía responsable de los demás.
Lo que Janice no echó en falta cuando se acostó fue su sombrero. Sombrero, por cierto, que se había quedado sobre la cama de Melinda Pappas.
Sombrero al cual durmió abrazada Mel. Durante toda la noche.
Capítulo V: Sacrificios
"Si encuentran ustedes este mundo malo, deberían ver alguno de los otros"
-Philip K. Dick
-Antiguo Egipto- Cercanías del Templo del dios Horus. Hierakómpolis.
El sol estaba a punto de salir, pero las calles sólo eran por ahora un amago de lo que serían a media mañana. Unos cuantos artesanos trabajaban con las puertas de sus negocios abiertas, alfareros llevando y trayendo materiales. Hierakómpolis era la ciudad de la alfarería.
-¿Falta mucho?
-No. Un par de calles. Recuerda lo prometido.
-No te preocupes. No pienso escandalizar a ningún rey. Si ella está bien, soy capaz de hacer lo que quieras: como si tengo que correr de aquí a Maratón.
-¿Qué?
-Nada.
Xena caminaba junto a Etreum, la mujer que la había recogido en la calle y curado su herida tras el incidente de los hombres de túnicas negras que se habían llevado a Gabrielle. Etreum llevaba un paso más lento, Xena iba delante tratando de acelerarla y resoplando cada vez que se metían en una nueva calle. La mujer castaña iba cubierta con una túnica marrón de pies a cabeza. Según le había contado a Xena, ella no tenía muy buenas relaciones con el resto de la ciudad, en especial con los encargados del templo.
-¿Quién dijiste que lo utilizaba? -dijo Xena-
-Es un templo dedicado al dios Horus, el "patrón" de la ciudad, por así decirlo. El rey Narmer suele ir a diario, para asistir a los sacrificios que se ofician a Horus.
Xena se congeló.
-¿Qué tipo de sacrificios? -preguntó con un claro tono de inseguridad-
-Tranquila -Etreum sabía lo que Xena había pensado- Sólo animales. O por lo menos, eso es lo que nos quieren hacer creer.
Xena frunció el ceño y paró de caminar. Recorrió con la mirada a su guía, y llevó sus manos a la cintura.
-Hay algo que me estás ocultando algo, ¿verdad? -dijo con su mejor tono guerrero-
-No. Sólo te digo lo que veo.
Lo que ve, pensó Xena. Ya no era la primera vez que utilizaba aquella frase. Sólo lo que ve. Extraño.
Siguieron caminando.
-Ahí lo tienes -por fin anunció Etreum-
No era un templo hermoso, ni bonito, ni tenía un halo de divinidad a su alrededor, ni siquiera resultaba imponente, aunque era de unas dimensiones considerables. Horus se erguía al fondo, una gran estatua que parecía de oro macizo. Yo eso lo he visto antes, pensó Xena. Había banderas colgando de su fachada de piedra con detalles de más halcones y lo que debía ser Narmer. Las banderas eran de colores oscuros: púrpura, negro, marrón. Todo ello parecía contribuir a un conjunto triste, una visión depresiva y gris que hacía sentir al espectador unas irrefrenables ganas de poner distancia entre él y este templo, o al menos, lograr apartar la vista.
Lo cierto es que desde su posición se podía contemplar toda la ciudad. Xena no sabía si es que era su estado de ánimo o simplemente la realidad, el caso es que le resultó un templo, por decirlo así, feo. Muy feo.
¿Pero no resultaban acaso todas las cosas más horribles que antes si no tenía los ojos de Gabrielle a su lado para enseñarle la belleza de las pequeñas tonterías?
-No es ninguna maravilla -dijo la guerrera con algo más que desprecio-
-No. Pero las maravillas, no se encuentran en su exterior -decía sonriendo Etreum mientras caminaban hacia la puerta- Sino en el interior.
Etreum abrió el gran portón. Le costó. Era un arco inmenso. El chirrido de su movimiento resonó en todo el templo. Pero los que se encontraban en su interior, acostumbrados ya a aquel ir y venir previo al amanecer, no hicieron caso alguno. Xena pudo comprobar que efectivamente, el aspecto interior no era para nada como el externo. Lo que probablemente lo embellecía más era una gran pila en su centro, una especie de pequeña piscina, en forma de media luna, que parecía contener un agua que resplandecía luz y juguetones destellos por todo el templo. El agua cubría a la altura de las rodillas, y la imagen era hermosa, bastante más reconfortante que las figuras distantes de su fachada.
Etreum tomó de la mano a Xena, cosa que sorprendió bastante a la guerrera, aunque comprendió que debía dejarse guiar, puesto que no conocía nada sobre el protocolo de aquel lugar. La mujer fue saludando a los distintos ciudadanos que se encontraban allí en la lengua autóctona. La mayoría eran sirvientes del rey, según había indicado Etreum, que iba explicándole todos los detalles a Xena, con susurros, por supuesto. El silencio era uno de los requisitos en el templo. Las puertas fueron cerradas entonces, y Etreum dijo que ahora se iba a iniciar la ceremonia diaria de la purificación por parte del rey. Se cerraban las puertas para que no entrase nadie más, y sólo se podía salir cuando acabase la ceremonia, que sería en el momento en el que el sol ya hubiese aparecido completamente, por encima de las montañas, tras el amanecer.
Xena y Etreum se colocaron en el lado opuesto del templo, frente a la piscina. Eran unas de tantos ciudadanos que sólo iban como meros espectadores. La gente se agolpaba a ambos lados de la piscina.
Y entonces fue cuando ocurrió algo mágico.
El templo estaba sostenido por seis grandes columnas, revestidas de un material azul brillante. La cúpula del templo tenía formas extrañas en sus cristales, pero más festivas y raras eran las ventanas que adornaban las paredes, que hasta entonces no habían contribuido con su luz a iluminar el interior. Los rayos del sol llegaron al templo. Primero, Xena observó entrar tres líneas de rayos distintas por la ventana de la pared más grande, la que tenían frente a ellas. Aquellos rayos se fundieron en uno cuando atravesaron el ojo de Horus, una representación dibujada en aquel mismo ventanal. De allí volvieron a disiparse en tres y se reflejaron en las columnas de enfrente, cada uno en su respectiva.
Xena giró la cabeza y comprobó que estaba ocurriendo lo mismo en su lado. Fue entonces cuando se concentró en aquel ojo de Horus, dando la espalda a la piscina, al otro ventanal, y a Etreum. Yo eso lo he visto antes...
Su rostro era moreno, sus ojos oscuros, perilla negra, y en el brazo que quedó desnudo cuando subió a Gabrielle, un tatuaje que parecía la forma de un halcón. Pero su cara...
Xena sintió un mareo. No se había dado cuenta antes, lo había tenido todo el tiempo delante y no se había dado cuenta... sintió un tirón en su mano, y se giró aún embelesada por sus pensamientos, siguiendo con la mirada el brazo que sostenía. Por un momento había olvidado la realidad y creyó que aquel calor en su mano, aquella piel que se sostenía contra la de ella era la de Gabrielle.
-Mira esto.
Pero no era así. Xena asintió con la cabeza, aunque no sabía lo que le había dicho la otra mujer. Todavía estaba sumida, navegando en sus sueños.
Te echo de menos. Fue un llanto, un grito de un corazón roto, una súplica, y una esperanza, todo ello en un único pensamiento. En una única pero dolorosa forma más de aflicción que pesaba como una prenda mojada sobre su conciencia.
Te echo de menos.
Cánticos desconocidos la sacaron de aquel viaje hacia sus adentros. Los viajes podían esperar, ahora. Xena observó a la gente quedarse inmóvil, la mano en la suya se tensó. Comprendió entonces que no debía moverse. La gente a su alrededor entonaba una melodía monótona de relajación, aunque sonaba a los oídos de la guerrera como una armonía carente de gracia. Mientras los demás parecían tener sus cabezas agachadas, concentrados en la oración, Xena observaba con el sentido de asombro de un niño. De un niño huérfano, pues su auténtica familia estaba ahora fuera de su alcance. Los destellos que emanaban del estanque artificial volaban reflejándose en las enormes columnas que a su vez enviaban los rayos del sol a él. Entonces Xena cayó en la cuenta de que las columnas estaban hechas de algún material brillante parecido al cristal que teñía la estancia del color que se reflejase sobre ellas. El templo vibraba en tonos azules en ese momento, con el fondo de la piscina siendo proyectado hacia las columnas. Ella misma no lo notó, por supuesto, pero un observador ajeno hubiese dicho que el ambiente azulado del templo hacía un hermosísimo juego con los ojos de Xena.
Fue entonces cuando justo enfrente de donde se encontraba, la guerrera vio abrirse una puerta con dibujos exóticos de adornos en oro. Los halcones parecían estar en todas partes. De la puerta salió una gran comitiva de lo que parecían sirvientes, sacerdotes y concubinas. Más allá, se adivinaba la tela roja resplandeciente de un manto real.
Mientras la muchedumbre se regocijaba en las vistas únicas de aquel gran espectáculo de majestuosidades, Xena se hartaba del mismo empacho de egocentrismo que había visto ya en tantos reyes y reinas. En todos, salvo en cierta Reina Amazona.
-Ese es Narmer.
Con la voz de Etreum, Xena volvió del nuevo viaje que comenzaba en su mente, y es que cada vez que bajaba la guardia volvía a las nubes pensando en Gabrielle. Miró frente a sí para observar detenidamente al hombre soberano de aquellas tierras. Arropado con el manto rojo abierto, el bronceado cuerpo del rey era joven, musculoso, su torso casi desnudo, apenas cubierto con un collar, sus piernas prácticamente al descubierto por el pequeño atuendo egipcio que las tapaba. En su cabeza, una extraña corona en forma de bulbo, blanca. Su cara, de profundos ojos negros a juego con los tonos de su piel. Fue liberado de su manto rojo por sus sirvientes. Alzó las manos, saludando a su pueblo. Todos los hombres y mujeres se arrodillaron al instante, todos cogidos de la mano. Eso Xena no se lo esperaba, se cayó de narices al suelo. Cuando logró apenas colocarse de rodillas, tuvo un pensamiento compartido en alto para su nueva amiga:
-Gracias por avisar -murmuró a Etreum-
-Lo siento. Había olvidado esta parte -aunque la mujer se disculpaba, parecía realmente divertida-
Xena siguió con ojos atentos cada maniobra del soberano Narmer. Lentamente, se introdujo en el pequeño estanque. Ayudado por sus mujeres y concubinas, con sensuales movimientos fue mojado en el agua desde los hombros a los pies. Entonces, con un gesto dominante mandó retirarse a las mujeres, quedando él solo en mitad de la piscina.
Los cánticos de la gente se incrementaron, el ambiente se enrareció. Otra puerta dorada se abrió frente a Narmer, que tenía ahora sus brazos en alto, sus palabras clamando al cielo, a Horus. Un sacerdote apareció con otra comitiva de hombres. De asombrosa delgadez, largas y grises barbas, vestido en un atuendo ceremonial excesivo, con un cayado de oro en su mano, saludó a Narmer con lo que Xena dedujo como una bendición. Se dirigió al altar, recto y solemne.
-Ahora el sacerdote va a realizar el sacrificio en nombre de Narmer para Horus -dijo Etreum al oído de Xena-
La guerrera no apartó la vista del sacerdote.
-¿En nombre de Narmer? -Xena frunció el ceño- ¿Y qué hay del resto del pueblo?
La mujer a su lado suspiró profundamente.
-Ya te he dicho que aquí el rey es el único con espíritu...
En ese momento la comitiva que seguía al sacerdote apareció con un pequeño carnero, y Xena supo exactamente qué iban a hacer con él. El sacerdote comenzó a hablar mientras el animal era atado al altar. Etreum se encargó de traducir para Xena las palabras del oficiante.
-Este.. es el que da la vida... -el sacerdote señaló la imagen de Horus- este es el que la permite... -indicó a Narmer- para todo aquello... que los dioses... nos regalan... nosotros debemos... -alzó la daga- entregar lo que amamos... y honrarlos... con la sangre... -y la hundió en el pecho del animal-
Xena había estado presente en muchos sacrificios, antes. Sacrificios que estaban enterrados en la mente, que aún, muy de vez en cuando, venían a cazarla por las noches...
El lugar donde todo empezó. El interior de un templo tenebroso, lejos de casa. Su vida, su alma, llorando con las manos ensangrentadas. La inocencia de sangre perdida. Manchada para siempre. Su rabia creciendo, y el profeta del mal, el causante. O quizá fuese ella.
-Por cierto, gracias por Gabrielle.
-No tengo ni idea de a qué te refieres...
-Mira en tu interior. Tú la trajiste aquí, tu odio hacia César, tus ansias de derrotarle te trajeron: Dahak te agradece ese odio.
-Xena, siento un gran dolor.
-¿Qué?
-Todo ha cambiado. Todo.
-Tranquila... todo irá bien. Te lo prometo.
-Gabrielle, quédate aquí...
-Ni hablar. Después de lo que hemos pasado, pienso estar contigo.
-Entonces una cosa. Cuando me haya ido no debes sentir culpa.
-Xena...
-Escúchame. Sé que ambas hemos estado muy confusas últimamente, pero quiero que sepas que sigo pensando que eres lo mejor que me ha pasado nunca. Tú le has dado sentido y alegría a mi vida... siempre serás parte de mí.
-Si Xena mata a Hope... Xena... morirá.
-Ya sabes lo que hay en juego: Xena está en tus manos.
Como una brisa, sin tiempo a reaccionar, un último pensamiento para ella, y la intención decidida de hundir la daga en la asesina de su hijo. Pero, como una brisa, sin tiempo a reaccionar, un grito detrás de ella que clamaba otro nombre pero significaba otra cosa.
-¡Hope!
Perdón, duda, dolor, redención, amor... todo en una mirada. Como si no hubiese nadie más, como si aún tuviesen tiempo para decirse tantas cosas antes de caer a un foso de lava... pero no había tiempo. Así que, todo fue en una mirada. Quiso gritar todas aquellas cosas, pero en vez de eso, sólo consiguió arrancar el sonido más hermoso que conocía.
-¡Xena!
Quizá el dolor de la caída, quizá el paso a los Elíseos, quizá la pérdida de consciencia, pero el caso es que por un instante creyó oír retornada su súplica en forma de sollozo ahogado:
-Gabrielle...
-¿Xena...? ¿Xena, estás bien?
-¿Qué?
-Te has ido... de repente... no sé, parecías en otro mundo.
-Uh, lo siento. Me he... bueno...
-Ya. Tranquila.
-¿Qué están haciendo?
-Ahora la sangre del carnero es derramada en el estanque, para la purificación de Narmer.
-¿Purificación?
-La forma suave de decir que un soberano queda libre de todo pecado.
-¿Los dioses favoreciendo al poder, eh?
-Eso mismo.
-Me suena bastante.
-He oído historias sobre tu poder para acabar con los dioses... ¿es cierto?
-No creas, ni lo que oigas, ni lo que veas, ni lo que sientas.
-¿Por qué... eh... a qué viene eso?
-A que todos podemos vivir la misma situación, y contarla desde puntos de vista muy diferentes.
La sangre del carnero fue echada en el estanque. El agua se cubrió de un rojo muerte, el cuerpo de Narmer fundiéndose con el líquido. La siniestridad apoderándose de cada rincón de la luz. Las líneas del agua devolvieron los destellos a las columnas, que los reflejaron sobre las vidrieras. El templo se tiñó de rojo y Xena sintió un escalofrío de estremecimiento, ante la rapidez con la que un lugar apacible se había vuelto endemoniado. Entonces el estremecimiento se volvió sobrecogimiento, y esto a su vez se convirtió en pánico. De qué, eso no lo sabía, pero lo tétrico de la situación y el éxtasis de la multitud sólo contribuían a gestar en Xena un creciente deseo de gritar. No era miedo por su vida, de ese nunca lo sentía, era simplemente un pánico indescriptible, muy parecido a la desesperación. Se volvió hacia Etreum con la mirada aturdida.
-Esto es... -su mente no logró encontrar la palabra-
-¿Horrible? -Etreum la ayudó- Es lo que solía pensar yo. No sé la razón, pero el caso es que un sacrificio aquí, cuando el templo se vuelve del color de la sangre es tan... desagradable...
Etreum no supo cómo ocurrió, ni le dio tiempo a descifrar lo que veía en milésimas de segundo, pero antes mismo de que pudiera acabar lo que estaba diciendo, oyó un grito de batalla y la sombra blanca que era su amiga guerrera voló al centro del pequeño estanque y saltó justo al lado del rey Narmer, salpicando a todo el mundo. Después, cuando todavía permanecía atónita, con los ojos desorbitados y la mandíbula caída, oyó la voz imponente de Xena demandar con urgencia una respuesta al mismísimo soberano, sosteniéndole la mirada.
-¿¡Quién es ese hombre!?
Hubo un murmullo general en el templo y una espesa capa de soldados vestidos de negro salió de la nada desenvainando sus largos sables, mas el rey, todavía con la mirada de sus ojos oscuros en la claridad turbadora de los de Xena, alzó una mano sencilla que dejó muy claro que no quería intromisiones.
-¿Quién eres, mujer, y cómo osas presentarte de esta forma ante mí? -dijo el rey con un fuerte acento egipcio, no obstante, en un correctísimo griego-
Xena no se hizo esperar.
-Me llamo Xena.
Antes de que la guerrera pudiera continuar, la expresión de Narmer se volvió una carcajada excesiva:
-¡Oh, ya veo! ¿Xena, la gran Princesa Guerrera? Comprendo... -la sarcástica expresión de Narmer se volvió a enojada- ¿Sabes lo que hacemos con los mentirosos en esta tierra? -vociferó-
-No importa lo que les hagáis, porque yo no lo soy...
Xena levantó sin ceremonia alguna su traje arábigo blanco, dejando ver por un instante la línea perfecta de su pierna derecha, su armadura debajo. Cogió el chakram en un movimiento ágil y rápido, y lo lanzó con la fiereza de cualquier otra batalla. El objeto voló con un efecto brillante y fue botando de una columna a otra, hasta recorrer las seis, dejando la marca de su filo. Sin más, volvió a la mano receptora de Xena. El murmullo de la gente se incrementó, y Narmer gritó enfadado:
-¡¡Silencio!! -se volvió a Xena una vez más- Guardias, quiero a todo el mundo fuera.
-Pero, Majestad, el sol aún no ha salido por completo... -un joven sirviente apuntó-
-¡No me importa! ¡Haced lo que digo!
A Xena no pareció importarle la orden, más preocupada por su pregunta anterior.
-Quiero saber quién es ese hombre -dijo señalando a uno de los guardias del rey-
Los guardias. Xena no los había advertido hasta que Narmer se dispuso a salir del estanque. Fue entonces cuando vio las sombras negras colocadas tras la multitud, fue entonces cuando lo vio, a la derecha de la primera esposa, sosteniendo su sable, con una mirada escudriñadora sobre la gente, allí estaba: rostro moreno, ojos oscuros, perilla negra... Horus en un brazo. Y su cara.
Tuvo que retenerse por dentro para no saltar a su lado y rebanarle el pescuezo allí mismo.
-No sé quién eres, mujer -el rey enunció tajante- dices ser Xena, pero no me creo una palabra, a pesar de tu habilidad con el chakram.
-¿Cuántas Xenas conoces con uno como este? -la guerrera se impacientó-
-¡Silencio! -el rey no perdonó la interrupción- En realidad no me importa quién seas. Si quieres que te llamen Xena, así se hará. Si quieres conocer la identidad de mi jefe de guardia -señaló al hombre oscuro- se te concederá. Pero no permitiré que tu cabeza esté por encima de la mía en mi reino, mujer guerrera. Te perdono la insignificante vida que puedas llevar por tu condición de extranjera, y tu consecuente desconocimiento de nuestro protocolo, pero en un segundo desacato no será así, ¿queda claro?
Xena se sorprendió a sí misma aceptando las exigencias del rey, quizá porque la forma en que hablaba parecía más medida e ilustrada de lo que pensó en un primer momento. Tenía la corazonada de que si seguía correctamente los términos del soberano lograría mejores resultados en su búsqueda de Gabrielle. Bajó su cabeza con un gesto gentil, afirmando.
El rey se sintió satisfecho ante aquello y lentamente abandonó el estanque. Sus sirvientes corrieron apresurados a taparlo con su manto rojo, ahora haciendo juego con los restos de sangre ceremonial que llegaban a sus rodillas. Serenamente, llamó a su jefe de guardia. El hombre podía notar los ojos de rabia de cierta mujer guerrera sobre cada poro de su piel. Ambos intercambiaron algunas palabras... y Xena se hartó. Avanzó, saliendo del estanque. Desenvainó la espada y sin dejar tiempo a reaccionar colocó la punta del filo cortante en la gargante del guardia. Sus dos manos sosteniendo el arma firmemente, los ojos atónitos sobre ella, su voz tratando de no quebrarse.
-¿Dónde está? -un susurro inintencionado-
El hombre de ojos oscuros conservaba una mirada más serena de lo que cabría esperar para alguien que tiene una espada en el cuello. Su vista se volvió a su también tranquilo rey, luego de nuevo a la guerrera.
-Eso debes preguntárselo a mi rey -contestó el soldado con una sonrisa frustrante-
Xena sintió la fuerza de sus brazos desvanecerse. Su espada bajó por la inercia de aquel cansancio repentino, y sus ojos buscaron la figura del rey Narmer.
-¿Qué? -su voz desconcertada preguntó-
El rey sonrió. Era una sonrisa conocedora, como la de alguien con ventaja, como la de un padre que conoce el siguiente movimiento de un hijo travieso. Era una sonrisa que no gustaba a la Princesa Guerrera.
El sonido odioso de la gran puerta de entrada cerrándose recordó a Xena que no estaban sólo ella y sus problemas en aquella sala. Giró a su alrededor, sobre sí misma, mirando a todas partes. El templo estaba vacío. Tan vacío que uno parecía sentirse comido por la inmensidad.
Y qué error había cometido, pues ahora, sólo un rey y su guardia eran los espectadores de la guerrera. Xena recordó sus razones para estar allí, y retomó fuerzas de su fuente. Pero el ahogado grito desesperado que se advertía en su voz, fue inevitable.
-Yo vi a este hombre clavar su sable en el pecho de mi mejor amiga. Vi cómo le brotaba la sangre, y vi cómo la subía a su caballo -Xena cerró los ojos un instante ante la pena de la visión regresando a su mente- Quiero una explicación, luego una disculpa, y después a Gabrielle de vuelta. Si no consigo las dos primeras cosas, no las exigiré de nadie por las malas: si no obtengo la tercera, no obstante...
Con un gesto serio, el rey Narmer asintió ante aquel ultimátum, que sabía, tenía todas las de volverse cierto.
-Comprendo tu enfado... Xena -comenzó el rey- Pero, como bien ha dicho mi guardia Haleb, fue por orden mía que se buscó a tu amiga.
Xena sintió la rabia revolviéndose dentro de ella.
-Por favor, déjame continuar -el rey ofreció pacífico, Xena se obligó a permanecer callada- Gabrielle es una elegida. Una escogida de los dioses. Ha sido seleccionada para una misión y me temo que va a ser imposible que ella regrese a ti: ahora pertenece a algo más grande que su vida... contigo.
Está viva. Xena no dijo nada. Simplemente. Miró al soberano. Pasaron algunos minutos, en los que repasó cada momento del día, cada situación. Se sintió terriblemente cansada, agotada, descorazonada, triste, y enfadada. Harta de la sospecha y la desinformación, decidió que era hora de abandonar las formas de la sutileza, decidió que era el momento de una venganza anticipada provocada por la desesperación.
Su grito de batalla hizo eco en el templo. Los ojos se llenaron no de vida, sino de muerte, la visión de la Princesa Guerrera acorralada por su propio pánico deslizándose de un lado a otro, desenvainando a un guardia tras otro. La mayoría eran jóvenes muchachos, caían como moscas sobre el charco sangriento del estanque que antes había sido agua cristalina. Cuando los apenas diez hombres de la guardia real cayeron, ninguno muerto, pero sí con un creciente dolor de cabeza, Xena fue consciente de que quedaba todavía su espina clavada en el corazón. Se dirigió hacia un pasivo rey Narmer, y entonces el oscuro raptor se interpuso en su camino con la espada alzada, pero no en una posición de combate. La voz egipcia del soberano llamó desde atrás, instando al guardia a retirarse.
-Como dije... -Xena respiraba alteradamente- ...quiero a Gabrielle... de vuelta.
El rey se adelantó a su guardia que no tuvo reparo alguno en permitir a su señor encarar a la furiosa guerrera. Eran gente demasiado desconcertante, que siempre parecían tener la situación bajo control.
-Ya te lo he dicho Xena, comprendo tus razones. Baja la espada, guerrera, y te llevaré hasta ella -el rey alzó una mano inocente, y de aparente sabiduría- Todo será explicado. Ten fe.
Xena estaba demasiado dolorida como para entender ya cualquier palabra o retener las lágrimas, pero el mencionar ver a Gabrielle era demasiado preciado como para dejarse desfallecer ahora. Así que, con una mirada de advertencia sobre un tenebroso jefe de guardia real, la Princesa Guerrera siguió al rey de Hierakómpolis, dejando atrás el rojo sangre de un estanque lleno de hombres inconscientes, y sus miedos a perder la luz de su vida.
Por primera vez en el día, respiró con un margen de tranquilidad, y trató de hacer uso del consejo: tener fe.
Capítulo VI: Rosas, Mujeres y Whiskey (¡Hay Algo en mi Bañera!)
"Es mejor estar callado y parecer tonto, que hablar y despejar las dudas definitivamente"
-Groucho Marx
-Campamento Arqueológico, Egipto, 1941-
-¡Melinda! ¡Mel... espera!
Los pasos apresurados de Percebal Maxwell sonaron en la arena caliente tras miss Pappas, más ocupada de lo normal.
-Quiero fotos de la parte norte, y de las cámaras de las dos esposas, ¿de acuerdo?
-Sí, señorita Pappas.
Maxwell metió la cabeza entre el fotógrafo y la traductora de una forma estúpida, parpadeando y mirando de uno a otro tratando de descifrar las indicaciones de la mujer al joven. Hacía un sol bochornoso, era media mañana y el olor a tierra, a sudor, los ruídos de palas y martillos, de excavadores y recaderos, hacía que Percebal echase de menos Londres.
El fotógrafo se encaminó hacia las pirámides, y Mel Pappas recogió algunos de los planos sobre la mesa situada a pleno sol, frente a Keops. Percebal tardó en darse cuenta de que se encontraba solo, anonadado en el picoteo contínuo de algunos excavadores.
-Hey, ¡Mel!
La mujer iba vestida más informalmente de lo normal, con camisa y falda marrones en una onda más "práctica", con bolsillos de auténtico explorador y algún que otro tajo, estaba incluso más sucia de lo normal. Un día ajetreado. Mel caminaba rápidamente cuesta arriba en dirección a otra parte de la excavación. A su lado apareció un jadeante y enrojecido Maxwell.
-¿Mucho trabajo, eh? -preguntó el hombre-
-No lo sabes tú bien -Mel respondió sin desacelerar el paso ni mirar a su amigo-
-¿Y Janice? -el inglés recordó algo- Quiero decir... Covington.
-No lo sé -la respuesta de Mel sonó sistemática, tan rápida que fue casi ininteligible-
-¿Qué? -Percebal no entendió bien-
-No la he visto en todo el día... tendrá cosas que hacer -Mel se maldijo mentalmente ante el dolor que oyó en su propia voz-
Su amigo se paró en seco al oír aquello. Con una expresión confusa, soltó un grito extraño:
-¡¿Pero no sois un equipo?! -el hombre miró a ambos lados dándose cuenta de que estaba hablando muy alto- Quiero decir... la parte de dirigir excavaciones y todo eso... ¿no es cosa de Jan... Covington?
-Sí. Sí que lo es -Mel sonó distante-
Maxwell frunció el ceño ante el inaudito estado de ánimo de la belleza morena: la tristeza. Desde el funeral del profesor Pappas, el viejo amigo inglés de la familia no había visto aquella mirada en la joven.
-¿Mel...? -fue lo único que dijo-
Melinda se giró de espaldas al sol y a su amigo. Los rayos del sol jugaron en su cabello negro, y de ahí a un instante, Percebal salió de su ensimismamiento en aquel espectáculo divino, avisado por unos sollozos ahogados. El corazón se le encogió.
-Oh, querida... -dijo el hombre suavemente mientras envolvía a Mel en un abrazo- ...ssshhh, no vale la pena, créeme...
-No... -Mel iba a decir algo entre sollozos, pero su voz la traicionó-
Se dejó llevar cuesta abajo de nuevo, no sabiendo ni la razón de su propio llanto, ni importándole siquiera.
Una taza de tila después, con lágrimas secadas por el pañuelo de cierto caballero inglés, Mel se encontraba frente a su amigo, sentados al sol egipcio en una pequeña mesa junto a su tienda. Sabía lo que se le venía encima.
-¿Y bien, señorita, ahora piensas decirme qué es lo que te aflige tanto? -preguntó Maxwell-
Mel no deseaba sonar evasiva. Colocó su mano sobre la de su amigo y sonrió levemente.
-No es nada, Percie, en serio... nada más que tonterías...
-Algo tiene que ser cuando te pones a llorar en mitad de un día radiante, preciosa.
El silencio se hizo y Percebal deseó poder retirar sus palabras, desalentado por la posibilidad de provocar un nuevo llanto de su amiga. Mel, por su parte, bajó la cabeza y jugó con el pañuelo entre sus manos, deseando evadir de su mente los pensamientos que la acorralaban desde la noche anterior. Entonces fue cuando Percebal no pudo, ni quiso evitar pensar en alto.
-Es una pena que esa Covington no sepa apreciar lo que tiene... -dijo-
Mel levantó la mirada con los ojos desorbitados. No podía ser, ¿tanto se le notaba? Decidió que era mejor cambiar las cosas antes de que todo se le fuera de las manos. Volvió a sonreír levemente, fingiendo lo mejor posible.
-No es eso, Percie. No es por ella, en serio. Janice y yo nunca hemos estado juntas... de esa forma... -su mente gritaba por dentro, mientras su cuerpo sonreía quitándole importancia- ...y nunca vamos a estarlo. Somos amigas, y compañeras de trabajo -una gran sonrisa final, y todo resuelto- Nada más.
-Oh, en ese caso, pido disculpas -el hombre pareció sonrojarse- Es sólo que di por hecho que vosotras dos... por la forma en que llorabas...
-¿A qué te refieres? -Mel se quedó intrigada-
-Nada, cosas mías -Percebal sonrió abiertamente- Digo que tu forma de llorar, parece la de alguien con... el corazón roto, o algo... ¡pero bueno, no me hagas caso! -el hombre palmeó sus manos desenfadado e inquirió en otra pregunta- ¿Entonces, si no es Janice, qué es lo que te hace sufrir, eh, querida?
-Ya te he dicho que es una cosa muy tonta.
-¡Razón de más para que se lo cuentes al rey de la tontería!
Mel rió sonoramente. De hecho, ambos lo hicieron. No es que ninguno de los dos fuera el paradigma de la astucia o la agudeza, precisamente. Mel se dijo a sí misma que quizá, en ese caso, ella estuviese más hecha a la medida de Percebal de lo que para Janice. Aquello le trajo los recuerdos agridulces de su madre recordándole encontrar un esposo que fuera un buen partido, y con ello una profunda tristeza de estar predestinada a no compartir su vida con la arqueóloga rubia, ocurriese lo que ocurriese.
-Es sólo que a veces -comenzó Mel- me siento un poco... sola. Desde que papá murió y eso... bueno, Janice es una amiga estupenda, no me malinterpretes... es cierto que era un poco difícil al principio y tiene un genio bastante voluble, pero... -Mel barruntó qué más inventarse- No sé, es como si tuviese miedo de no encontrar nunca a mi alma gemela, de quedarme... sola... -miró a su amigo con ojos meditabundos- ¿Entiendes lo que quiero decir?
Maxwell, perdido en la inmensidad de los ojos azules, las líneas proporcionadas de la mandíbula, la suave floritura de la piel, contestó, llevando un mensaje entre líneas más claro de lo que le hubiese gustado:
-Mejor de lo que piensas.
Ambos permanecieron mirándose durante extensos minutos. Uno, decidiéndose a poner solución con su propia dedicación a las penalidades de su compañera. Ella, sin embargo, rogándole al cielo no condenarla por mentir a un buen amigo.
-Mel -la voz de Maxwell era tierna y consoladora, y puede que más- No creo que debas preocuparte por esas cosas. Hoy estás aquí, en medio del desierto, torturada por el polvo y el sol, sentada con un estúpido y ridículo hombre de negocios como yo, y quizá en un par de años te encuentres en una amplia casa con un par de críos y un apuesto, cariñoso y adorable marido. Eso es lo que debes pensar, Mel, eres la mujer más bella y encantadora que conozco: las cosas vienen a nosotros, pero hay que tener paciencia. Ya lo verás.
Mel sonrió ampliamente y se mordió la lengua para no estallar en lágrimas. Una, por la amabilidad de su amigo, dos, porque sabía que Percebal no la veía sólo como una colega, y tres, porque esa vida de un marido condenadamente estable, con niños condenadamente adorables, con una casa condenadamente monótona no era lo que ella quería.
No, ella quería la incomodidad del desierto, la tortura del polvo y el sol, la idea de no saber dónde dormir mañana o si iba a poder siquiera comer. Todo eso era lo que le había ocurrido en el último año junto a Janice. Todo lo que Percebal había nombrado como bueno, sin embargo, era la vida anunciada que ya le había parecido vivir: la que los demás esperaban que viviera.
Sin mayores acontecimientos, Mel se levantó lentamente, acercándose a su amigo. Lo besó gentilmente en la mejilla, y se encaminó hacia su tienda.
Un suspiro de Percebal Maxwell se sumó a la polifonía de martillos y palas. Fue entonces cuando decidió ser el pretendiente condenadamente estable de Melinda Pappas.
-¿Pero qué coño estoy haciendo aquí?
Janice Covington cambió de dirección por vigésima vez.
-Voy a verla... no voy a verla... voy a verla... no voy a verla... ¡¡arrggg, voy a verla, maldita sea!!
Y de nuevo volvió hacia la tienda de Mel.
Sus posibilidades eran escasas. Las de salir viva de allí, claro. Repasando los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas, tenía unas cuantas cosas claras. Para empezar, la noche anterior había discutido con Mel. Punto uno: eso no era muy bueno. Después, tras una madrugada insomne y fantasmal, había decidido coger el coche hacia El Cairo sin previo aviso. Punto dos: eso era peor. Ahora, sin aparecer en todo el día, sin mandar ningún mensaje a su colega, se encontraba de nuevo en plena medianoche caminando hacia la tienda de Mel, borracha, y decidida a gritar a los cuatro vientos que lo único que deseaba era hacerle el amor a Melinda Pappas hasta que le suplicase que parase. Punto tres: eso era horroroso. Pero es que cuando Janice bebía, las cosas siempre se volvían peligrosas.
-¿Mel..? ¿Meeee-eeeeel... yuhhuuuu? Cariño, ya estoy en caaaaaasaaaa...
Mel no estaba. Genial. Para una vez que el alcohol lograba darle la fuerza suficiente para declararse y Mel no estaba. No supo si dar gracias a Dios o soltar otra palabrota.
Cuando se dio de narices contra el suelo, le echó la culpa a la cómoda horterilla de Mel, y no a su borrachera. Se levantó como pudo, musitando cosas ininteligibles en la jerga de una buena trompa, y trató de alcanzar en la oscuridad la lámpara para conseguir ver algo, aunque tampoco es que viera muy bien con luz o sin ella...
Sus planes de encender la lámpara se vieron frustrados cuando en la lejanía oyó una voz. El corazón se le salió del pecho. Un poco más y se hubiera caído de nuevo. Colocó la botella de whiskey que mal llevaba en su mano sobre la maldita cómoda, y colocó un ojo cauteloso en uno de los agujeritos de la tela que cubría la tienda. Allí lo vio, su furia creció en su interior.
-¡Gilipollas lameculos! -Janice dijo para el aire-
Janice no veía demasiado enfocado, pero advertía las formas y la voz irritante. A no demasiados metros de la tienda, Percebal Maxwell hablaba con un joven recadero egipcio, indicándole algo de una caja. El joven asintió con la mirada iluminada cuando Maxwell sacó de su bolsillo unos cuantos dólares americanos y se los entregó al joven.
-Tiene carácter de político... -musitó de nuevo Janice con su mejor tono de odio, comentando lo de la prima-
Entonces los ojos verdes de la arqueóloga se abrieron desmesuradamente. Maxwell se encaminaba hacia la tienda de Mel. Pero eso no era lo peor. Llevaba una exuberante y bella rosa en su mano derecha. Janice sintió el cosquilleo de los celos y el impulso de matar a aquel hombre allí mismo. Podría hacerlo, desde luego. Era de noche, y si escondía el cuerpo bajo la arena... claro que no podría colocarlo cerca de las excavaciones... ¡y después si la pillaban siempre podía alegar borrachera y delirio momentáneo! Crimen pasional, no... por eso siempre te caían muchos años.
Una sonrisa pícara y malévola se dibujó en la cara de Janice Covington: se le había ocurrido algo muchísimo mejor que matarlo, aunque puede que en vez de eso, su idea le provocase tener un infarto.
Percebal tarareaba una romántica canción de amor. Iba de un lado a otro, regocijándose en cómo le diría a Mel Pappas que la amaba, en cómo transcurriría la noche. Una noche muy bella, todo había de ser dicho, pues las estrellas tintineaban sobre su cabeza resaltando su felicidad. Todo parecía estar a su favor. La tienda de Mel no tenía luz: oh, menudo ángel, seguro que ya estaba dormidita como un bebé. Daba igual, debía despertarla pues lo que tenía que decirle era demasiado importante como para esperar hasta la mañana. Ya estaba allí, a unos pasos de la entrada de su objetivo, y entonces fue cuando sus ojos se salieron de su cara, su mandíbula tocó la arena, y las piernas le temblaron como un flan.
-¡¡¡¡¡¡Ooooooooohhhhhhhhhhhhhhhhhhh, Diooooooooossssssss!!!!!!
La saliva le abandonó la garganta. Él conocía esa voz. Aunque nunca la había escuchado con tanta intensidad, claro. Dentro de la tienda sonaron los muelles chirriantes de una cama, cosas cayéndose al suelo, los ruidos de una pasión extrema.
-¡¡¡Meeeeeeel!!! ¡¡Oh, siiiiiiiiiiiiiiiiiiii!! ¡¡Más, más, más, más...!!
Percebal Maxwell sintió ganas de llorar, como un bebé, como un niño mimado. No sólo Mel le había mentido, sino que ¡la maldita maleducada y rastrera saqueadora de tumbas estaba disfrutando de lo que debiera haber sido suyo! Cuando sintió los primeros pucheros, sus mejillas rojas de vergüenza y sonrojo, tiró la rosa allí mismo y colocó sus manos sobre sus oídos, corriendo cuesta abajo hacia ninguna parte. Lo que acababa de oír, siempre le acompañaría, pero por el momento, los ecos de aquella pasión descubierta sin querer siguieron oyéndose mientras el negociante inglés corría más allá de sus fuerzas, poniendo distancia entre él y aquella pesadilla:
-¡¡¡¡Meliiiiiiiiiiindaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!!!
Fue el último grito de placer que el loro inglés alcanzó a escuchar en boca de la doctora Covington.
La caja de bombones tendría que esperar.
Cuando Janice se percató de que el idiota Maxwell ya había echado a correr, paró de saltar sobre la cama y de tirar los libros de la estantería por todas partes. Su garganta se había quedado seca de tanto gritar: una pena que los gritos sólo fueran interpretación. Una muy buena, no obstante. Janice, orgullosa de su pequeña fechoría para mantener alejado al colono, alcanzó la botella del whiskey y tomó un buen trago que fue celebrado con uno de sus mejores y más satisfechos jadeos.
Janice se asomó afuera, y su cabeza, movida infantilmente, descubrió en el suelo una hermosa rosa abandonada. La arqueóloga ebria sonrió ampliamente.
-¡Gracias Percie! -exclamó divertida mientras la recogía-
Y ahora, a entretenerse con cualquier cosa hasta que Mel llegase. Por cierto, ¿dónde demonios se habría metido?
Mel se preguntó por enésima vez por qué se había pasado el día dando vueltas en una zona donde lo más que sabía era que abundaban las bandas de mercenarios. Conocía bien la razón, pero se negaba a poner más veces el dedo en la yaga. Tenía el corazón roto, Janice no había aparecido en todo el día y ella... bueno, simplemente no sabía qué pensar. Ahora sólo tenía la certeza de que quería llegar a su tienda, darse un buen baño, y meterse en la cama, a poder ser, sin despertar en una buena temporada, hasta que todo esto hubiese pasado. O no.
Se internó en su tienda como una intrusa. No encendió las luces, de sobra conocía la situación de todo, y además, era muy tarde. Se extrañó cuando su cómoda parecía estar cambiada de sitio. No le dio importancia. Se dirigió a la mesa, y la preocupación aumentó al chocar con tres o cuatro libros desparramados por el suelo. Bueno, se le habrían caído de la mesa, o algo así. Se desnudó rápidamente dejando su ropa sin ceremonia alguna sobre la cama. Cruzó toda la tienda, hasta la bañera anticuada, y bombeó un poco el agua. Metió una mano en el lado izquierdo y se dio cuenta de que la bañera ya estaba llena... demasiado cansada como para preguntarse el porqué, Mel Pappas se deslizó dentro con un estremecimiento ante el agua fría. Trató de estirarse, pero por alguna razón le parecía más pequeña incluso que la última vez. Se quedó allí, acurrucada, con el agua cubriéndole hasta los hombros. Unos minutos después, simplemente dejó escapar un suspiro, y fue entonces cuando se llevó el susto más grande de su vida.
-¿Mel...? ¿Es eso tu rodilla, o es que te alegras de verme?
-¡¡Aaaaaaaaaahhhhhh!! ¿¿¿Janice... Janice...??? ¡¡¡Janice!!!
Miss Pappas salió de la bañera con una rapidez gatuna y casi instintivamente supo dónde estaba la lámpara, que encendió al instante para colocársela en las narices a una mojada (y desnuda) Janice Covington.
-¡¡Por el amor de Dios, Janice, ¿qué demonios haces aquí?!!
Janice tenía una sonrisa tonta, de oreja a oreja.
-¿Por el amor de Dios...? No, cariño: por el tuyo -dijo exultante de alegría-
-¿Qué? -Mel se hubiera dado con un canto en los dientes de haber tenido la oportunidad-
-Había pensado en muchas ocasiones en una situación como esta, pero he de reconocer que verte desnuda y mojada en directo es mucho mejor que mi imaginación... -Janice indicó la figura descubierta de Mel-
Entonces Mel se miró de arriba abajo, luego a Janice, luego a sí misma de nuevo, y luego a Janice otra vez. Con increíble tranquilidad, aunque era nerviosismo contenido, Mel acercó la lámpara a su chistosilla amiga.
-Agarra esto -dijo-
Janice sujetó el objeto y vio cómo su amiga desnuda se convertía en un bólido que iba al otro lado de la habitación, y casi al instante volvía envuelta en un albornoz azul que privó a la arqueóloga rubia de la espléndida figura de Mel.
-¡Oh, por qué has tenido que hacer eso, Mel! -Janice protestó-
-Y esto para ti -Mel ofreció uno de esos horribles camisones rositas-
-Ah, no, no, no... -Janice sonrió- No pienso ponerme una cosa de esas... a no ser... que vengas a aquí y me lo pongas tú misma -la picardía se ensanchó con un guiño de su ojo izquierdo-
-¡¡Janice Covington!! -Mel gritó indignada-
-Sí, ¡ese es mi nombre! -Janice palmeó sus manos infantilmente y se levantó, desnuda, esbelta y radiante frente a una Mel Pappas atónita- ¿Quieres decirme algo o esa bocaza abierta es un nuevo experimento de mosquitero, eh? -la rubia bromeó-
El cerebro sureño de Melinda Pappas sólo exclamaba: ¡ay, madre... ay, madre!
-¿Qué... eh... qué? -Mel desvió su vista del cuerpo que acababa de analizar, y se concentró en los ojos verdes- ¿Estás borracha? -por fin preguntó-
Janice se llevó el índice a la barbilla y fingió pensarse la respuesta...
-Nooo-oooo... -dijo inocentemente-
-Ya -Mel asintió dando la razón a un loco- ¿Y estabas borracha antes de decidir venir, o después de llegar, te emborrachaste?
Janice no quitaba aquella radiante sonrisa de su cara y aquello era algo que estaba perturbando la atención de Mel.
-Yo diría más bien que durante el viaje -contestó la mujer desnuda trabándose en cada palabra-
-Cúbrete -Mel volvió a ofrecer el camisón-
-¡No!
-He dicho que te cubras.
-¡No quiero!
-Si no te cubres, me marcho.
Covington se quedó callada, frunció el ceño, y a regañadientes extendió su mano volviendo la cabeza en señal de indignación.
-Pero sólo porque hace frío -dijo Janice aniñadamente-
Mel se encaminó hacia la cama mientras hablaba.
-Sí, claro... ¿qué pensabas, pasarte toda la noche desnuda?
-Bueno -comenzó Covington mientras salía de la bañera- Tenía en mente que cierta persona me mantuviese caliente...
-Para con eso, ¿quieres? -Mel sonó realmente molesta-
-¿Por qué?
-Porque estás borracha, por eso -había cierta tristeza en el tono de voz-
-¿Y...? -Janice se acercó con cautela-
Mel evadió la mirada de la otra mujer, colocándose sobre la cama, con sus piernas dobladas mirando hacia Janice.
-Que todo lo que digas o hagas es efecto del alcohol, doctora, ya deberías saberlo... -Mel inquirió sin alzar la vista, mirando al suelo-
-Si te digo que te quiero más que a mi vida no es efecto de ningún licor, Mel -Janice susurró- Cada músculo del cuerpo de Mel se tensó ante aquellas palabras. Cada pensamiento cuerdo, se disipó en el placer de repetir el sonido una y otra vez en su mente. Pero no podía ser real.
La arqueóloga se colocó de rodillas frente a la morena. Suavemente cogió las manos de la otra, que no mostraron resistencia, y las llevó a su propio pecho.
-¿Lo oyes, Mel, oyes a mi corazón? No es efecto del alcohol -siguió susurrando mientras se echaba lentamente sobre la otra mujer- Es tu efecto: eres tú.
Janice alzó una mano para erguir la barbilla de Mel, contempló su rostro un instante, los ojos azules hundidos en lágrimas, los músculos de la cara tensos, el labio inferior temblando. Sin más, se acercó a probar el sabor de aquellos labios reconfortantes. Ya podía notar la sensación de la presión cuando Mel se apartó bruscamente dejándola caer contra el colchón.
-¡¿Pero qué...?! -Janice protestó exageradamente, y mientras se zafaba de las sábanas, comprendió que la magia se había roto-
-¡Basta! ¿Me oyes? ¡Basta! -el llanto de Mel la hizo congelarse- ¡¡Tú no sientes esto, tú no me quieres, ¿entiendes?!! ¡¡Es sólo esto!! -Mel cogió la botella de whiskey vacía del suelo- ¡¡No me quieres, y nunca me querrás, doctora!! ¡¡Olvida todo lo que se te esté pasando por la cabeza, porque no es real, Janice, no lo es!!
Mel se sentó bruscamente en la cama, llorando, ignorando la presencia de Janice. Covington por su parte, se sentía realmente gilipollas, como nunca en su vida. Había causado dolor a la persona que más quería. No vio más solución que echar mano de una última carta.
-Mel... -susurró incorporándose- Mel... cielo... escúchame... siento lo de ayer, ¿lo sabes? Lo siento, perdóname, soy una imbécil. -Janice se sentó de rodillas al lado de la otra mujer, sin atreverse a tocarla- Y siento haberme marchado a El Cairo sin avisar. Necesitaba aclararme las ideas, Mel, en serio. Y es cierto que fui a comprar esa maldita botella de whiskey, pero también te traje esto...
Janice deslizó una mano bajo la cama para sacar una hermosa rosa y colocarla frente a Mel Pappas. Melinda alzó la cabeza ante aquello, y pensó que ya podía morirse. Se derritió. Literalmente se derritió cuando vio aquella rosa delante de ella.
-Es cierto que cuando estoy borracha digo y hago cosas que no haría normalmente, pero no estaba ebria cuando compré esto para ti, Mel. Sólo para ti -Covington añadió-
Mel se giró para encarar los ojos verdes y analizar el nivel de sinceridad en ellos. No pudo hacerlo, porque sólo vio aceptación y amor, con un suave toque de embriaguez. Alzó su mano para coger la de Janice, tomando la rosa en el proceso, y sin pensarlo ni premeditarlo, Mel se abalanzó sobre la rubia comiéndosela con labios, manos, y el cuerpo entero.
Entre aquella maraña de voraces aunque dulces besos, Janice luchó por un poco de aire para hacer una última explicación:
-Mel... espera.... espera...
Melinda paró de repente, con la respiración acelerada, sus manos capturando las de Janice por encima de su cabeza.
-¿Qué? -la morena preguntó con una sonrisa radiante-
Janice sonrió ampliamente para quitar hierro al asunto, aunque sabía que esto la iba a matar.
-Hay un pequeño problema... cariño... -Mel parpadeó esperando la explicación- Es que... cuando me emborracho... una vez que me duermo... nunca soy capaz de recordar... lo que hice...
Janice volvió a sonreír estúpidamente deseando que la tierra la tragase, y Mel se mordió el interior de la boca, irguiéndose lentamente, conteniéndose para no maldecir a todo el maldito planeta. Se levantó de la cama y caminó hacia la mesa. Cogió una silla y se sentó.
-Estás diciéndome que si tú y yo... -dijo serenamente- ¿no vas a recordar nada?
Janice, incapaz de encontrar su voz, asintió con la cabeza.
-¿Ni siquiera esto, tu declaración de amor... el beso? -Mel preguntó-
Janice volvió a asentir, destrozada, pero esperando un poco de comprensión.
-No te preocupes Mel, en serio. Esto es lo que siento de verdad -la arqueóloga argumentó desde la cama- Mañana iremos juntas al yacimiento de Hierakómpolis, ¿eh? Tú y yo, como la primera vez. Y aunque no recuerde nada, tú me harás recordar, Mel...
-No sé Janice -la morena cortó, levantándose nerviosamente de la silla- Tengo que pensarlo.
-¿Eh?
-Pensarlo. Espera un momento, ¿de acuerdo?
¿Desde cuándo se piensa el sexo? ¡Es una de las pocas cosas que no se piensan, se hacen! Janice prefirió silenciar a su borracho subconsciente.
Y Mel salió de la tienda rápidamente, dejando a Janice Covington con la palabra en la boca. Janice se vio a sí misma sola, un poco abandonada, y habló con el aire.
-Vale... de acuerdo... ¡piénsalo si quieres, ningún problema! Pero, cielo... -Janice se acurrucó con la almohada- ...date prisa porque tengo algo... de sueño -lo último fue dicho en un gran bostezo-
Al fin y al cabo, estaba borracha: hablar sola estaba permitido.
Mel se secó las nuevas lágrimas y miró al cielo. Después a su tienda, donde todos sus sueños estaban esperando para hacerse realidad. Pero tenía miedo. Tenía miedo de entregar su cuerpo, su mente, su corazón y su alma a Janice Covington y que ella no recordase nada por la mañana. No debía ser así. No de esa forma. Si de verdad la quería, entonces sería capaz de esperar y hacerle el amor cuando ambas tuvieran la capacidad para recordarlo.
Mel observó de nuevo las estrellas y sonrió ampliamente. No sabía por qué, pero tenía la sensación de que su antigua y legendaria antecesora tenía algo que ver con todo esto, por lo que se sentía inmensamente agradecida.
Se dispuso a entrar de nuevo en la tienda, dispuesta a explicarle a Janice su intención de esperar, de dar tiempo a ambas. Quizá mañana, cuando la resaca hubiese pasado, sería un buen momento para... ¡maldita sea: no podía olvidar ese beso!
-¡Para ya, Melinda, no fue un beso tan maravilloso, por Dios!
Pero sí lo había sido. Todo pensamiento razonable se evaporó con el recuerdo del cuerpo desnudo de Janice Covington, o los suaves labios que acababa de saborear. ¡Qué diablos, si Janice deseaba hacerla suya esa misma noche, así sería! Si de todas formas, en verdad la quería, no haría falta que recordase nada, sólo que la amase. Si no era así...
Mel entró en la tienda corriendo.
-¡¡Janice, tómame, maldita sea... soy toda tuya...!!
-...
-¿Janice...?
-...
-¿Jan...?
-Zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz...
-¡¡Oh, Dios, no!!
Definitivamente, algún ser supremo debía estar conspirando contra su felicidad. Mel volvió a salir de la tienda, maldiciendo y jurando como no lo había hecho en su vida: hubiera hecho ruborizarse a cualquier rudo y bruto tabernero italiano.
Tras media hora de gritos, sus lágrimas la calmaron. Dentro, Janice Covington dormía profundamente, condenada a no recordar nada por la mañana, con la desafortunada Mel dispuesta a no despertarla.
Esto era una pesadilla, una broma pesada. Pero si al menos conseguía tener a Janice Covington durmiendo en su cama por una sola noche, valía la pena el sufrimiento, y juró no pegar ojo, grabando en la memoria cada recuerdo del plácido sueño de Janice.
-Zzzzzzzzzzzzz...
Aunque, quién hubiera podido dormir con el estruendo de aquellos ronquidos...
Capítulo VII: Fe en Princesas de Cuentos de Hadas
"Los niños no tienen ni pasado, ni futuro y gozan del presente, cosa que a nosotros no nos sucede mucho"
-Jean de Bruyère
-¿La conoces?
-Es la del templo, la de antes.
-Uff... es hermosa, ¿eh?
-Ya lo creo.
-¿Crees que de verdad es Xena? Quiero decir, ¿la legendaria y auténtica Xena?
-No lo sé... pero te aseguro que no me importaría nada comprobarlo personalmente.
-¡Sanai!
-Aún eres joven, Mara, tienes mucho que aprender de los deberes de una primera esposa.
-¿Cuáles? ¿Mantener satisfechos a los invitados del rey? Pensé que eso era cosa de nosotras, de las concubinas...
-Depende de quién sea el invitado, querida... depende.
Narmer entró en la gran sala real con Xena.
La Princesa Guerrera se preguntó si no habría sobrepasado ya las puertas de la fantasía y esto sólo fuera un cuento, procedente quizá de aquellas lejanas tierras, ¿cómo se llamaba aquel que le había nombrado Gabrielle en cierta ocasión, que trataba de una esposa que para evitar su decapitación contaba una historia a su marido cada noche...? ¿Y cuántas noches...? Mil y una, quizá.
El palacio real estaba situado a tan sólo un hermoso paseo a caballo desde el templo, el que Xena había tenido que sufrir en silencio, nadie queriendo contestar a sus preguntas. Desde aquella estancia se divisaba todo Hierakómpolis, la ciudad despierta ya. El bullicio de las gentes yendo y viniendo por todas partes. El esplendor de las montañas desérticas al fondo: el horizonte, el sendero hacia la nada.
El salón era espléndido, como todo. Las mismas columnas que había en el templo, con mayor altura. El trono, al fondo, con divanes y canapés a su alrededor, destinados a esposas y concubinas, adornados con exóticas telas y cojines. Los rayos del sol reflejándose, la gran estancia tornándose de color azul cielo.
Xena se sintió embriagada por aquella sensación de frescura. Pero un escalofrío nacido en su nuca le recordó con qué rapidez la naturaleza limpia del templo se había tornado tétrica. No quiso cometer la imprudencia de confiarse.
El rey Narmer sonreía a sus mujeres, que le devolvían sonrisas y guiños. Llegó al trono, Xena frente a el, sus guardias en la puerta.
-Cerrad -ordenó el rey-
La gran puerta, al igual que las del templo, adornada con un Horus tallado en oro, sonaron como el último pulso del corazón de un guerrero. Al menos, esa impresión le dio a Xena. Ahora sólo estaban ella, media centena de mujeres y un rey, para solucionar sus problemas.
-Bien, majestad -Xena comenzó con un tono irónico, aunque serio- No quiero ser grosera con tan espléndido recibimiento, pero me gustaría...
-Sí, sí, sí... -Narmer hizo un gesto ligero con su mano- Ya sé lo que quieres. ¿Pero no consideras que al menos tu cuerpo debiera reposar antes?
Xena no entendió la pregunta, su cuerpo lo expresó tensándose.
-Mírate -le indicó el rey-
Su túnica blanca empapada de la sangre del estanque. Sus manos sucias. Su cuerpo extenuado.
-Mi búsqueda no ha concluido todavía -Xena se mantuvo firme-
-No me cabe la menor duda -el rey esbozó una sonrisa-
El soberano Narmer se levantó, ahora su túnica resplandeciendo. Dio la vuelta hacia sus mujeres, y abrió los brazos efusivamente.
-Mis esposas, mis amadas, os presento a Xena -el rey se giró para encarar a la guerrera con aquella segura sonrisa- La que dice ser la Princesa Guerrera.
Hubo un murmullo entre las mujeres. Todas eran bellas. Y muy jóvenes.
El rey extendió su mano a una en particular.
-Esta es Sanai, primera esposa, sentada a la derecha del rey.
Los ojos llenos de misterio, color carbón, oscuros como el universo negro. Un gesto grácil de la cadera para inclinar ligeramente su cuerpo hacia la guerrera, mientras una voz sensual y cuidada salía tras el velo que cubría su rostro.
-Es un placer... "Princesa"...
La guerrera devolvió el gesto con una sutil indiferencia. Lao Ma, su mente mencionó, la misma sensación de curiosidad por el exotismo que le había provocado Lao Ma. Pero faltaba algo: no había... magia.
-¿Es un título de nobleza?
Su mente volvió a la sala con el sonido de la voz femenina.
-¿Perdón?
-Si es un título de sangre azul... -la primera esposa insistió-
No, Xena respondió en su mente, es un título de sangre fría.
-No. Me lo puso una vieja amiga -contestó con un tono más amable-
Todo el mundo se quedó en silencio, y ni Sanai ni cualquier otra de las mujeres parecían tener la intención de decir nada más. Ahora su marido se quedaba sólo ante la guerrera.
-Y bien -Xena enunció- ¿dónde está?
-Ah, ¡mujeres! Siempre con impaciencia para lo que os conviene.
Dicho esto el rey se giró para ver la reacción de sus esposas, que esbozaron risas y cuchicheos conocedores de lo que aquella frase quería decir realmente.
Narmer volvió a su seriedad noble, la que en un primer momento había hecho a Xena tener confianza. Y fe.
El rey bajó unos pocos peldaños para acercarse más a ella.
-¿De veras quieres verla, Xena... estás segura de que estarás preparada para lo que vas a encontrar?
Xena no pudo reprimir una sonrisa nerviosa y confusa.
-¿Qué? ¿Es que va a cambiar en una noche... le habéis lavado el cerebro o algo así?
Cuando nadie contestó, la voz de Xena se arrugó en su garganta y el corazón se acurrucó en un rincón del pecho, rezando.
-Está bien -Narmer llamó a sus sirvientes- pero no puedes ir a verla, de esta forma...
Cinco súbditas rodearon a Xena tomándola por los brazos, guiándola hacia la puerta. La guerrera puso sus ojos en el rey mientras la llevaba, sin mostrar resistencia, pero en su mirada había una súplica desesperada por saber qué estaba pasando de una vez por todas.
-Ve, Xena, deja que te preparen, y ella te recibirá.
Eso era todo lo que ella necesitaba saber para mantener la fe.
Cuando Xena se perdió tras el portón, Sanai se apresuró a excusarse a sus compañeras e ir tras la comitiva de la guerrera. El rey la llamó antes de abandonar el espacio del trono, instándola a hablar en privado.
-¿Qué vas a hacer? -le dijo-
Narmer no veía el rostro de su esposa, pero sabía que detrás había una sonrisa.
-Sólo hacer que se sienta cómoda.
No hubo respuesta del soberano, que esperaba más aclaraciones.
-¿Cuántas veces viene alguien como ella por aquí? -la mujer respondió como si hubiese recibido una reprimenda-
-Así que de verdad crees que es Xena -el rey sonrió-
-Puede que pienses que tus niñas -señaló al resto de las mujeres- o tu pueblo son idiotas, pero a mí no me engañas. Tú sabes bien que ella es la auténtica Xena, y la chica es la Elegida, esa es la explicación -la esposa argumentó tajante-
-Es demasiado pronto para saber si es la auténtica Elegida. Aún no sabemos si ella hará cumplir la profecía.
-Tú serás rey, esposo mío, lo sé -la mujer se acercó a su esposo para acariciarle el rostro- Además, viaja con Xena, ya sabes lo que dice el Libro del Profeta, ¿qué más pruebas puede haber?
-¿Te recuerdo qué dice otra parte del Libro...?
-¿A qué te refieres? -Sanai se alejó lentamente-
-No vayas esperando encontrar oportunidades con la "Princesa"... -Narmer bajó el tono, conocedor de las intenciones de su mujer-
-¿Por qué? -parecía molesta-
-Hazle hablar de la Elegida, y verás a lo que me refiero.
Sanai asintió indiferente.
Tras reverenciar hacia su marido, atravesó el salón dejando al rey sumido en los paisajes, en la lejanía del sendero hacia la nada.
-Es extraño... -dijo Xena con la mirada perdida-
-¿Qué? -la muchacha frente a ella se sobresaltó-
-Nada... um... sólo pensaba. Pero es extraño.
-¿El qué?
-Todo... esta ciudad, este... ambiente. Esto. Y mi forma de comportarme ante ello.
-¿A qué te refieres?
-Supongo que es difícil de explicar. Yo soy una persona...
-¿Ah sí? No me digas.
-¡Eh!
-Lo siento, lo siento... ya sabes, las leyendas, como tú... no tendéis a permanecer en la mente de la gente como "personas". Sino como héroes, simplemente: no hay sentimientos, ni hay cambios de humor, ni si os pica la ropa interior o si se os revuelve el estómago en medio de una pelea -la muchacha pudo oír una risa contenida del otro lado-
-Esas cosas pasan más a menudo de lo que me gustaría, créeme. Pero yo me refería a que, en una situación normal, yo no estaría hablando contigo, por ejemplo. No de esta forma.
Al no haber respuesta del otro lado, Xena se sintió instada a continuar.
-Todo lo que he vivido me ha llevado a ser una persona no sólo reservada, sino desconfiada, expectante y callada.
-Bueno, pero es tu trabajo, ¿no? Para proteger a la gente hay que desconfiar de los malos.
-Sí, pero cuando pienso en todo lo que me ha ocurrido desde que he llegado aquí... En cada misión, siempre tengo la sensación de tener la situación bajo control, de poder adivinar el siguiente movimiento de todo el mundo, de adelantarme a ellos. Y sin embargo, con esto, Aquí... aquí no sé si la siguiente pared me descubrirá el rostro de Gabrielle desangrándose, sacrificios que aún me acechan soñando despierta o el recuerdo de mi antigua mentora... estoy... -Xena alzó la vista para mirar a la mujer que la escuchaba, con una súplica en sus ojos-...perdida -fue la torturada afirmación- Lo había estado muchas veces antes de todo esto, pero nunca así... no sé qué es lo que me pasa.
La chica frente a ella sonrió, casi tristemente, aunque con una sabiduría creíble y una comprensión imposible para lo raro de la situación, al menos para Xena.
-Bueno. Siempre hay una primera vez para todo, Xena -la muchacha dijo desenfadada, tratando de ser benevolente con aquel asunto- Ya ves... la gente no se cree que los héroes puedan ir mal de vientre, y hasta vosotros sufrís crisis de fe.
-¿Una crisis de fe?
-Es posible. Tú misma dijiste que tu forma de comportante ante esto era extraña, ¿cómo sino ibas a estar contándole eso a una simple sirviente?
La muchacha oyó la respuesta de la otra mujer, pero fue un susurro tan delicado y bajo, que no entendió bien.
-¿Qué? -preguntó-
-Que me falta Gabrielle -dijo Xena con su boca apretada contra su brazo mojado, la mirada en ninguna parte, otra vez-
-Yo sé lo que es sentirse sola -dijo la chica- A pesar de tener a todo el mundo a tu alrededor.
Xena no dijo nada. Simplemente, no sabía qué podía decir ante eso.
-Mi padre... él, antes era un hombre bueno, amable, mi mejor amigo. Ahora es un hombre injusto ansioso de poder y eternidad. Yo quiero cosas muy sencillas y él quiere cosas muy complicadas... para mí. Y todo eso fue causado por la pérdida de alguien. De la única mujer de la que ha estado enamorado, supongo. Le partió el corazón que ella lo abandonara. Aunque supongo que no se podía convivir con él de aquella forma -la muchacha miró a Xena de repente, y borró su tono triste- Así que si me dices que te falta Gabrielle...
La muchacha advirtió movimiento tras los biombos de la habitación y se levantó, recogiendo el jabón y los paños. Xena la miró sin decir nada, y la chica sonrió. Antes de desaparecer de su vista, la joven tuvo tiempo de hacer una observación al último comentario de Xena:
-...entonces ahí tienes la cruz del problema, heroína.
Xena se recostó como pudo dentro de la tina y cerró los ojos. Purificación, qué obsesionados estaban en este reino con las malditas purificaciones. Xena rió mentalmente cuando relacionó el concepto local de purificación con lo que en Grecia se hubiera llamado simplemente higiene. Acaso para ver a la Elegida, como todo el mundo se refería a Gabrielle, tenía que estar en la tina una hora y hacer "ejercicio mental". Xena se preguntó cuánto tiempo faltaba para poder ver a su amiga, y en ese momento oyó una voz vagamente familiar detrás de ella.
-¿Qué tal está el agua?
-No se me ha caído la piel, supongo que eso es buena señal.
Xena observó a la primera esposa rodear con paso delicado la tina y sentarse frente a ella, en los cojines que la joven sirviente había utilizado. Simplemente, se quedó allí mirando en las pupilas azules de Xena. Aquello la irritó.
-¿Sanai, no? ¿Quién era la sirviente que me ha atendido? Ha sido muy... eficiente. Me gustaría darle las gracias -Xena comenzó a jugar una táctica ya mil veces practicada: la de dominar la conversación haciendo creer al otro que ella era la dominada-
-No era una sirviente -la primera esposa sonrió- Era mi hija -la sonrisa de Sanai se engrandeció ante la cara de asombro de Xena- Bueno, hijastra. Es hija de Narmer y la primera esposa que tenía... antes.
-Pero ella me dijo que...
-Sí, es así. Suele hacerlo. Finge ser una sirviente y así se pone a hablar y a molestar a todo cuanto invitado hay en palacio. Es una pena.
Xena frunció el ceño ante el tono despectivo.
-Es una chica inteligente -dijo-
-Quiere ser bardo, al igual que la Elegida. A ella no le cabe en la cabeza que en este reino se deben acatar las normas de su padre, y su padre ordena que se case con uno de sus hermanos.
-¿Qué? -la guerrera quedó perpleja-
-Es la forma de preservar la dinastía. No sabemos qué consecuencias podría tener confiar en una mujer ajena a la familia real para alumbrar la siguiente generación de reyes -Sanai analizó como si fuese un espectador externo-
-Pero es una forma injusta para los niños -Xena no escondió su condena-
-Nadie ha dicho que este mundo esté hecho para ellos, ¿cierto? -la primera esposa resolvió con frialdad- Sólo pasamos una pequeña parte de nuestras vidas siendo niños, y demos gracias a los Dioses por eso.
-Ya -Xena alzó una ceja y después su expresión se tornó idealista- El mundo no es así, y ya está. El mundo es como nosotros lo hacemos, créeme. Lo sé porque hubo un tiempo en que yo deseé construirlo a mi imagen y semejanza, y casi lo consigo: fue una bendición que no lo hiciera. ¿Gracias a los Dioses? No. Gracias a un niño, indefenso y sólo, que me hizo ver las cosas con una perspectiva que quizá no me dio tiempo a adquirir en ese corto período, en la niñez... pero tampoco en mi vida adulta.
-Vale, Princesa... -Sanai se levantó, frente a la tina, erguida, desde su posición pudiendo observar la completa figura desnuda de Xena- ...quizá debiera hacerle llegar a mi marido algunas de tus ideas. Ni que tú fueras la bardo...
En el blanco. Una Xena pálida miró a la primera esposa con desprecio.
-Dime Xena, ¿qué es lo que más te gusta de nuestra tierra, ahora que la has visitado por primera vez?
Sanai comenzó a caminar lentamente alrededor de la tina, unas veces cambiando el sentido, otras quedándose parada para contemplar a Xena. La guerrera, por su parte, hacía caso omiso de esta especie de baile de cortejo, del cual sabía bastante bien la finalidad. Por dentro sonreía ante el descaro de la primera esposa, pero por fuera sus manos bajo el agua bien apretadas eran su distracción para privar de su mirada a su pretendiente.
-Bueno, aún no lo he visto todo, pero más o menos las cosas más importantes: la sangre, los sacrificios, los reyes desconsiderados... aunque lo que más me gusta es la hospitalidad.
-¿Ah sí? -Sanai también quería jugar al quién domina a quién, aunque se empezaba a sentir algo molesta con la distancia que Xena lograba interponer con sus palabras-
-Sí: herimos y raptamos a tu mejor amiga, te llevamos ante reyes que no contestarán a tus preguntas, y finalmente, sólo por si te encuentras un poco cansada, te regalamos un baño. ¡Ni en Lesbos podrían tener una oferta turística mejor!
Sanai rió sin ganas. La balanza del juego seguía equilibrada.
-Pues aún no has llegado a la mitad del viaje, así que imagínate todo lo que puede pasar todavía.
-Uh, estoy ansiosa.
Quizá fueran los sentimientos contrapuestos que cada una sentía por la otra, pero el caso es que ambas mujeres decidieron que era hora de dejar de jugar. Tablas.
Sanai paró su baile seductivo y se agachó para colocar su cara a la altura de la guerrera.
-Y dime, Xena, ¿es la Elegida todo lo que dicen de ella?
Xena se tensó ante las palabras, no su significado, sino lo que implicaban, en cierto modo. Sanai estaba mandando un mensaje entre líneas intencionado.
-No lo sé. Si no oigo lo que "dicen" de ella, no puedo saberlo...
-Comprendo...
-Si son cosas malas -Xena interrumpió la frase de la primera esposa-, entonces son embustes. Si son buenas... -la guerrera volvió la mirada incapaz de detenerse- ...seguro que se quedan cortas.
Xena cerró los ojos y sintió el aire de su derecha moviéndose, dejando el paso libre. Lo último que oyó fue un reprimido aunque audible bufido de frustración y unos pasos rápidos y puede que incluso avergonzados.
-En fin, Princesa, pronto vendrán para llevarte ante tu gran inspiración, espero que te vaya bien, cuando veas lo que es ahora.
La primera esposa se alejó hundida en despecho implícito, mientras Xena, la gran Princesa Guerrera, se quedaba en el agua que comenzaba a volverse fría, preocupándose por aquellas palabras y comenzando a caer en otra crisis de fe... ¿fe?
¿Pero no era eso lo que había querido mantener todo el rato?
Un momento, ¿no había sido la fe lo que la había aguantado en su búsqueda de Gabrielle?
¿No era por lo que la conservaba: por Gabrielle?
Entonces era el momento de preguntarse si esto era realmente una crisis de fe o el temor de siempre... el mismo de siempre, en tanto que su razón negase y su corazón, callase.
Una sirviente vio pasar a la enfurecida primera esposa y preguntó por su preocupación.
-¡Déjame!
Sanai se perdió en la infinidad de los pasillos maldiciendo a los dioses y a cierta elegida, recordando las palabras de su esposo, con la humillante idea de tener que darle la razón: era verdad... cuando hablaba de ella, se le encendía la mirada.
Capítulo VIII:
"Lo malo de decir lo que uno siente, es que muchas veces siente uno haberlo dicho"
-Puck
Ahora que la veo sentada y tranquila me tomo la libertad de observarla en silencio, de dejar que sólo mis ojos la abandonen por unos momentos para mirar a la pluma y al papel.
Así no puede verme, así no sabe lo que hago, realmente.
Lo único que quería cuando era pequeña era una muñeca rubia que había en el escaparate de una juguetería en la calle donde vivíamos. Era una princesa... una muñeca: si le dijese a Mel eso seguro que no se lo creería. No sé lo que puede pensar de mí, o lo que cree que soy, y eso me da miedo. Parece que llevamos toda la vida juntas, quizá porque lo llevamos en la sangre. Y a pesar de eso sigue habiendo lagunas infranqueables entre nosotras, que ninguna de las dos parece querer saltar. Me pregunto cómo se siente ella. O a lo mejor no le pasa esto. Bueno, ¡qué digo! ¿Cómo se va a sentir al lado de mí, la impenetrable, fría y ruda arqueóloga, hija del ladrón de tumbas? Espero que ella sepa que tengo que ser así para sobrevivir. Antes, sólo tenía que preocuparme de mí misma para salir a flote en este mundo de hombres. Ahora tengo que cubrir dos espaldas, y lo malo es que una de ellas tiene largas piernas y acento sureño, y eso sí que los atrae.
Sobrevivir, nada más. Quizá al igual que lo hicieron Xena y Gabrielle. ¿Hasta qué punto somos Mel y yo iguales a ellas? ¿Hasta qué punto nuestras vidas van paralelas a las de ellas?
Para sobrevivir, no te pueden gustar las muñecas. Así que cuando mamá cerró la puerta diciéndome "algún día, Jan, comprenderás que no hay mujer que pueda vivir con tu padre", dejé de creer en la fantasía. No creo que Harry Covington fuera tan difícil cuando se pasó toda la noche llorando, siendo consolado por una niña de siete años. Y luego Mel dice que me preocupo demasiado... ¡si ella supiera!
Hoy estaba especialmente rara, contando con que me desperté medio desnuda en su cama. Y eso... sé que estaba enfadada, que me escapé a El Cairo, pero no sé lo que hice después de volver en el coche con el volante en una mano y la botella de whiskey en otra. Ella dice que me preocupo demasiado, y sin embargo, no sabe que la temo como a nada en mi vida. Y por eso no me atrevo a preguntarle por anoche ni a sacar ese tema, porque cuando le dirijo la palabra veo pasar un halo de miedo en sus ojos.
Estoy sentada en una silla, todo el desierto extendiéndose ante mí. Mel y ese loro inglés hablan en una mesa, a unos treinta metros frente a mí. Él la está haciendo reír... Si lo que me corroe por dentro son celos, no me importa: pienso enterrarlo bien en el fondo, junto a todo lo demás.
A veces desearía no parecerme tanto a mi padre, supongo que entre otras cosas, también heredé su complejo de Polícrates: miedo a la felicidad, a que todo marche bien, y un día, nuestro castillo se venga abajo. Pasó en mi familia.... me pasará a mí. Y sólo espero que cuando ocurra, Mel no forme parte de ella, porque lo último que quiero es volver a hacerle daño. Eso, nunca más.
Si pudiera, hacerla feliz, simplemente... He intentado dejarla muchas veces desde que nos conocemos. En el aeropuerto de Macedonia, se negó a abandonarme. En París, estuve a punto de decirle algo que la hiriese para hacerla marchar: yo la había llevado allí, y lo único que le había causado era la peor experiencia de su vida, cuando creyó que los nazis me habían asesinado. Estuvo cerca, pero hacen falta más de tres agentes de la Gestapo para acabar con un Covington. Pero cada vez que volvía a encararla para decirle que no podíamos estar juntas, me miraba y sonreía radiante, y al preguntarme lo que me preocupaba, yo siempre respondía que era mi mejor amiga, que gracias por estar ahí, o algo por el estilo. Eso la hacía sonreír aún más, y entonces, ¡adiós a la fuerza de Janice Covington, la sacerdotisa del desierto...!
Y ahora, aquí, ella encuentra a este antiguo "amigo" y se estará cuestionando si seguir a mi lado o marcharse. Sería una buena forma de separarnos sin que yo tuviera que decirle algo que no es cierto, como que no la quiero conmigo, por ejemplo.
Vuelvo a mirarla atraída por su silencio. Maxwell están contándole algo y ella parece, triste, dolida... ese tipejo se las va a tener que ver conmigo como siga así. Mel se ha levantado, ahora está dándole la espalda. Él también se levanta y va hacia ella. Está recorriendo su espalda con la mano... le ha susurrado algo al oído. Definitivamente, creo que hemos perdido, Jan.
Sólo hacerla feliz, sólo eso. Yo dejé de creer en la fantasía, pero Mel... ¿cuáles son sus sueños? ¿Dónde los guarda? Yo no soy sus sueños, desde luego, pero sería estupendo poder hacérselos realidad.
Además, no sé por qué, siempre que estamos en un lugar donde han pasado Xena y Gabrielle, me siento más receptiva a tener fe en princesas de cuentos de hadas.
Egipto, yacimiento de Hierakómpolis. 9 de junio de 1941,
J.C.
-¿Cómo estás, Percie?
Maxwell se sentó fríamente junto a Mel Pappas, sin contestar a su saludo, sin mirarla, con los ojos fijos en la lejana Janice Covington que escribía con delicadeza en un cuaderno, unos metros frente a ellos.
-Dime, Mel... ¿te lo pasaste bien anoche?
Melinda se tensó ante los recuerdos de bañeras, rosas, whiskies y tristeza.
-No... -su cabeza bajó automáticamente y su tono de voz, se oscureció-
-Mm-mmm -Percebal no apartó su vista de Janice-
-¿Por qué...? -Mel iba a decir algo, su mente extrañada-
-Hans me ha hablado mucho de Covington, ¿sabes? -Percebal cortó intencionadamente-
-¿Ah, si? -Mel no quería perderse una nueva oportunidad de saber más sobre el pasado de Janice-
-Sí... -Maxwell por fin miró a Mel, con un tono irónico, de alguien que quería incordiar, o más bien vengarse- ¿No te ha contado nada Janice...?
Mel volvió a agachar su mirada.
-Bueno. No. Yo tampoco le he preguntado.
-¡Oh, querida! En fin, en ese caso no creo que a Janice le convenga que te lo cuente... -la malicia iba creciendo dentro de Percebal-
Mel se mordió el labio inferior e ignoró el tono fastidioso de su amigo, concentrada en la verdadera cuestión:
-No hay secretos entre Janice y yo -dijo seria-
-¿En serio? ¿Y entonces por qué no te lo cuenta ella misma? ¿Por qué no le preguntas?
-Porque...
-Es un tanto extraño para dos "amigas"... sin secretos, ¿no? -volvió a atacar el empresario inglés-
-No. No lo es. Se llama confianza, Percie. No necesitamos que vengas tú a cuestionar lo que pasa entre nosotras -Mel se hartó- Parte de ser amigo de alguien consiste en que la gente pueda guardar secretos. Yo respeto eso.
-Tienes razón, lo siento. Yo no soy quién para saber, ni entrometerme en vuestros... asuntos. Pero, dado que en ese caso, no le importará a "Jan", puedo contarte al menos lo que Hans me ha dicho de ella, ¿no?
-Adelante -Mel trató de reconciliarse con una de sus encantadoras sonrisas-
-No sé si conoces esta parte, pero Janice y Hans fueron juntos a la universidad. Por supuesto, en materias distintas. Hans estudió astronomía y Janice, es sabido de todos, arqueología -el vengativo Percie hizo una pausa asegurándose de que su interlocutora cogía cada palabra- Y... Janice tenía un grupo de amigos, muy "selecto" y muy "reducido". No se puede decir que la hija de Harry Covington fuera una compañía recomendable. Pero Hans la conoció por otro colega que estudiaba arqueología, y, ¡bueno! -Maxwell alzó las manos explicándose con todo el descaro posible- ¡Ya sabes cómo son estas cosas, Mel... un hombre... una mujer: plop! -y diciendo esto las juntó bruscamente-
-Quieres decir... que empezaron a salir -dijo Mel muy despacio-
Percebal se rió con grosería.
-Bueno, pequeña, ¡yo no lo llamaría salir! Digamos que tenían una relación muy cercana... físicamente. Muy cárnica.
Mel se sintió a sí misma deseando vomitar.
-¿Te encuentras bien querida? Estás pálida como la nieve.
Mel negó ligeramente con la cabeza apenas encontrando su voz.
-No... nada... no es nada... es que no he desayunado bien hoy.
La traductora palmeó ligeramente la mano de su compañero para que prosiguiera y el inglés sonrió para sus adentros sabiendo que había conseguido, en parte, devolver el daño de la noche anterior. Aunque esto no le hacía sentirse del todo bien.
-Hans dice que era toda una leyenda en la facultad.
Mel tenía destellos de orgullo en los ojos, mientras la oscuridad de la sensación anterior iba enterrándose en sus pensamientos.
-Parece ser que había también unos cuantos profesores a los que llevaba de cabeza. Eso, o sus piernas.
Mel iba a preguntar el significado de este último comentario pero Percebal siguió hablando, distante.
-¿Sabes qué decían de ella? -Percebal miró a su amiga con una sonrisa y las cejas alzadas- Que era inteligente... ilusionada... trabajadora... emprendedora... creativa... atractiva... y obsesionada con un mito estúpido inexistente comparable al de Papá Noël... tiene merecido el apodo... ¡la sacerdotisa del desierto, jeje! ¡Tiene chispa y todo: podría unirse a un circo como pitonisa!
Los ojos azules de Mel parpadearon. Se había dejado llevar en el baño de acertados adjetivos y ahora estaba atascada por la incredulidad de su compañero... y por su petulancia.
-Percie, Janice es mi socia desde hace un año y mi mejor amiga, y no creo que tengas razones para hablar así de ella, ni siquiera la conoces.
-Oh, ¡he llegado a conocerla, créeme!
Mel ignoró el nuevo y desconcertante comentario.
-Pero eso no es cierto. Los pergaminos de Xena existen.
-Ya, ¿y quién lo dice? Eso sólo son rumores del Reich y tonterías de Hans.
-Yo lo digo.
Maxwell se quedó callado, su rostro serio e incomodado sobre Melinda Pappas.
-¿Y eso? -el inglés pelirrojo preguntó desconfiado-
-Porque yo estaba allí cuando los encontró -Mel enrojeció ligeramente- aunque, en realidad, lo que se dice encontrarlos, lo hice yo.
-¿Ah, sí, Melinda? ¿De veras existen? Y dime, ¿entonces por qué no lo habéis publicado?
Mel comenzó a mostrar su molestia.
-No es el momento adecuado. El mundo no está preparado...
-¿Para qué? ¿Para qué no está preparado el mundo? -Percebal se acercó a ella, sus ojos echando fuego- Echa un vistazo a tu alrededor, Melinda, y dime para qué no estamos preparados: todos estamos con la porquería hasta la garganta, y si no la limpia esta guerra no sé lo qué lo hará.
-¿De qué estás hablando?
-¿Hay algo que el mundo no haya visto, queda algo por lo que no sintamos asco o vergüenza? -Maxwell sabía que sus propias palabras no hablaban de hechos de guerra, sino de sus sentimientos hacia cierta arqueóloga rubia- Da igual lo que digan esos pergaminos, créeme, nadie va a asustarse, porque ya estamos acostumbrados a que este planeta sea una letrina putrefacta.
-Queda algo, Percie. Queda la guerra. Los nazis, y tantos otros que quieren convertir esa letrina de la que tú hablas en algo aún peor, en un cementerio gigante.
El silencio se hizo, y la situación se llenó de visiones de muerte y sangre que cualquiera que hubiese viajado por el viejo continente en aquel año habría llevado consigo para siempre. Ambos las tenían. Pero ambos las veían de formas diferentes.
-Oí que Covington fue detenida en París -Percebal comenzó tras un rato, suavemente-
-Sí. Lo fue -Mel tragó saliva ante la dureza del recuerdo-
-¿Por qué?
-¿Por qué...? Pues por luchar con los aliados, por ayudar a la gente, por querer detener a los nazis... no sé, ¡¿por qué te quieren matar en una guerra?! -y con esto Mel rompió en sollozos ahogados-
-Mel, tranquila. Querida, ¿he dicho algo que te ha molestado?
Percebal Maxwell, el gran empresario inglés, aliviado por la tortura ejercida sobre Melinda Pappas con sus exageradas historias de la universitaria Covington, decidió cambiar de actitud, y tratar de ser "el bueno". Tratar de conseguir a Mel, más allá de lo que Covington hubiese podido obtener de ella. Más allá de eso. La haría feliz, sólo eso. Y entonces ella cumpliría sus fantasías. Las de él. Si le pedía que se casara con él, la sacaría de su sufrimiento con la maldita saqueadora de tumbas. Sería limpiar el nombre de su familia, todo lo que los demás esperaban de ella. Y un buen partido dada la fortuna de los Pappas. Decidido.
-Shhhh... Mel, querida, lo siento -el pelirrojo posó una mano sobre las de Melinda- Lo siento. Seguro que debes de haber pasado por cosas horribles durante la guerra.
-Oh, ¡déjame, Percie! Yo... lo siento. ¡Tú no tienes por qué aguantar mis tonterías! -Mel dijo, con la culpabilidad de estar continuamente molestando a su amigo con sus penas-
-Como te dije en cierta ocasión muy similar a esta, si es algo que te duele, no es una tontería.
-Ya lo sé -Mel forzó una sonrisa amarga- Pero no lo puedo evitar.
-¿Todavía pensando en lo de estar sola? -al ver el asentimiento de Mel, Percebal bajó su tono de voz, intentando ser lo más claro posible, en cuanto al significado- ¿Cuántas veces voy a tener que decirte que eres maravillosa, eh?
Mel se deshizo de la mano pretendidamente consoladora de Percebal Maxwell y se levantó, dándole la espalda, el desierto infinito abriéndose ante sus ojos, el sol en el ecuador del cielo, iluminando el suelo. Allí dejó escapar aquellos pequeños sollozos reprimidos.
No sabía Maxwell que era miedo a la soledad, sí, pero no a una soledad en la que no tuviera una pareja a su lado, o una familia, o incluso amigos, o como él había dicho, personas que la considerasen bella. Era la soledad de no tener a Janice Covington. Ya podría tener a un ejército a sus pies: se seguiría sintiendo vacía sin la sacerdotisa del desierto...
Entonces sintió la mano de Percebal deslizándose por su espalda y todo pensamiento de amor se disipó en el aire, como... si nunca hubieran estado allí. Es difícil explicar por qué hay personas que pueden hacernos sentir que somos dueños del mundo, que con sólo su presencia podríamos conquistar todos los países y pueblos en nombre del amor, y otras que simplemente nos dejan heladas y pequeñas, reducidos a defectuosos seres humanos con un poco de asco hacia uno mismo. El caso es que esas cosas ocurren, y Mel se preguntó por qué su eterno amigo, o mejor dicho, el hijo de un viejo amigo de su padre, le causaba con tanta facilidad la segunda sensación.
La distante traductora sintió una respiración lenta y caliente en su oído.
-Cásate conmigo.
Mel no supo qué era peor: que las piernas le temblaran o que la voz la abandonara. Su cerebro trataba de dar sentido a las palabras, de asimilarlas y comprenderlas, pero era incapaz de creer lo que oía.
-Te lo daré todo, Mel. Cásate conmigo -Percebal repitió girándola para que lo encarase- ¿Qué me dices?
-Yo... -la voz temblorosa de Mel se recuperaba poco a poco- No... quiero decir... necesito...
-¿Pensarlo? Bueno, pequeña, no voy a ir a ninguna parte en unos cuantos días. Tienes tiempo para pensarlo... tenemos -Percebal corrigió-
Con sus manos paliduchas, el inglés pelirrojo acarició el rostro de Mel y le dio un beso en la frente. Se alejó sonriente agitando su mano, convencido de que aquel gesto tierno la había dejado atontada. Una buena táctica a la que ninguna Janice Covington podría responder: ¡esto era la guerra!
Los estómagos llenos de los descansados excavadores escuchaban atentos las indicaciones de la jefaza: una Janice Covington subida a una silla que con su eterno sombrero y la camisa remangada pegaba gritos a un lado y a otro, mandando, recomendando, rogando y asegurando. Con dos palmadas y un agradecimiento por la rapidez del traslado desde Keops, Janice se bajó de la silla y sus vasallos rompieron filas.
Lo primero que hizo Janice en cuanto bajó de su improvisado palco, fue buscar a su colega.
-¡Mel... Mel, espera!
Con una carrera apresurada, Covington estuvo al lado de su compañera jadeando por el calor y el esfuerzo. No me acostumbro a verla en traje de faena, Janice recorrió con la mirada el atuendo aventurero de su amiga. Sonrió para sus adentros cuando recordó cómo Xena había rasgado su falda para poder luchar contra Ares en aquella primera vez. Quizá Mel no quería que la historia se repitiese.
Cuando Mel se giró para encarar a Janice, parecía la persona más feliz del mundo. Sus manos entrelazadas por delante de su cintura, y la sonrisa más luminosa de la tierra. Pero algo fallaba.
-Me gustaría enseñarte algo -Janice tocó suavemente el antebrazo de Mel- Ahora -pidió con un susurro-
En ese momento, con su Janice Covington tocándola, con el atardecer comenzando a hacer acto de presencia en uno de los lugares más bellos del mundo, la morena traductora se sintió la persona más desdichada del mundo. Debía decirle a Janice la decisión que había tomado, y cuanto antes mejor. Iba a ser la señora de Percebal Maxwell. Tan sencillo como eso. La vida no le había ofrecido más, únicamente enseñarle las puertas del paraíso y luego cerrárselas en las narices: eso había sido la noche anterior. Por su mente pasó el destello de una Janice durmiendo en su cama y todo su cuerpo tembló de dolor. Así que, si la vida quería eso, ella no iba a pedir más. A cumplir con el deber. Pero debía decírselo a Janice, al fin y al cabo, seguían siendo amigas.
-¿Mel? ¿Meee-eeel? ¿Estás ahí?
-¿Qué?
-Te he dicho hace un buen rato que quiero enseñarte una cosa... pero has pasado de mí...
-No, no. Sólo pensaba. Y bien, ¿qué es eso que tiene que enseñarme, doctora?
Mel se maldijo cuando inconscientemente ofreció un brazo para que Janice la guiara. Pero la maldición aumentó cuando Janice lo aceptó con una encantadora sonrisa.
Mejor en otro momento. Este no era precisamente el más adecuado para decirle a Janice que iba a casarse con otro... con Percie. No cuando tenía una de aquellas sonrisas.
Mel Pappas y Janice Covington caminaban una junto a la otra sobre el árido terreno de lo que una vez fue una de las ciudades más prósperas y antiguas de Egipto. De hecho, fue la ciudad donde se fundó Egipto.
Melinda agarraba disimuladamente la mano de Janice, aún colocada bajo su brazo, casi a la altura de su pecho. Era tranquilizador tenerla entre sus manos. Pero cosas más turbadoras aparecieron en su mente.
-Jan. Janice. -Mel se corrigió cuando vio a Covington desviar su vista del paisaje para encararla bruscamente-
-¿Me has llamado Jan, o sólo has balbuceado? -la arqueóloga dijo con la estupefacción de la que no se sabe decir si es enojo o alegría-
-Bueno -Mel enrojeció- Te llamé Jan, pero...
-¿Pero... qué? -Janice dijo rudamente-
Al observar cierta tristeza en los ojos de su amiga, Janice supo que una vez más su carácter fuerte había hecho que sus palabras fueran malinterpretadas. Recordó las líneas de su diario, y sonrió ampliamente, desenfadada, hacia el paisaje:
-Jan -dijo en un suspiro- ¡Me gusta! ¡Creo que me gusta mucho!
Janice no se giró para ver la reacción de su colega pero notó cómo los brazos que sujetaban su mano se relajaron.
-Pues bien, Mel... ¿qué me ibas a decir?
-Es una pregunta personal. No sé si... ¡mejor olvídalo! -Mel liberó la mano de su compañera-
-¡Eh! Tú puedes preguntarme lo que quieras, ya lo sabes.
-¿Cuántos amantes has tenido?
La rapidez de Mel fue tal, que a Janice le pareció incluso que había ignorado su último comentario. De hecho, la había pisado en la última palabra. Aquella pregunta sí que la pilló por sorpresa, estaba esperando algo como "¿por qué no me dejas marcharme de tu lado y vivir mi vida, doctora egoísta?". No. Mel quizá pensase eso, pero su naturaleza era demasiado noble como para decirle algo así.
Y esta pregunta... era, por lo menos, extraña.
-¿Puedo saber por qué? -Janice dijo en el límite de la seriedad y la comicidad-
-Simple curiosidad -Mel miró al cielo- Desde que te conozco, no te he visto con nadie. Y... me pregunto porqué.
Porque si no eres tú, no quiero a nadie más, la mente de Janice contestó automáticamente. Aunque esa frase fue descartada como posible respuesta unos segundos después, claro.
-Yo tampoco te he visto con nadie -Janice atacó- Bueno, a no ser con ese... Maxwell.
Mel sintió la punzada estrujándole el corazón. Eso sí que dolió.
-Y en respuesta a tu pregunta -Janice se sintio responsable de la situación ante el silencio de Mel- No sé el número exacto de amantes que he tenido. Nunca me he parado a pensar en eso como en un "conjunto". Quiero decir, que nunca los he contado ni ordenado por peso, estatura, ¡o si tienen pelos en la lengua!
Cuando Mel rió sonoramente, Janice se sintió aliviada por haber conseguido suavizar el ambiente con aquel chiste barato.
-¡Hey, no te rías, hay gente que hace esas clasificaciones! -Janice protestó fingiendo indignación-
La risa de Mel aumentó y el mundo pareció volverse mejor con aquello. Claro que toda alegría tiene su baño de tristeza después.
-No. Ahora en serio, Janice. Por ejemplo... -Mel fingió que no había premeditado la pregunta- Hans y tú...
-¿Qué? ¿Qué si fuimos novios? ¿Qué si nos acostamos?
-Sí... -Mel bajó la cabeza avergonzada por su propia ansia de saber, de pedirle explicaciones a Janice por su pasado, algo que ni siquiera tenía derecho a hacer-
-Sí, Mel, lo fuimos. Pero hace mucho tiempo. Y además, no me resulta agradable acordarme de aquello porque le causé mucho daño. Lo único que sentía por él era agradecimiento, no amor. Puede que ni siquiera deseo. Lo que hay, y lo que hubo entre nosotros es una profunda amistad, y un gran respeto. Nunca debí permitir que fuera nada más.
Mel alzó la vista para contemplar a la distraída Covington, la traductora sorprendida en extremo por la repentina apertura de su cerrada compañera.
-¿Agradecimiento? -Mel preguntó con el ceño fruncido- ¿Cómo Xena y Hércules?
-¿Qué?
Ante el nombramiento de la Princesa Guerrera Janice se encendió, tratando de encontrar el significado.
-Xena... -Mel explicó- ¿No te acuerdas? Hércules la redimió, y ella, bueno, ya sabes. No creo que lo que Xena sintió hacia Hércules fuese amor. Sino agradecimiento.
-¿Por qué crees eso? -Janice se quedó intrigada-
Mel sonrió débilmente.
-Sólo es una opinión. Pero, supongo que si Xena hubiese estado realmente enamorada de Hércules se habría quedado con él. Quiero decir, ¿habría algo más perfecto que dos héroes, de igual fuerza y decisión, luchando por el Bien Supremo y teniendo fuertes y sanos niños que a su vez crecieran para luchar y continuar el ciclo? No. Pero Xena decidió que aquel no era su lugar.
-¿Y por qué crees que lo hizo?
Mel sonrió amplísimamente, sin poder evitarlo.
-Porque tenía que encontrar a Gabrielle, claro.
La traductora oyó un bufido cómico a su lado.
-¿Y Gabrielle era mejor partido que Hércules? -Janice preguntó divertida-
-Sí. Supongo. Porque lo que es igual, aburre.
-¿Cómo?
-Que las parejas iguales, son estúpidas. Las personas con gustos parecidos, formas de comportarse idénticas... son gente aburrida, defraudada. Puedes salir a la calle y ver muchas de esas parejas, que a lo mejor llevan 40 años casadas, y son tristes y amargos. La diferencia, y la diversidad, es lo que hace el mundo divertido, doctora -Mel se empujó el puente de sus gafas hacia arriba como toque final-
-¿Los polos opuestos se atraen, eh? -Janice sonreía chispeante, muy cómoda en el rumbo que estaba tomando la conversación. Pero en ese instante, Janice se dio cuenta de algo y se paró en seco- ¡Un momento! ¡¿Por qué hemos estado hablando de Xena y Gabrielle como amantes?!
Su voz se quebró no porque aquello la escandalizara o le pareciese extraño, sino porque la idea de que sus vidas pudieran ser parecidas, aunque fuese sólo un poco, a las de sus viejas antecesoras, hacía que Janice Covington se imaginase a su propia Princesa Traductora. Las piernas le temblaron cuando vio una segura sonrisa en el rostro de Melinda Pappas, que no era muy habitual, precisamente.
-¿Quién ha hablado de amantes? -Mel reía desempeñando el papel controlador- Sólo almas gemelas, doctora, sólo almas gemelas...
Janice se sintió a sí misma enrojeciendo, cosa que no le había pasado en mucho tiempo.
Quiso abrir la boca para decir algo, pero la voz no le salió. Melinda se adelantó ligeramente por delante de ella, divisando ya lo que intuía como lo que Janice quería enseñarle.
-Ay, madre... -fue todo lo que Mel pudo decir-
-Estuvieron aquí, Mel. Puedo sentirlo. Sé que estuvieron.
-¿Por qué iban a alejarse tanto de Grecia?
-No lo sé. Todo está muy confuso ahora. Seguimos sin lograr descifrar qué pasó tras la crucifixión ordenada por César.
-Me resulta extraño que no haya nada documentado sobre eso... coincidiendo justo con el asesinato de César. No sé. Es extraño.
-Probablemente, si había algo, fue destruido. Pero todo lo que podamos teorizar no es nada comparado con lo que podemos descubrir con pruebas y artefactos, ¿no crees?
Del santuario que dominaba toda la ciudad de Hierakómpolis quedaba más bien poco. El primer templo conocido de Egipto era ahora nada más que un rastro vago del pasado. Sólo quedaban grandes agujeros en el suelo de unos dos metros de profundidad, lo que habían dejado las columnas. Janice y Mel contemplaron las ruinas.
-¿Qué te hace pensar eso? -Mel preguntó sin apartar la vista-
-¿Lo qué?
-Que estuvieron aquí. Que realmente Gabrielle y Xena estuvieron aquí.
-Estuvo todo el rato delante de nuestras narices y no me di cuenta -Janice suspiró-
-¿Qué?
La arqueóloga volteó con sus manos en la cintura, observando a los trabajadores trabajando en el resto de las ruinas de la ciudad.
-¿Recuerdas los jeroglíficos de la pirámide? -Janice encaró a su compañera-
Mel asintió y la arqueóloga frente a ella tomó una expresión de confidencialidad, pero con aquel brillo en los ojos que indicaba que el fuego por la aventura comenzaba a crecer. Y era contagioso.
-En 1898 -Janice comenzó muy despacio- se descubrió en este yacimiento una paleta ceremonial de pizarra que contenía ¡exactamente los mismos jeroglíficos que vimos en la pirámide! No tiene las mismas indicaciones sobre las dos mujeres o el chakram, pero sospecho que todo eso no era más que una pista -Janice brilló con el entusiasmo aunque trataba de esconderlo tras una capa de precaución-
-¿Una pista para qué? -Mel comenzó a sentirse igual de absorta en el descubrimiento-
-¡La fundación de Egipto, Mel, el amanecer de una de las civilizaciones más grandes de la Historia!
-¿Y Xena y Gabrielle formaron parte de él?
-¡Sí!
-¿Pero... cómo...? ¿Cómo pudieron hacer coincidir... todas esas civilizaciones que visitaron... y Cleopatra... carece de sentido... quizá nos hemos equivocado en algo de los pergaminos?
Janice negó con la cabeza y agarró a su amiga por los hombros.
-No, Mel, no nos hemos equivocado. Todo está perfecto -Janice miró a su alrededor, como pretendiendo no ser oída por nadie- Lo único que pide de nosotras es un poco de...
-¿Fe? -Mel terminó-
-Iba a decir -Janice sonrió ligeramente- trabajo. Pero supongo que la fe también vale.
Mel se percató en ese momento de que de nuevo la mano de Janice estaba entrelazada entre las suyas. La facilidad con la que estos gestos comenzaban a producirse había aumentado últimamente, si bien cuando conoció a la arqueóloga el contacto físico había sido muy violento: Janice tenía que sujetarla donde quiera que iban, tras el incidente de Xena entrando su cuerpo. Literalmente, se había quedado destrozado como si hubiese estado lanzando chakrams toda su vida.
-¡¡Doctora!! ¡¡¡¡Doctora Covingtooon!!!!
Gritos comenzaron a salir de todas partes del campamento. Janice, al oír su nombre, soltó la mano de Mel y corrió hacia el foco de la llamada. Mel trató de seguirla tan rápido como pudo.
-¿Qué pasa? -preguntó Janice abriéndose paso entre una multitud de excavadores curiosos-
Janice encontró a un entusiasmado Hans Harrer palmeando el hombro de su compañero Maxwell, mientras felicitaba a Olin, el rudo excavador egipcio que había gritado su nombre.
-Mire que encontrar nosotros, doctora.
Janice se congeló. Vio la alta figura de Mel Pappas, colapsando en el suelo, a su lado. En condiciones distintas, hubiera corrido a ayudarla a incorporarse, pero ahora ni ella misma se fiaba de la efectividad de sus piernas. Frente a ellas, en el suelo, una superficie metálica se extendía, brillante y plateada. Sólo unos cinco metros estaban descubiertos, pero se podía advertir que sus dimensiones reales abarcaban muchísimo más terreno. Janice contempló inscripciones extrañas, símbolos que no reconocía, grabados sobre la superficie.
Esto era grande. Esto era muy grande.
Así que Janice Covington cayó de rodillas al lado de Mel Pappas, con la boca abierta, la sonrisa a flor de piel y pensando que, definitivamente, si esto no les reportaba una buena financiación para la próxima excavación, entonces nada lo haría. A su lado, la arqueóloga escuchó un comentario sureño que la hizo desternillarse.
-¡Ay, madre!
Capítulo IX: La Hija Pródiga
"De nada le sirve al hombre lamentarse de los tiempos en que vive, pero siempre le es posible mejorarlos"
-Thomas Carlyle
La oscuridad la mató, prácticamente, cuando el recuerdo de cómo ésta se había apoderado de su cuerpo y su mente, la acechó. Recordó la sangre sobre el pecho de ella, cómo el momento de luz se había bañado de sombras negras y alargadas. Ahora que caminaba por largos pasillos estrechos, pasando estancias de luminosidad, le parecía estar aún más cerca de la oscuridad. Y eso que iba a verla... a ella.
-Hemos llegado.
El guardia, uno de aquellos que quizá había pateado en el templo de Horus, le quitó la venda de los ojos mientras anunciaba el fin del trayecto.
-Buena suerte -dijo con algo más que ironía-
El joven se retiró, perdiéndose en la penumbra del estrecho pasillo. Xena miró al foco de luz, y suspiró. Con un paso firme se internó en la estancia.
La luz que emanaba de las paredes era tan intensa que sus ojos tuvieron que entrecerrarse, puesto que habiendo insistido Narmer en vendárselos, ni había podido negarse, ni tampoco conocer el camino. Sabía que estaban bajo la ciudad, y habían caminado largos kilómetros, incluso. Ahora todo lo que sus ojos buscaban en aquella ceguera intensa era pelo rubio y ojos verdes.
Así que, con su mano protegiendo la vista de la intensa luz de la estancia, comenzó a ser consciente del ambiente. Del zumbido atronador que la envolvía. De un ser vivo gimiendo al fondo.
De un ser vivo, no. De algo. Porque aquella cosa que se retorcía y vibraba, con enormes membranas y una forma nauseabunda, no parecía un ser vivo. Al menos no uno completo, todavía.
Trató de ignorar la presencia demoníaca de aquella cosa y recorrió la habitación. Más puertas que darían a más pasillos con más habitáculos, quizá.
Y entonces, en una parte alejada de la estancia, la verdadera luz se alzó entre la falsa.
-¿Gabrielle?
Xena, temerosa de que aquella visión fuese sólo un fantasma, llamó con toda la dulzura que su voz pudo mostrar.
-Gabrielle...
Gabrielle estaba envuelta en una larga túnica blanca, su cabello rubio ondeando sobre sus hombros... Xena tomó conciencia de que estaba más largo de cuando la habían apartado de su lado. Pero eso era imposible en tan poco tiempo. Gabrielle tenía una especie de punzón en su mano, y parecía absorbida en la tarea de grabar algo sobre la superficie de la pared. Xena avanzó un poco más hacia ella.
-Gabrielle, ¿me oyes?
No obtuvo respuesta y entonces se decidió a acercarse hasta poder estar a un paso de ella. Podía oír su respiración constante, su decisión en cada arañazo que hacía sobre la superficie metálica y luminosa de la pared. Xena cerró los ojos ante la visión de un hombro desnudo en movimiento. Era estupendo tenerla de vuelta, poder verla, poder oír cómo respiraba.
-¿Gabrielle?
Una mano temblorosa se alzó para tocar la superficie más helada de lo normal de un perfecto hombro. Xena sintió la piel bajo su mano contrayéndose ante su tacto, y con un movimiento ligero hizo girar a la bardo para encararla.
Gabrielle tenía en su cara una expresión lejana, pero sonreía un poco, como si ese fuese el estado permanente de su rostro. Simplemente se quedó allí mirando a Xena, sin decir ni preguntar nada, ni quitar sus ojos de ella. Xena se preguntó a qué estaba jugando, ¿no se daba cuenta de que estaba muriéndose de ganas por abrazarla? Hacía un día, prácticamente, la había visto morir, con el pecho ensangrentado. Ahora la tenía en una estancia luminosa, viva y sonriente, y ni siquiera respondía ante su nombre.
Gabrielle entonces pareció darse cuenta de algo. Su expresión cambió, de repente pareció asustada, aterrorizada. Bajó la cabeza y se miró a sí misma, el punzón en su mano, la otra desnuda. Luego volvió a mirar bruscamente a Xena con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados, buscando una respuesta en la mirada azul. Pero no la encontró. La bardo alzó una mano para acariciar la mejilla de Xena. Después su otra mano recorrió el cuerpo de la guerrera sin ningún tipo de pudor aparente. Pasó por entre sus pechos, por su estómago, por sus muslos, por sus piernas... su espalda. Siempre por encima de la túnica de Xena. Gabrielle parecía estar buscando algo. Algo que le pertenecía. A ella. No a Xena.
Giró alrededor de la guerrera, alzándole los brazos, mirando tras su cabello. Durante toda la inspección Xena fue incapaz de mover un sólo músculo, tensados también cada vez que Gabrielle tocaba con su mano alguna parte de su cuerpo. Xena pensó que quizá estaba revisando si estaba herida, pero esa idea fue descartada cuando Gabrielle volvió a encararla y levantándole el rostro con ambas manos, le preguntó:
-¿Quién eres?
En ese instante el rostro de Xena quedó roto de dolor. Sus ojos comenzaron a fabricar líquido salado y su garganta se quedó seca, confinando su voz. Debía tener una expresión horrible por la forma en que Gabrielle la miró, incapaz de decir la disculpa en alto pero manifestándola con manos alzadas rogándole a la guerrera no llorar. Gabrielle volvió a coger su rostro, acariciándolo con sus pulgares esta vez, y miró en un azul profundo.
-Perdóname -dijo con voz quebrada- Seas quien seas, y fuéramos lo que fuéramos en el pasado, perdóname por no recordarte.
Y con los destellos traidores de las primeras lágrimas queriendo salir de sus ojos, Gabrielle se giró cara la pared y siguió con lo que estaba haciendo, clavando el punzón en la pared para escribir una nueva letra. Xena podía oír los sollozos de su amiga comenzando a ser incontrolables.
La guerrera fue incapaz de moverse. En vez de eso, sólo pudo apenas articular una inocente palabra buscando consuelo.
-¿Gabrielle...? -Xena susurró-
-¡No! -Gabrielle tiró el punzón al suelo y encaró a Xena con rabia en los ojos, pero no rabia dirigida a la guerrera- ¡No importa quién fueras, no importa! -gritó con lágrimas entrelazadas en palabras-
-Gabrielle, ¿qué...?
-¡Deja de decirlo! -Gabrielle dio unos cuantos pasos sin rumbo, su mano sobre su frente, su rostro desesperado- ¿Ese es mi nombre, no? ¡Deja de decirlo!
-¿Por qué? -Xena pudo oír el llanto en su propia voz-
Gabrielle se paró en seco y con el alma rota, miró en ojos azules demasiado familiares.
-Porque me duele, me duele cada vez que lo dices...
La joven pareció tomar fuerzas en ese instante, y con un gran suspiro, trató de sacarse las lágrimas y recogió su punzón.
-Vete -dijo fríamente-
-¿Qué?
-Vete. Vete antes de que te hagan daño. O de que yo te lo haga.
Xena buscó en su mente una salida, una puerta que abrir ante el abismo. Se colocó rápida al lado de la bardo, tratando así de que le viera el rostro.
-¿No me recuerdas? Soy yo. Soy Xena.
-¡He dicho que no lo digas! ¡No digas tu nombre!
Gabrielle colapsó en el suelo, sollozando, gritando, y si Xena oía bien, rezando en una lengua extraña. Que no la recordara le había roto el corazón. Verla así, la mataba.
-¿Qué te ocurre? -Xena se sentó a su lado, de rodillas, queriendo atraerla hacia sus brazos, pero sólo alcanzando a tocarla de nuevo en un hombro- ¿Qué te ocurre? -volvió a demandar-
Para sorpresa de la guerrera, la bardo se abalanzó a sus brazos y sollozó en la melena azabache.
-No sé quién soy... -Gabrielle repetía- No sé quién soy...
Xena devolvió el abrazo lo mejor que pudo, atrayéndola con toda su fuerza, deseando fundirla consigo misma, musitando palabras de consuelo que podían no tener sentido, pero sí algún efecto.
-Sí lo sabes -una voz profunda clamó desde una de las compuertas de la estancia-
Xena alzó la cabeza con rabia, sin dejar que Gabrielle levantara la vista. Sólo vio a un simple anciano de aspecto centenrio. Su pelo había desaparecido y la piel le colgaba libremente de los marcados huesos. Apareció cubierto con una túnica negra, apoyado en un pequeño bastón de cerámica blanca.
-Eres la Elegida -el viejo sonrió-
Xena apartó con delicadeza a Gabrielle. Se levantó para encarar firmemente al anciano.
-De acuerdo -dijo- He tenido paciencia hasta ahora pero definitivamente esto es la gota que ha colmado el vaso -Xena indicó con su cabeza la Gabrielle dolida del suelo- Estoy agotada, exhausta, y aburrida -la guerrera indicó con sinceridad amenazante- Lo último que va a ser Gabrielle es una Elegida de vuestros dioses... no queremos nada con ellos.
Xena parecía querer continuar pero fue cortada por la sublime tranquilidad del anciano.
-Xena -dijo el hombre- busca la herida de Gabrielle.
Xena frunció el ceño y miró a la bardo que trataba de incorporarse. Xena tomó su mano para ayudarla, y con la mirada concentrada tocó suavemente el pecho de su amiga. Gabrielle notó la mano temblorosa de Xena cuando no dio con lo que esperaba encontrar. La guerrera miró a los ojos de su amiga, pidiendo permiso para continuar, y cuando no vio ni una censura ni una permisión, se aventuró a continuar apartando ligeramente la túnica. Xena retiró la tela lo suficiente como para poder ver el comienzo de los pechos de Gabrielle, pero allí no había nada. Ni una cicatriz, ni una marca, ni un rasguño sobre la piel. Todo su cuerpo se estremeció.
Xena no supo hacer otra cosa más que mirar al anciano.
-¿Cómo...?
El viejo sonrió seguro.
Miró a Gabrielle, que tenía surcos rojos de lágrimas marcados en las mejillas.
Xena no supo descifrar ni siquiera qué idioma era el que hablaban. El anciano dijo algo que hizo sonreír a Gabrielle, y sin ella le contestó en esa lengua extraña, como asintiendo, regresando a su tarea en la pared.
Xena se dirigía a evadirla de eso, pero el viejo alzó una mano y luego su dedo índice trazó una negación en el aire.
-Princesa Guerrera -dijo- quiero mostrarte algo.
Xena miró de nuevo a Gabrielle antes de responder.
-No pienso dejarla sola -argumentó-
El anciano advirtió una sonrisa peculiar en Gabrielle al oír aquellas palabras.
-Te prometo, guerrera, que donde estamos ningún ser vivo se atrevería a hacer daño a la Elegida. Al contrario.
Una última sonrisa compartida y una mirada de admiración que Xena no había visto en Gabrielle desde hacía mucho tiempo fue lo último que bardo y guerrera compartieron, antes de que esta última se perdiera con el anciano por una de las compuertas y la rubia volviese a su tarea en la pared.
Xena caminaba casi arrastrada, molesta por tener que poner distancia entre ella y aquella desconocida Gabrielle, pero por otro lado, contenta de que por fin alguien estuviese dispuesta a contestar sus preguntas.
-¿Por qué no me recuerda? -fue lo primero que Xena dijo mientras caminaban-
-Porque los recuerdos de su vida, no son necesarios. Ocupan un espacio valioso. O los sentimientos, por ejemplo.
El anciano encaró a la mujer.
-Por cierto. Yo soy el sacerdote aquí.
¿Por qué este viejo enclenque que emanaba una sabiduría prudente no paraba de sonreír?
-Bien, sacerdote, ¿entonces para qué necesita Gabrielle todo ese "espacio valioso"? -Xena preguntó con su mejor ceja alzada y desconfiada-
-Oh... ahora lo verás.
Xena se dio cuenta de que habían estado caminando un largo rato. Y entonces fue cuando se dio cuenta de hasta qué punto un ruido atronador se había ido intensificando.
-¿Dónde estamos?
-Bajo el suelo. A mucha profundidad. En el corazón de la nave.
-¿Nave?
-Nave, guerrera. De las que surcan los cielos.
-¿Qué Hades...?
El sacerdote se paró en seco cuando la luz del fondo del tétrico pasillo se intensificó. No era una luz blanca y pura, como la de la estancia con la cosa viva... la cosa... Era una luz verde, artificial e impura, de alguna forma.
-¿Qué dirías, Xena, si todo lo que conocemos no fuese más que una farsa? ¿Si nuestras vidas no pertenecieran a un caprichoso juego de azar entre divinidades? Si fuésemos, en definitiva, parte de algo mucho más raro, grande y bello que un mundo de injusticia y despotismo... -el sacerdote miró a Xena buscando la comprensión. El hombre pensó que esos ojos azules eran una fiesta de estrellas y nebulosas- ¿Lo comprenderías, Xena? ¿Entenderías la belleza, la fragilidad y la función de nuestro universo?
Xena se dijo a sí misma que nunca había estado en una situación como aquella.
-Sí -dijo- Probablemente no entendería el alcance, pero supongo que en conjunto, yo sí puedo decir que sé vivir sin dioses...
-Claro -el viejo sonrió de nuevo- Tú, que incluso los has destronado...
Xena se sobresaltó.
-...que has vuelto de la muerte en varias ocasiones, que has dormido durante décadas, y que eres una leyenda viva... aunque muchos crean lo contrario -el viejo miró al frente, a la luz verde, pensativo- Creo que es por eso por lo que ella es la Elegida. Es especial, ¿no es cierto, Xena?
-Es lo mejor de mi vida -Xena susurró-
-Lo sé. Vamos, guerrera. Y por cierto, no te repitas en tus frases, ya sé que no es la primera vez que la dices...
Xena no quiso preguntar por miedo a la respuesta, aunque no sabía que era tan sencilla como que el sacerdote, simplemente, ya lo sabía. Al fin y al cabo, era sólo lo que veía.
La Matriz se removía en su capullo, clamando y retorciéndose. Xena la contempló estupefacta.
-Como dije, Xena, la función del universo es todavía más sublime de lo que podamos imaginar.
Xena observó la primera hilera de gigantescos guerreros caminar hacia el centro del núcleo. El capullo verde, cuatro o cinco veces más grande que el anterior, el de la sala donde había encontrado a Gabrielle, era una masa verde que irradiaba luz y misterio. En su interior se retorcía la Reina en un letargo milenario.
Esto ya no era una estancia, sino el núcleo de la nave. Grandes capas de escaleras y orificios en todas partes. ¿Qué altura tendría... 100, 200 medidas? Habría unos diez mil soldados allí, o lo que quiera que fueran. Todos parecían por lo menos eso, guerreros. Pero aquello no eran armaduras. Eran exoesqueletos. Una mancha negra pasó volando delante del sacerdote y Xena, que habían dado en salir por uno de los orificios, con un pequeño palco, muy cerca del techo, que les permitía observar el núcleo en su conjunto. Xena sintió su respiración acelerándose, igual que en una batalla. Por primera vez, un hecho, y no una persona, lograban conmoverla. Aunque descifrar lo que sintió cuando simplemente su mente descifró que lo que estaba contemplando no era de este mundo, era tarea imposible. Sólo sabía que ahora la Humanidad había dejado de estar sola en el Universo. Pero, como había dicho al sacerdote, no alcanzaba a entender el alcance de ello, todavía.
-Míralos. Preciosos y raros. Feos en sus formas, hermosos en su naturaleza.
-Son como... mantis... o insectos...
-Pero maravillosos.
-Un bicho de estos podría liquidarte en segundos.
-Podría... pero no lo hacen.
-¿Entonces, qué es lo que hacen?
-Esperan. Su mundo colapsó por su imprudencia. No piensan cometer el mismo error esta vez.
-No lo...
-Su Reina duerme en letargo. Lo que viste en la estancia donde se encontraba Gabrielle era su primogénito. El primero. Esta raza se compone de seres mucho más grandes y perfectos. No los soldados, ellos sólo son eso... obreros. Igual que las abejas de una colmena, sólo que son seres inferiores a los auténticos. A la Reina le ha costado 8000 años formarlo, y ella todavía no está completa.
-¿Y cuándo lo esté, qué harán...?
-Para cuando lo esté, nosotros ya habremos cometido errores irremediables y el aire que respiremos o el agua que bebamos será veneno para nuestros cuerpos y vida para los de ellos. Necesitan adaptarse a una selección natural antes de salir a la superficie.
-¿Selección?
-Aún sabemos poco de la naturaleza, Xena, pero todas las especies sobrevivimos a base de paciencia y constancia. Si hay algo que ellos tienen, es constancia, y para vivir en este mundo necesitan adaptarse a él, primero. Además, son demasiado nobles como para arrebatárnoslo. No, ellos no harían eso.
-Pero sí dejarán que nos matemos entre nosotros.
-No son quiénes para intervenir en eso.
-No dije que lo fueran. ¿Y qué tiene que ver Gabrielle en todo esto?
-Ella cumplirá su profecía.
-¿Por qué sospecho que lo que voy a oír no me va a gustar nada?
-Estos seres, Xena, esta civilización, esta raza es más racional y noble de lo que nosotros aspiramos a ser. Son conscientes de que para comprender y vivir en este planeta necesitan conocer y saberlo todo sobre él. Cuando el suyo fue destruido, un profeta vaticinó la venida a la Tierra y el encuentro con un nuevo Elegido, un humano, que daría esos conocimientos a su pueblo y los guiaría hacia la resurrección. Han pasado muchos milenios buscando a ese ser especial. Creyeron encontrarlo en mí, pero se equivocaron. Creyeron encontrarlo también en otra mujer. Y también se equivocaron. Ahora por fin lo han encontrado en Gabrielle.
-¿Y si también se equivocaran? Gabrielle no...
-Gabrielle posee capacidades que desconocía y que desconoce. La viste hablar conmigo en una lengua desconocida, porque ya ha sido sometida a prueba, y ya se le han transmitido y potenciado conocimientos superiores a los de cualquier mortal. Por eso necesita espacio en su mente, y por eso no te recuerda, ni lo que era.
-Me estás diciendo que le habéis lavado el cerebro...
-No. Cuida tus medidas, guerrera, porque de no ser por ellos, Gabrielle no estaría viva. Ni yo tampoco. Tengo otra cosa que mostrarte...
-¡¿Cuándo vamos a parar de dar paseos?!
-¡Irás con ella pronto! Ahora ven conmigo.
Xena y el sacerdote bajaron hasta el mismísimo centro del núcleo, donde el zumbido aterrador pero natural del capullo resultaba traumatizante para los oídos. Xena observó cómo aquellos "soldados" alienígenas que se cruzaban en su camino se apartaban inmediatamente, muchos de ellos se arrodillaban cuando el sacerdote y ella pasaban por delante. Xena comenzó a preguntarse si realmente estaba comprendiendo una sola palabra de todo aquello o sólo siguiendo un juego del que lo más que podía decir era que desconocía el final.
El juego continuó, cruel esta vez.
-Gabrielle murió. Cuando la trajeron, estaba desangrada, llamando por ti con sus últimas fuerzas. Uno de los soldados la cogió en brazos y la trajo volando hasta aquí. Al igual que hicieron conmigo.
Xena observó una especie de cápsula en el suelo. Tenía dos compuertas, y la forma y dimensión eran parecidas a las de un cuerpo humano. La visión de Gabrielle, muerta, siendo colocada ahí dentro la golpeó.
-Todas las células del cuerpo humano son regeneradas, sustituidas por otras nuevas.
La guerrera volteó hacia el sacerdote al oír aquello.
-Eso equivaldría a una especie de rejuvenecimiento.
-Sí, algo por el estilo...
-Por eso ella tiene el pelo más largo, la regeneración produce un exceso en células sanas.
El sacerdote frunció el ceño sorprendido.
-¿Cómo es que tienes tantos conocimientos de medicina?
Xena sonrió mirando al vacío.
-Siempre hay algún doctor en la casa -dijo-
Xena volvió su vista para contemplar el gran capullo latente, a sus pies la máquina de la resurrección.
-¿Cuántos años crees que tengo?
La mujer alzó una ceja, ahora conociendo más de una regla del juego, confiada en aquel terreno.
-No puedo asegurarlo con certeza, pero desde luego tú debes tener más de un milenio.
El sacerdote esbozó una sonrisa admiradora.
-Tres, para ser exactos.
-¿Y llevas tanto tiempo siendo... su guardián?
-Sí. Ellos me dan la vida, y yo los guío en ella. Aunque ahora, prácticamente no voy a hacer falta. Me conservarán por afecto... ahora tienen a Gabrielle.
-Eso ya lo veremos -afirmó Xena- Tengo una pregunta... ¿si fuiste una especie de alternativa al Elegido durante todo este tiempo, cómo es que logras recordar?
-Porque yo no tenía a nadie a quien amar. Sólo mi conocimiento, sólo el pensamiento, así que no necesitaron buscar más espacio en mi mente.
¿Alguien a quién amar?
-Además, ahora mismo la mente de Gabrielle funciona como una máquina colapsada de información e ideas. Está trabajando en sus conocimientos, revolviendo en su mente, para poder dárselo a ellos.
-¿Era lo que estaba grabando en la pared?
-La verdad, es que está haciendo un poco de todo. Creo que ha escrito desde uno de sus pergaminos sobre tus hazañas hasta una pequeña historia que le pedí que inventara, pasando por sus conocimientos de matemáticas o sus primeras conversaciones con los filósofos en Poteidaia.
-¿Te ha contado ella todo eso?
-Xena... creo que no lo comprendes. No es sólo la inteligencia o la capacidad. Gabrielle es oráculo, como yo. Es una profeta, aunque ella aún no lo sabe.
-¿Una profeta, eh? ¿Y de qué iba la historia inventada?
-De un pueblo muy parecido a este bajo el que estamos, de un profeta con un cayado y de 10 plagas asoladoras...
-Suena extraño para una historia de Gabrielle.
-No es una historia. Es sólo lo que vemos. Como te he dicho, ella tiene muchos talentos ocultos.
-Yo también tengo muchas habilidades... y agradezco todo lo que ellos han hecho por ella, pero esto no puede ser. No puedo permitirlo. Voy a llevarla conmigo.
-¿Y si ella opone resistencia?
-No lo hará.
Xena comenzó a caminar decidida hacia la superficie del núcleo, sin prestar atención a que también ante ella se arrodillaban los soldados alienígenas.
-¡¿Cómo estás tan segura, Xena, cómo sabes que este no es su destino?! -el sacerdote gritaba tras ella-
Xena ya no estaba al alcance del oído del anciano milenario, pero metiéndose en el orificio que la llevaría de nuevo hasta Gabrielle, gritó su respuesta.
-Porque su destino soy yo.
Capítulo X: Sagradas Escrituras
"Las religiones, como las luciérnagas, necesitan de oscuridad para brillar"
-Arthur Schopenhauer
-¿Janice?
-Queeeee...
-¿Esto no te suena de nada?
-¿Mmm?
-No es la primera vez que estamos en una situación como esta.
-Nooo, no lo es.
-¿Y recuerdas cómo acabamos la última vez?
-Lo recuerdo perfectamente, tesoro. En especial, recuerdo el estado final de tu falda.
-Muy graciosa, doctora.
-Siempre lo soy contigo, ¿no, Mel?
Mel no quería hacerlo, quería retenerse, mostrarse como una chica grande que no tenía miedo de nada. Pero entre sus piernas tambaleándose y la oportunidad de un nuevo roce con Janice Covington, iba pegada a la espalda de la arqueóloga como una lapa. De hecho, la comitiva formada por Covington, en primer lugar, seguida de la propia Melinda, Percebal Maxwell, Hans Harrer, y el bronceado Olin, iban pegados los unos a los otros como niños pequeños tomados de la mano en una excursión escolar. En especial, el musculoso obrero egipcio de aspecto obtusamente masculino iba girando su cabeza hacia atrás a cada paso que daba, procurando que sobre sus hombros no cayese una mano esquelética o que una trampa maligna lo quisiese tragar desde el suelo.
Janice portaba la antorcha en su mano con la especial delicadeza que había aprendido en sus aventuras anteriores. Es decir, moverla bruscamente de vez en cuando por si los murciélagos y pasarla de una mano a otra con sutil elegancia. Ese movimiento en especial se lo debía a sus encuentros con Henry Jones Jr, Indy para los amigos...
Se encontraban caminando por un largo y estrecho pasillo oscuro. No había luz al fondo. Cada vez se alejaban más de la salida, llevaban recorridos cientos de metros. La noche había caído tras estar toda la tarde tratando de desenterrar la gigantesca superficie que se habían encontrado. No habían podido determinar de qué metal estaba hecha. Ni tampoco la naturaleza de las inscripciones.
La escasa luz de la salida se debilitaba, cada vez más.
Olin agitaba su propia antorcha mientras miraba el débil foco a lo lejos con desesperación.
Janice se paró en seco, con lo cual, el ferrocarril humano se vio aplastado contra la inmóvil doctora. Mel se llevó la peor parte. Aún se podían oír las quejas de todos, cuanto Covington los silenció con rudeza.
-¡Shh! ¿No oís algo?
El grupo se quedó en silenciosa contemplación. Nadie hubiera podido articular palabras, de todas formas.
-¿Abejas? -dijo Maxwell-
Janice soltó un suspiro gracioso, sólo eso.
-Sea lo que sea suena como una especie de zumbido -apuntó Harrer-
-Oscuridad mucha, ruido mal presagio para tumba faraón...
-¿De veras crees que esto es la tumba de un faraón, Olin? -Covington refunfuñó-
Nadie se atrevió a discutir con Janice. Siguieron caminando, y Mel podía jurar que los tres hombres tras ella estaban descansando todo su peso sobre su cuerpo.
Al cabo de unos minutos, Olin, con algo más que miedo, apuntó que la luz de la salida había desaparecido por completo. Más de uno sintió la necesidad de echar a correr.
Janice volvió a detenerse de repente. El brazo libre se alzó.
-Que nadie se mueva -susurró- Hans, tú ven conmigo. Mel y los demás, quedaos aquí.
-Janice, ¿qué..?
-He dicho... que te quedes aquí, Mel.
Hans se adelantó con una mano en su revólver. Janice y él entraron en la profundidad de la sala oscura, llevándose por delante las telas de araña.
La antorcha de Janice apenas iluminaba, pero no fue difícil deducir que aquel sitio era muy grande.
-Escucha, es el zumbido -Harrer se paró-
-Aquí parece un poco más intenso, pero sigue sin provenir de esta sala -dijo Janice-
La arqueóloga alcanzó la antorcha a su compañero y ni corta ni perezosa se agachó pegando la oreja al suelo.
-¿Qué estás haciendo? -preguntó Harrer totalmente sorprendido-
-Shh... -Janice se concentraba-
La joven se irguió con rapidez, y de rodillas proclamó a su acompañante:
-¡Viene de abajo!
Hans se sobresaltó un poco.
-¿Del suelo? ¿Bajo tierra... más abajo?
-Eso parece.
Janice se levantó tomando la antorcha de manos de Harrer.
-¿Y qué se supone que es, doctora?
La irritante voz de Percebal Maxwell salió de algún punto en la oscuridad. Por una razón superior a ella, Covington prefirió ignorar la pregunta.
Janice trató de deslizarse con suavidad por la negrura. Llevó la antorcha de un lado a otro tratando de divisar lo que tenía delante con la suficiente claridad como para avanzar.
-¡Metal mucho bueno, eh, doctora!
-¡Aaaah! ¡¡Olin, joder!! ¿No te dije que te quedaras con Mel? ¡Me has dado un susto de muerte, maldita sea!
El pobre Olin se quedó allí, aguantando su antorcha y señalando débilmente con su dedo índice a una Melinda Pappas que susurraba sus arcaicas expresiones mientras escudriñaba con sus manos cada rincón de la pared llena de símbolos, que parecían haber sido esculpidos toscamente sobre la superficie.
-¿Pero qué coño...? -Janice frunció el ceño- ¡Creo recordar que te mandé quedarte en la entrada!
-¡Pero mira esto Janice... es griego antiguo! ¿¡Y qué me dices de la caligrafía!? ¡¡Es Gabrielle, Jan, es nuestra Gabrielle!!
Janice Covington se avalanzó prácticamente sobre su colega, recorriendo con sus dedos las marcas en la pared.
-¡Por el puñetero ego de Ares, es cierto, Mel!
-Cuide su lenguaje, doctora, o tendré que lavarle la boca con jabón -la sureña censuró demasiado emocionada como para enfadarse de verdad-
-De acuerdo, pero sólo si la marca es Jack Daniels -Covington respondió con una sonrisa-
Ambas mujeres suspendieron en el aire sus miradas y tras un largo instante de silencio se dieron cuenta de que tenían otras cosas en las que pensar. Momentos como estos eran extremadamente dulces, pensaban, pues era la culminación de un trabajo en común bien hecho, la ilusión de ambas recompensada, y nadie disfrutaba tanto compartiéndolo como ellas dos.
-Doctora... símbolo lengua estar todas partes...
Olin mostró con su antorcha cómo las líneas de palabras se extendían en lo que parecían kilométricas cadenas.
-Te lo dije, Janice, esto es algo muy gordo... -Harrer apareció tras las dos mujeres-
Janice, en un impulso de alegría, el mismo que le hacía estar pegando botes infantiles alrededor de Mel, sostuvo con ambas manos el rostro de su amigo y le dio un rápido pero firme beso en los labios mientras proclamaba un exagerado muuaac.
Hans se quedó tonto. Mel también. Sus miradas se cruzaron. Hans no dijo nada. Mel, casi llora.
-¡Esto es la leche! Ojalá pudiera estar Harry aquí...
Janice se levantó sin abandonar su entusiasmo y recorrió con sus manos las letras, mientras avanzaba a lo largo de la pared.
-¿Qué crees que será, Mel? Pueden ser textos de nuevos pergaminos... o quizá alguna revelación más sobre Xena... o puede que otra maldición: no nos vendría mal una de esas para sacarnos algo de pasta vendiendo argumentos a la Universal, ¿verdad?
A lo lejos, la luz atiplada de la antorcha que sostenía Olin se concentraba en darle visibilidad a una Melinda atónita que no se podía creer lo que leía. Una y otra vez repitió las frases en su cabeza, pero siempre había el mismo resultado. Aquello era tan desconcertante que comenzaba a pensar que había perdido sus dotes de traductora...
-¿Qué...?
La antorcha de Janice alumbró algo grande, verdoso, oscuro, al fondo, donde acababa la sala. No tardó mucho en darse cuenta del horrible olor que despedía, de las formas orgánicas que parecía contener. Pero ni se movía, ni parecía vivo. Janice quiso llamar a Mel con un grito, pero una boca en su mano le impidió articular palabra. Su antorcha cayó al suelo, y la luz se desvaneció.
Mel lo repetía una y otra vez en el idioma original. Olin y Harrer no comprendían nada.
-"Tomó seiscientos jinetes escogidos y todos los carros de Egipto..." ¡Ay, madre! "...los hijos de Israel pasaran a pie enjuto por medio del mar..." ¡Ay, madreee! ¡¡Janice, por el amor de Dios, esto es un pasaje de la Biblia!!
Cuando la traductora quiso girarse para poder reclamar la presencia de su amiga ante tan importante acontecimiento, se encontró sola. La oscuridad se hizo de repente, y luego un fuerte golpe en la cabeza le hizo perder el conocimiento, aunque rogaba que esa fuera la causa, y no la mala suerte de que Xena se hubiese apoderado de su cuerpo otra vez.
Aunque fuera sólo por esta aventura, le haría ilusión conservar la falda intacta. Eso fue lo último que pasó por su cabeza antes de desplomarse en el suelo.
Capítulo XI: Forget me not
"Nunca es igual saber la verdad por uno mismo que tener que escucharla por otro"
-Aldous Huxley
El golpe en la puerta fue intenso. La mujer abrió con prudencia, pero al reconocer la voz llamando al otro lado, se dio toda la prisa que pudo.
Cuando Etreum abrió la puerta, vio a una Xena agotada con una hermosa joven rubia en brazos, que parecía o muerta, o dormida. Había una petición en los ojos de Xena.
-No tengo a dónde llevarla -dijo a modo de súplica-
-Claro, ¡pasa! -Etreum la ayudó un poco con Gabrielle y luego cerró la puerta- ¡Llévala a arriba!
Etreum comenzó a buscar paños y colocó un cazo con agua en el fuego. Cuando hubo encontrado todo, decidió subir los trapos y alguna comida primero. Se encaminó escaleras arriba.
Etreum estaba a punto de pasar el umbral de la puerta, cuando vio algo que la acobardó. Xena estaba sentada sobre la cama, con la cabeza y el tronco apoyados en la pared. Sobre su cuerpo estaba el de Gabrielle, enroscada alrededor, su cabeza bajo el cuello de ésta. Xena estaba llorando, acunándola, y puede que sí, puede que no, mirando hacia el techo como dando gracias a quien quiera que fuese. Los sentimientos acumulados durante los últimos días y su fría reunión, explotaron en aquel instante. Besó la frente de Gabrielle con ternura y hundió su rostro en el pelo rubio, acunándola y tarareando una melodía suave.
Etreum supo que había sido testigo de algo que no tenía derecho a profanar.
Con una sonrisa interior, pero el rostro conmovido, se dio la vuelta, y bajó las escaleras.
-Se acabó... ¿o no? Xena, alguna vez... tienes la sensación de que algo no se acaba nunca realmente y continúa regresando... sólo que con una cara distinta. Aunque es lo mismo. ¿Comprendes lo que quiero decir?
-Claro. Yo estaba atrapada en un círculo de violencia y odio, y no importaba cómo intentara romper con ello; algo me arrastraba de nuevo. Hasta que llegaste tú.
-Xena...
-No, es verdad... tú hablas de encontrar tu camino, pero para mí, tú eres mi camino...
-¿Cómo puedo ser tu camino si... yo misma estoy perdida?
-Yo también busco respuestas. Pero cómo las busquemos no importa, mientras las busquemos juntas... tú y yo.
Gabrielle comenzó a deshacerse de su sueño con pereza, siendo arrastrada por la realidad por una voz a su alrededor. Algo hizo eco en su mente, unas palabras... tú y yo. ¿Comenzando a recordar? No. Podía recordar el sueño... pero no lograba encajarlo en ningún sitio. Aquello la desilusionó un poco. Trató de abrir los ojos.
-¡Hola! -una voz entusiasmada la saludó-
Gabrielle quiso devolver el saludo pero apenas encontraba su voz. Se disculpó con una sonrisa débil.
Una mano joven le recorrió la frente y después un paño húmedo la sobresaltó un poco.
-Soy Zara -dijo la chica, de chispeantes ojos marrones- Mi madre ha dicho que Xena se ha ido, pero volverá pronto.
-¿Cuánto... cuánto tiempo llevo dormida... desde que se fue?
-Oh... tres o cuatro marcas de vela, más o menos.
-Ah.
Gabrielle comenzó a sentir la sensación de abandono creciendo en todo su cuerpo. ¿Eran estos los sentimientos que tenía hacia Xena antes de perder los recuerdos? ¿Por qué se sentía tan desplazada entonces...? ¿Por qué Xena no la había llevado con ella?
-¿Sabes lo que ha ido a hacer o...? -Gabrielle preguntó claramente sin fuerzas-
La muchacha enérgica sonrió y se encogió de hombros.
-Supongo que habrá ido a descargar energía negativa, ya sabes. Creo que está comenzando a recuperarse su crisis...
¿Crisis?
La chica dibujó una expresión de admiración hacia ella, y entonces Gabrielle supo que por alguna razón esta joven la idolatraba profundamente. Esa sensación ya la había tenido antes: de otra gente hacia ella y de ella hacia otra gente.
Xena. Meleager... ¿Najara? Eli... ¿Korah?
Su mente recibió otro de esos flashes y sintió un creciente dolor de cabeza. Esta no era una buena forma de recuperar recuerdos...
-Y ahora... ¿hablamos de cosas de bardos?
La voz ilusionada de Zara, centelleó en el aire.
El filo cortante de la espada centelleó en el aire.
El primer golpe dejó al árbol sangrando savia.
¿¿No se acuerda de mí?? ¿¿Y no sabe quién es??
El brazo volvió a atrás. Dos pasos, y el cuerpo se giró para golpear otro árbol. La espada sonó con más fuerza esta vez.
¡¡No sabe quién soy!! ¡¡No sabe quién es...!! ¡¡No sabe quiénes somos!! ¡¡Quiénes éramos!!
Xena miró a su alrededor y vio un nuevo árbol frente a ella, tiró la espada y decidió que su propio cuerpo era mejor arma que cualquiera otra. Primero hizo una cadena de puñetazos, después patadas, pero su mente nunca dejó de gritar.
¡¡Y no me recuerda!! ¡¡Y no lo hará!! ¡¡Y no volverá a hacerlo nunca más!! ¡¡Nunca más!!
Su cuerpo colapsó en el suelo negándose contra la propia voluntad de la guerrera de seguir golpeando cosas antes de que su corazón fuese el magullado. Aunque aquello, ya era inevitable.
-No recuerdo haber contratado a ningún jardinero -una voz familiar llamó detrás-
Xena cogió la espada y se levantó con rapidez ante el sonido vago.
-He venido para hacerte unas cuantas aclaraciones.
Narmer asintió y dio una vuelta rodeando a Xena, observando el destrozo en los árboles de los jardines de reales. Luego negó con la cabeza.
-Te lo advertí, Xena. Te dije que ella no era la misma... ¿y ahora te pones así? Más bien deberías estar dándome las gracias.
Por mucho que la hubieran advertido, nada la hubiera preparado para ser una extraña a los ojos de Gabrielle.
-¿Y tú qué interés tienes en todo esto? -Xena preguntó desafiante y firme- ¿No los estarás favoreciendo desinteresadamente, verdad? No... los reyes no hacéis eso. Dime, Narmer, ¿qué pintáis tú y Horus en todo esto, qué interés tenéis... en la profecía?
Xena se dio cuenta entonces de que la forma de la corona del rey la había visto en algún sitio, antes. ¡La Matriz!
Y había dado en el blanco, Narmer comenzaba a sentirse muy incómodo, mirando hacia las escaleras de palacio, rogando por encontrar algún guardia.
El rey miró a la nada con rabia.
-Mi pueblo... no... mi pueblo, no. Los esclavos son rebeldes Xena. Así no se puede conquistar el Bajo Egipto. Necesito someterlos, pero ellos quieren libertad... ¡como si se creyeran con derecho a hacer culto a otros dioses, o a desacatar mis órdenes!
-O sea que ahí está el problema: conquistar el Bajo Egipto. Si unes los dos reinos, te conviertes en...
-Faraón. Seré el faraón de Egipto. Es mi destino. -Narmer clamó con la grandeza explícita que Xena había visto ya en muchos de sus viejos enemigos. En uno en especial-
-No hables de grandeza, imperios, y destino, si no quieres acabar como Julio César, majestad.
El rey bajó su mirada ilustre de los cielos y trató de entender las palabras. Las debió entender muy bien cuando por su garganta bajó un trago de saliva nervioso.
-De todas formas, ya te dije en nuestro primer encuentro que me iré de aquí gustosamente, sin respuestas ni disculpas, siempre y cuando Gabrielle venga conmigo. Ella no entrará en ninguna profecía, ni las de ellos, ni las tuyas.
-Eso a mí no me incumbe. Yo sólo quería tener a nuestros amigos del subsuelo contentos... son una raza poderosa -Narmer dijo con fuego en los ojos-
-Lo son. Pero no creo que entre en sus planes ayudar a un rey como tú.
-Su profecía me incluye, sí, pero todavía no sé de qué manera. De cualquier forma, yo seré faraón de Egipto.
-¿Y no tendrá algo que ver en tu interés su... máquina de la resurrección? Sería interesante poder gobernar durante milenios... ¿o puede que toda la eternidad?
-¿Me consideras tan apegado al poder, guerrera? -el rey sonrió- Bueno, supongo que debo causar esa imagen en la gente. Es una pena que el pueblo hebreo no lo vea de esa forma -el rey frunció el ceño y luego llevó sus manos a la cintura- ¿Qué hago con mis esclavos, Xena? ¿Tú... que has conquistado a tantos... qué harías con un pueblo rebelde?
-Lo liberaría -Xena no parpadeó-
Narmer rompió en una gran carcajada.
-¿Cuándo perdiste la fe, majestad? -Xena dijo tratando de atravesar la capa de acero del rey-
Narmer volvió su expresión seria, y retiró la mirada.
-Cuando ella se escapó... de mi lado.
-¿Ella? -Xena no quiso expresar la sorpresa en su voz-
-Mi primera esposa, la auténtica primera esposa. La única que amé. Me abandonó ella... me abandoné yo.
-Quizá ella esté más cerca de lo que crees, quizá todavía tienes la opción de recuperarla -Xena dijo mostrando algo más que optimismo en su tono-
-No -el rey sonrió triste- Ella era un ángel. Yo soy un tirano.
-Siempre hay tiempo para cambiar, por mucho que duela el pasado -Xena aseguró, dando su propia experiencia como ejemplo-
-¡Pues no el mío! -Narmer vociferó- ¡Yo la entregué! ¡Yo se la di a ellos! ¿Sabes cómo es el proceso, Xena, sabes cómo saben si es o no el profeta, sabes por lo que tuvo que pasar Gabrielle?
-Ellos la curaron -Xena argumentó desorientada-
-Sí. Pero después de eso, uno de esos guerreros de ellos, un soldado de esos, seguramente la alzó en el aire y le clavó sus garras afiladas en la espalda, garras de metal que saben a frío y humedad, Xena. Luego buscó su médula entre huesos y sangre, y se acopló a ella. Y entonces fue cuando fue dueño de todos sus sentimientos, pensamientos y poderes... y entonces fue cuando adquirieron todos sus conocimientos y borraron sus recuerdos para implantarle el deseo de enseñarles y profetizarles lo que debían hacer, Xena. Y ella murió de nuevo, seguro. Y por eso tienen esa máquina de la resurrección. Cada vez que quieren consultar algo al profeta, tiene que pasar por ese calvario de dolor y sangre. ¿Qué tal te sienta eso, Xena? ¿Qué tal te sienta que tus sabios amiguitos del subsuelo sean tan crueles... con su Elegida?
Xena se quedó sin habla, con los ojos perdidos. En cada palabra, había visto una imagen. Gabrielle siendo alzada, Gabrielle siendo apuñalada, Gabrielle siendo privada de su memoria. Gabrielle siendo utilizada como instrumento.
-Márchate Xena -la voz de Narmer sonó colérica- lleva a tu chica lejos, porque lo que se avecina no lo puede ver ningún profeta. He decidido liberar a mi pueblo esclavo... de su sufrimiento. Y si te entrometes en mi camino, o ellos lo hacen, no seré condescendiente con vosotros, ¿me oyes?
Narmer no oyó la respuesta porque Xena ya había desaparecido cuando se giró.
-Vuela junto a tu mitad, Xena... vuela, como un halcón.
Los ojos de Narmer se volvieron dementes cuando cruzó los jardines, de vuelta a palacio, pasando delante de la solemne estatua del dios halcón, de Horus.
-¿Vas a seguir mi consejo, esposo? -Sanai preguntó desde el trono-
-Claro. Da las órdenes... querida -Narmer contestó-
-Bien.
La primera esposa, Sanai, se dispuso a buscar a su capitán de guardia Haleb para comunicarle que comenzara a preparar las tropas.
Que se fueran escondiendo los peces en el delta, y que se preparasen las cosechas de los del Bajo Egipto.
Hoy el Nilo bajará rojo de sangre hebrea.
-¿Qué haces tú aquí? -Xena preguntó desde el marco de la puerta-
-Sólo charlando con Gabby -Zara respondió con una deslumbrante sonrisa-
Xena trató de contener su confusión al encontrar a la hija del rey en la casa de Etreum. Entonces pareció comprender algo. Decidió que había unas cuantas cosas que aclarar, pero sin alarmar a Gabrielle, así que se dispuso a hacer una advertencia implícita.
-¿No deberías estar en el Palacio... con tu padre? -dijo Xena entrando en la habitación- -Sí. Hora de marcharse -Zara bajó la cabeza, preocupada. Luego volvió a mirar a una Gabrielle muy juvenil, sentada sobre la cama- Bueno, Gabby, ha sido todo un placer poder hablar con una leyenda viva.
La rubia postrada se vio quebrada por las palabras. Ni siquiera podía recordar eso. Los hechos por los que era idolatrada por esta chica. Pero había otras cosas, que sin embargo, parecían estar clavadas en su mente.
Gabrielle sonrió cuando la enérgica adolescente se adelantó para un rápido y fuerte abrazo.
-También ha sido un placer para mí, Zara -dijo- Y recuerda...
-¿Si me levanto por la mañana, y sólo pienso en escribir, soy escritora?
-Sí.
-¿Y si me acuesto por la noche, y sólo pienso en escribir, soy escritora?
Gabrielle amplió su sonrisa. Sus enseñanzas eran bien recordadas.
-Sí.
-¿No importa lo que me digan ni lo que me ordenen, mi alma seguirá siendo de escritora?
-Sí...
-De acuerdo. Hasta pronto, entonces.
La muchacha se retiró y Xena no tuvo nada más que añadir, ante el despliegue de facultades de la antigua Gabrielle que acababa de observar. O sea, que había estado hablando con Zara de literatura. Y no sólo eso, sino enseñándola.
Quizá todavía hubiese esperanza.
Habiendo deseado hacerlo desde que había llegado al umbral de la puerta, dio unos pasos para sentarse en la cama, al lado de su amiga, cogiendo una de sus manos entre las suyas, y sonriendo ligeramente.
-¿Cómo estás? -preguntó-
Gabrielle también sonrió. Pero tan triste...
-Ligeramente... agotada -su cabeza dio un meneo nervioso y quiso deshacerse de las manos de Xena- Me siento tan extraña.
-Bueno -Xena acarició su cabello, la palma de su mano tras la cabeza de Gabrielle- No sé cómo lidiar con esto, pero, pase lo que pase lo haremos juntas... tú y yo.
Gabrielle irguió la cabeza con los ojos desorbitados. ¿Estaba reconociendo un recuerdo o su memoria vacía la estaba engañando? Xena se quedó congelada. ¿Qué había dicho?
-¿Gabrielle, qué...?
La bardo perdió el contacto visual, su cabeza zumbando en mil direcciones distintas.
-Nada. Nada, en serio. Disculpa. Es sólo que... estoy teniendo unos... sueños muy extraños.
-¿Qué clase de sueños? -Xena dijo más distante, perdida en sus propias posibilidades-
-Cosas... como si... ya las hubiera vivido.
Xena se tensó.
-¿Qué clase de cosas?
No hubo respuesta desde el rostro que miraba hacia el otro lado de la habitación.
-Gabrielle, ¿qué clase de cosas? -la guerrera repitió cuidadosamente-
El silencio tomó la palabra, y la joven ante Xena se negaba a contestar, como si aquello fuese un secreto vergonzoso, un pecado.
-Tú y yo.
La respuesta de su amiga fue tan sofocada, tan perdida, tan suplicante, que Xena no supo hacer otra cosa que atraerla hacia ella y tratar de acomodar la desembocadura de aquella conversación: las lágrimas que ya brotaban desde el rostro palidecido de Gabrielle.
Y era esta una Gabrielle tan desconocida, que Xena había visto sólo en un par de ocasiones con anterioridad... La guerrera se negaba a aceptarlo, pero la palabra era "perdida". Esta Gabrielle no conocía su camino. Quitándole sus recuerdos le habían quitado todo lo que era como ser humano. Ella, que siempre había sido su luz, y ahora estaba perdida en medio de un mundo de sin sentidos. La certeza de Xena fue que ahora mismo su amiga la necesitaba más que nunca, que los papeles se habían invertido y ahora la alumna debía ser la maestra. Para hacer que la Gabrielle de siempre volviese, Xena tendría que ser sus manos, para hacerle ver el tacto del mundo; sus ojos, para mostrarle cómo ver a través de las personas; o su risa, para enseñarle las cosas que valían la pena apreciar. En definitiva, todo lo que la propia bardo había sido para ella durante sus años juntas.
La rubia que lloraba lágrimas amargas en el pecho de la otra mujer, que se sentía tan atraída como asustada por aquella desconocida que le aseguraba ser su compañera de viaje desde hacía seis años, se dejó llevar en aquel baile familiar que tenía la seguridad de conocer. No es la primera vez que estamos así. Ni la segunda, ni la tercera... Pero al mismo tiempo, el vacío que crecía en su mente, la hacía sentirse estúpida, casi ridícula por aquel festival de sentimientos que "esta mujer" no tenía porqué aguantar, como si estuviera abusando de la confianza de un extraño...
Así que Gabrielle luchó en vano por deshacerse del abrazo.
-No... lo siento... yo no quiero... es sólo que... -suplicó entre sollozos- ...logro reconocer sensaciones, y los sueños me... pero no puedo recordar... no puedo, no puedo...
Xena contempló a la mujer que se debatía por salir de su abrazo. Allí de rodillas, sobre la cama, la giró para que la mirase a los ojos. Cada una de sus manos rodeando el rostro dolorido de su amiga, demostrando la urgencia de su propio anhelo.
-Gabrielle, Gabrielle... -unas lágrimas fueron limpiadas con rapidez- Ya te he dicho que no te voy a dejar caminar sobre esto sola, ¿eh? -Xena sonrió suavemente, mientras regalaba caricias- Créeme cuando te digo que hemos estado en situaciones peores y que hemos salido de todas ellas.
-¿Bajo qué consecuencias?
El rostro de Gabrielle se había vuelto frío y las lágrimas habían cesado de repente. Xena percibió el ambiente oscuro de aquella pregunta.
-¿Qué?
-Bajo qué consecuencias... ¿cuánta gente ha muerto por nuestra culpa... por mi culpa? ¿O a cuántas personas he matado? ¿O... nos hemos odiado alguna vez?
-¿De qué estás hablando?
-Preguntas, Xena. Preguntas que se forman en mi cabeza, que están ahí, pero no tengo las repuestas. Cosas que detecto, pero que desconozco. ¿De veras vale la pena, Xena? ¿De veras voy a tener que pelear para recobrar mis recuerdos y tener que pasar por ese camino de dolor y muerte que he dejado tras de mí? Ellos me ofrecen otra cosa.
Xena supo qué significaba aquello y comenzó aplicándose sus propias conclusiones. Para hacer regresar a Gabrielle, debería mostrarle las cosas en las que ella creía cuando su mente estaba completa.
Xena tragó saliva y habló con la mayor claridad posible a los torturados ojos verdes que tenía delante, esperando que en aquel profundo océano hubiera una luz que reposase paciente para salir a la superficie y recuperar su pasado.
-Hubo una vez en que estuviste de esta forma. Y tú elegiste regresar. Lo elegiste tú misma, nadie lo hizo por ti. Podías haber borrado todo el dolor, pero también hubieses perdido la felicidad. Me dijiste que si borras los malos recuerdos, los buenos pierden su valor, que no podías olvidar por muy dolorosos que fuera.
-Quieres decir...
-Quiero decir que las preguntas que me has formulado tienen respuestas que no te gustarán, pero por cada una de ellas hay también las que responden a cuántas personas hemos salvado o en cuántos momentos nos hemos reído juntas. Y quiero decir, que si no los recuperas nunca serás realmente tú.
Gabrielle negó con la cabeza. Más para sí misma que para Xena. Se volvieron a fundir en la urgencia de un abrazo, y los minutos pasaron a su alrededor.
-Pero... pero... tengo que volver con ellos. Me necesitan.
-No.
-Xena, tú no lo entiendes. Tengo que ir.
-¿Para qué? Mira lo que te han hecho.
-Tengo que salvarles...
-Que se salven ellos mismos...
-¡Escúchame!
El grito de Gabrielle silenció a una Xena que necesitaba cada milímetro de su coraje para permanecer callada y simplemente escuchar. Gabrille tomó aire y trató de plantear sus pensamientos con aquel incesante martilleo de sabiduría que la estaba consumiendo por dentro.
-Es cierto. No sé quién soy. La situación es esa, ¿no? Sólo vagos sueños, sólo repentinas sensaciones. Pero hay algo que sí conservo, Xena -los ojos azules ante ella retenían lágrimas, y Gabrielle se maldijo por tener que continuar- Cada palabra de un idioma desconocido que escuché, cada frase de cada libro que leí, cada fórmula matemática que estudié, cada línea que escribí... todo sigue aquí, Xena -Gabrielle señaló su sien con una mirada llena sobrecogida- incluso.... se ha... ¡intensificado! -las lágrimas comenzaron a fundirse con carcajadas débiles- Puede que no sepa lo que he sentido antes de todo esto, puede que como tú dices esté perdida en ese camino, pero lo que estoy sintiendo ahora mismo, es lo mejor que me ha pasado nunca, ¡lo sé! Mi mente vuela, Xena, como nunca lo había hecho antes, siento que tengo el conocimiento de todo, como si todos los rompecabezas de la Tierra ahora tuvieran solución, y eso me lo han dado ellos... y si los defraudo, o los abandono...
Perdida en la maraña de palabras que se acababa de cernir sobre ella, Xena sintió la necesidad de parar aquel nuevo sacrificio que su bardo deseaba cumplir.
-Pero estamos hablando de tu vida, Gabrielle, si continúas así esto te acabará consumiendo y habrás dado la vida por un pueblo que...
-No es sólo su pueblo, Xena -la rubia dijo muy seria- Abarca mucho más. No logro ver todo... no... hay cosas borrosas en el futuro, pero confía en mí, por favor.
Gabrielle suplicó con los ojos, y Xena sólo pudo abrazarla otra vez, dejando ahora que sus lágrimas vagaran por su rostro libremente.
-A pesar de todo, no has perdido algo que siempre has tenido.
Xena encaró a su amiga que sonrió débilmente.
-Mi coraje -dijo Gabrielle tristemente-
-Sí... ¿cómo...?
Xena preguntó confusa ante aquella revelación.
-Puedo oírte-Gabrielle sonrió con debilidad- Creo que sólo en situaciones así, pero por alguna razón puedo oírte. Como cuando estaba en la nave. Te oía llamarme. Bueno, en realidad -la bardo bajó la mirada- te oí llorar... por mí.
Xena volvió a sentir aquel pinchazo en el estómago. La mezcla de vergüenza y felicidad no era un sentimiento nada reconfortante... en parte. Todo tapado con una buena sonrisa.
-Eh... ¿por qué no descansas un poco más? De aquí a Grecia hay un viaje muy, muy largo.
-Xena... -Gabrielle trató de advertir mientras se recostaba en la cama-
-Sí, sí, sí.. ya lo sé. Pero me gustaría que vieras a alguien, de todas formas.
-¿A quién? -preguntó Gabrielle con curiosidad-
-A Eve -Xena sonrió ampliamente-
Gabrielle se mordió el labio inferior y perdió su mirada en el techo.
-Eve, Eve... -finalmente se rindió- ¿Quién es?
La guerrera hizo una mueca de orgullo.
-Es mi hija.
Pero Gabrielle pareció aterrorizada con aquella revelación.
-¿Tu... tu hija? ¿Tienes una hija?
Xena se puso seria y negó con la cabeza.
-Bueno. A decir verdad, no. Tenemos una hija. Nuestra hija -corrigió-
-Ah.
Gabrielle pareció contentarse con aquello y decidió no hacer más preguntas, por cualquiera de las razones que saltaban en todas direcciones en su mente.
Apoyó su cabeza sobre la almohada y se concentró en Xena. Ella, mientras tanto, caminó hasta una pequeña silla artesanal, escondida en una esquina de la habitación, en las sombras. Se sentó allí, contemplando las pequeñas rendijas que dejaban pasar la agotada luz del sol. Y comenzó a sentir la calma creciendo.
-¿Xena...?
-¿Si?
-¿Te quedarás aquí mientras duermo?
La petición de Gabrielle sonó tan dulce e infantil, que Xena pensó que quizá en parte su desvanecimiento de memoria la hubiese hecho sentirse como una niña, una vuelta involuntaria a la inocencia. Una Gabrielle tan lejana, como turbadora de su antiguo instinto de sobreprotección.
-Siempre.
Y tras contestar, desde la oscuridad, Xena oyó la relajación melodiosa de la respiración de Gabrielle.
Bajo su túnica, sacó un objeto que sostuvo en sus manos y apretó con fuerza.
Presionó el sai de su compañera contra su pecho, preguntándose de cuántos modos el cuerpo puede hacer recordar a la mente.
Capítulo XII: Los Tiempos Felices
"La obediencia ciega a una bandera, nación o ideología es aborrecible y extremadamente diabólica"
-Sting (Gordon Summer)
Janice oyó que la llamaban. Esa voz...
-¿Papá?
La voz insistió, y con recelo, Janice sentía que se iba haciendo cada vez más débil. No deseaba que su padre la abandonase. No tan rápido. Los sonidos se fueron mezclando. Los olores. Las formas. Los párpados haciéndose más y más ligeros.
-¿Janice?
La llamada más suave.
-¿Janice?
La única fuerza que parecía quedarle en el cuerpo consiguió levantar su cabeza y contestar suavemente.
-¿Qué?
Si sólo pudiera retenerlo un poco más. Hay tantas cosas que quiero preguntarte.
-¿Estás bien?
-No.
Harry, esto no es tan fácil como tú lo ponías. Ojalá estuvieras aquí. Ojalá estuvieras.
-Yo tampoco. Me han despeinado y creo que me he roto una uña.
De repente, la fuerza de Covington pareció sobrevenirle como un rayo. Sus ojos se abrieron exageradamente.
-¿Mel?
Hubo un silencio molesto al otro lado... luego sólo un sureño tono irónico.
-No, tu tía de Wisconsin... ¿han vuelto a golpearte en la cabeza, verdad? La próxima vez pídeles que lo hagan en el estómago... ¡o en la espinilla!
No hubo respuesta. Janice ya se encontraba analizando la situación.
Para empezar, no tenía el sombrero. Todavía se encontraban dentro de aquella sala en el gigantesco bicho metálico que habían encontrado. Pero las cosas habían cambiado. Lo primero que notó, fue la firme cuerda que la ataba a la silla, sus manos atrás, varias cuerdas cubriéndola desde los pies al tronco. Otra cuerda superior la unía a la espalda de la silla de Mel, que debía estar atada de la misma forma. Rogó porque no fuese así, imaginándose a una pesadísima Mel Pappas pidiendo que no la atasen demasiado fuerte por aquello de las arrugas en el vestido o diciendo algo como "es malo para la circulación". Pero sospechaba que no iba a ser así.
Estaban en el centro. Ahora podían ver toda la estancia, porque habían sido colocadas antorchas similares a las suyas a lo largo y ancho de toda la sala. A Covington no le pareció buena señal. Eran muchas cosas, demasiada puesta en escena, y eso quería decir que quien quiera que fuese el que estaba haciendo esto, estaba bien organizado o tenía un grupo numeroso de gente. Luego su mala espina pasó a pánico, y después, el asqueroso cosquilleo en la nuca del sentimiento de traición. Sólo estaban ellas: ni rastro de Olin, ni de Maxwell, ni de... Hans.
Dios santo, ¡¿Hans?!
-¡Buenas noches, señoras!
El alma de Janice Covington se cayó de su cuerpo cuando el radiante Hans Harrer entró en la sala vestido en un traje de oficial nazi nuevecito, seguido por una comitiva con una veintena de soldados armados hasta los dientes.
Covington no necesitó meditar sus palabras ni premeditar su tono amenazante. Le costó algo más esconder los signos de la decepción.
-Sean cuales sean las razones que te han llevado a esto, Hans, estás cometiendo un error, un gravísimo error, y lo sabes.
-Oh, Jan, ¡vamos! Por cierto, gracias por el beso de antes. Aunque no hacía falta...
Janice resopló con desprecio.
-Lo hago por las mismas razones que tú... dinero, por supuesto. ¿No es esa la palabra mágica para atraer a un Covington a tus pies?
-Puede ser, aunque si quieres tener buenos resultados deberías añadirle sexo y drogas.
Harrer estalló en carcajadas.
-¡Ya veo que ni en situaciones como esta pierdes el sentido del humor, Jan!
Entonces la risa del nazi se paró de golpe. Se acercó insinuadoramente a Covington y colocó su boca a la altura del oído de la arqueóloga, con su mirada puesta en Melinda Pappas, disfrutando de cada palabra.
-Oh, querida, pero si no recuerdo mal, salvo de la primera cosa que hasta aquí me ha traído, tú y yo ya tuvimos bastante en la Universidad, ¿o es que la pobre Mel no es capaz de cubrir tus necesidades? Siempre fuiste muy difícil de contentar...
Janice sintió la ira creciendo como un calor incontrolable dentro de su pecho.
-Déjala en paz, ella no tiene nada que ver en esto, yo soy quien os causa problemas, vamos, Hans... ¿hazme ese favor, ah? Déjala marchar, es a mí a quien quieres.
Harrer se irguió dando la vuelta para encarar a Mel. Covington no podía girarse del todo para poder ver lo que hacía, pero notó cómo Mel se retiraba hacia atrás todo lo que podía, pegando su cabeza a la de ella. Hans trazó con su mano la línea de la mandíbula de Melinda, para después descansar en una mejilla asustada, acariciándola cruelmente.
-No sé, Jan. Mel y yo aún acabamos de conocernos...
Harrer descendió con delicadeza hasta el rostro de Melinda.
-Dime, Mel, ¿eres fácil? ¿Hasta qué punto eres fácil?
-¡He dicho que la dejes en paz!
Harrer sonrió y se irguió.
-No te la voy a quitar, tranquila. Sólo le preguntaba si ella y Percie son tan parecidos, al fin y al cabo... igual de idiotas.
-¿Qué? -Janice no se pudo controlar-
-Bueno... es obvio que no fue demasiado difícil hacerme con M&M y convertirla en una tapadera para la Gestapo...
El cerebro de Janice ataba cabos con rapidez. Lo mismo hacía el de Mel.
-¿A qué se dedicaba M&M? -preguntó Mel, con temor en el tono-
Harrer la miró alzando una ceja.
-A antigüedades, por supuesto...
Mel hundió su cabeza lo más que pudo. Antigüedades, una tapadera para la Gestapo. Y podía ser que quizá M&M hubiera tenido algo que ver en la transacción que Janice quiso hacer en París con un viejo anticuario colega suyo. El mismo que fue asesinado antes de que ella fuese capturada por la... Staats Polizei.
-Creo recordar que te lo advertí -dijo Harrer- ¿Acaso no te pregunté, en la pirámide, antes de mostrarte el chakram del jeroglífico, si confiabas en mí, Janice?
Janice sintió un pinchazo en la nuca, cuando el recuerdo de aquella pregunta que la había extrañado volvió a su mente.
-Pues no debiste confiar, Jan.
El rostro de Harrer se volvió más frío, colérico, y se giró. Sus brazos clamaban con elocuencia y su cuerpo se movía alrededor de las sillas para encarar a Janice.
-La vida tiene increíbles paradojas, ¿no crees? Quién me iba a decir a mí, a un pobre estudiante de astronomía, que iba a encontrar en la dulce patria que abandoné siendo niño, un auténtico espíritu afín para con mis propósitos.
-Yo no lo hubiera jurado, desde luego.
Tan rápido salieron las palabras de boca de la arqueóloga como llegó el puñetazo. Janice sintió su cabeza golpeando la de Mel con el efecto. De ahí a un poco, notó la sangre en su labio inferior. Cuando su vista volvía a enfocar de nuevo tuvo la maravillosa idea de, como siempre, mostrarse fuerte.
-Conque pegando a una mujer... desde luego con ese traje de mono y tus pequeñas demostraciones de mascunilidad, no puedes caer más bajo, Hansy...
El nazi vio la sangre en el labio de Janice y comenzó a carcajearse de nuevo.
-Tú no eres una mujer, Jan... pero de acuerdo, de acuerdo... es tu juego. Si quieres hacerlo de esta forma... sólo pretendía que no me interrumpieras, quiero explicarte la historia con todo detalle.
Harrer se acercó a Covington hasta que su cabeza bajó y su aliento rozaba húmedo sobre el rostro de la arqueóloga. Janice no hizo amago de retirarse, y Harrer le mordió el labio inferior, chupando la sangre. Covington se quedó rígida, mirando con desprecio cada centímetro de aquel uniforme.
El hombre se incorporó sonriente y palmeó sus manos. Llamó en alemán, y al instante dos hombres grandotes de pieles tostadas, vestidos en uniformes de guerra muy parecidos a los del ejército turco, trajeron un baúl. En uno de los hombres, Janice reconoció a Olin. El ignorante excavador se encogió de hombros ante el contacto visual con Convington, se diría que hasta estaba avergonzado.
-Lo siento, doctora. Ustés ofresió vida llena de peligros, señor Harrer ofresió... ¡dinero!
Janice resopló asintiendo con la cabeza. La próxima vez excavaría con sus propias manos, si hacía falta. Eso si había próxima vez.
Harrer abrió el baúl con poca consideración. La tapa volviéndose y golpeando al abrirse de todo resonó en toda la estancia.
-¡Aquí están! -proclamó con exageración-
Harrer sacó tres pergaminos del baúl y los movió con burla entre sus manos, mostrándoselos a Covington. Janice trataba de no mostrar nada en su rostro, pero la sorpresa no era lo que mejor disimulaba cuando le daba por ahí. Harrer se balanceó por la sala con los pergaminos en las manos, el cuerpo agitado, la voz, como un exagerado narrador de cuento infantil. Janice pensó que no sólo era nazi, además era más psicópata que ellos.
-Érase una vez, una chiquilla tonta de cierta aldea griega, una ramera más en un mundo de mentes más listas que nosotros, que sabían hacer la guerra, que conoció a una magnífica mujer, con una magnífica visión para la destrucción, y las dos empezaron una cruzada falsa de salvación... -su voz se tornó lo más cursi posible- y amor. Saltándonos sentimentales y un tanto apocalípticos detalles, ambas son arrastradas por los bellos vientos del destino hasta tierra germana, ¡la tierra de la Creación, y la Luz, del dominio absoluto! Porque desde luego, no podían ser menos. Una leyenda como Xena no podía vivir sin pasar por la tierra de los únicos y auténticos dioses.
Harrer hizo una pausa para ver si su audiencia le estaba prestando atención. Vio a una Mel que parecía petrificada, con los ojos clavados de terror en él, y se sonrió. Vio a una Covington asqueada que suspiraba de vez en cuando como aburrida, y volvió a sonreír.
Janice, mientras tanto, se empezaba a preguntar si este tipo, que en otro tiempo -desgraciado, podía decir- había sido su amigo, y su fugaz amante, no era sino una reencarnación de Callisto, porque en cada sicótico movimiento y frase que decía, la arqueóloga encontraba similitudes estremecedoras con las descripciones de la archimalvada guerrera en los pergaminos. Tragó saliva temiendo que el escalofrío que le recorría la espalda pudiese ser notado por Mel.
Harrer continuó con su delirio de grandeza.
-¡Y he aquí, la prueba, la magnificencia de otra de las bellas obras de las que el pueblo alemán puede estar orgulloso, y agradecer a su Fürher nuestro futuro glorioso!
Harrer alzó los tres pergaminos en sus manos. Los soldados alrededor de él sonreían, como sonríen los muchachos adolescentes cuando uno de ellos se pavonea delante de una chica.
-Hans... ¿eres un oficial nazi o simplemente el ministro de propaganda?
Janice sonrió en la malicia de sus palabras. Cuando tienes a un loco delante, mejor no mostrarte muy asustada. Sobretodo si es un loco que te conoce. Más aún si eres una mujer. Y aún por encima, tienes que estar salvando no sólo tu trasero, sino el de tu mejor amiga.
-No, querida. Esas no eran mis palabras, sino las de Himmler.
Janice frunció el ceño y notó a Mel tensándose más aún. Himmler era el segundo del querido Adolf. Janice sabía de la mística nazi. Habían levantado una falsa religión sectaria basándose en los antiguos dioses mitológicos germanos. Se decía que Himmler se creía la reencarnación de Thor...
-¿Qué tiene que ver el pequeño enano segundón en todo esto? -preguntó Janice-
Harrer sonrió con los labios apretados, alzando los pergaminos por encima de su cabeza tontamente. Janice comenzó a tener una de esas corazonadas cuando le hervía la sangre. Sus ojos recorrieron cada movimiento de las manos de Harrer, cuando éste comenzó a desenrollar uno de los pergaminos. Los otros dos eran apretados bajo su brazo. Harrer extendió el pergamino sin una pizca de delicadeza y Janice gritó:
-¡Qué demonios haces, eso podría tener miles de años!
Harrer alzó una ceja y asintió.
-El oro del Rhein... -dijo-
Janice hizo silencio.
-Es el primero. Y no te preocupes, Jan, no son más que copias. Himmler no me hubiera permitido jamás quedarme con los originales...
Harrer siguió el mismo proceso con otro de los pergaminos. El que había desenrollado se quedó yaciendo en el suelo, expuesto. Janice se sentía como un niño al que le mostraban una chocolatina que no podía alcanzar.
-Este es... -Harrer frunció el ceño mientras leía- ...creo que se titula El Anillo... sinceramente, no lo sé... mis conocimientos de griego antiguo no son todo lo que debieran...
Otro pergamino más se extendió por el suelo ante los ojos de una arqueóloga frustrada.
Harrer resopló cuando desenrollaba el último.
-Y este tiene un nombre curioso: ¡El Retorno de la Valkiria! -sonrió y lo tiró al suelo-
Después, el nazi caminó acercándose una vez más al rostro de Janice.
-Ya ves, querida, que tu tatarabuela milenaria tuvo mucho trabajo cuando pasó por tierras germanas.
-Estuvieron allí... -Janice susurró más para sí misma que para la audiencia-
-Sí, estuvieron. Y nuestro Fürher considera que estos pergaminos son una muestra más de la grandeza alemana y su relación con la cultura clásica...
Janice recordó que Hitler estaba obsesionado con el arte antiguo, la cultura romana... y griega. Su rostro se enfureció.
-¡Antes que ese canalla ponga sus pezuñas sobre los pergaminos de Xena yo seré miss Delicadeza!
-No te sulfures tanto, Janice... él ya ha puesto sus "pezuñas" sobre los pergaminos. Al menos sobre estos. Y le han encantado. El problema es que ahora quiere más.
-¡¿Más?! ¡El Arca de la Alianza, el Santo Grial...! ¡Ese tipo quiere todo lo que hay de valor en este planeta!
-Tienes razón, sí. Sólo que el doctor Jones siempre mete las narices donde no debe. En su debido momento, nos encargaremos de él.
-Pues si Indy es el abejorro, yo soy vuestro grano en el culo -Janice sonrió-
Todo fue silencio de nuevo. Harrer esperaba con la delicadeza hipócrita del que sabe que tiene el poder. Podía ver el miedo en los ojos de Janice.
-De todas las situaciones en las que has estado, seguro que esta es la peor de todas, ¿no?
Janice no quiso contestar.
-Vamos a ver: por mucho que un dios de la guerra te haya atado y casi aplastado, o que una patrulla de la Gestapo haya querido rellenarte de plomo... creo que esto se lleva la palma.
-Ya veo que sabes muchas cosas. ¿No tienes miedo entonces de que Mel se vuelva a transformar en Xena? -preguntó la arqueóloga con un poco de esperanza-
Janice pudo notar cómo el cuerpo de Mel parecía aterrorizado más aún cuando dijo aquellas palabras.
-Puede que Xena fuese una supermujer hace dos mil años, pero ahora no sería problema con cualquier revólver cargado -contestó un Harrer algo molesto-
-Ya. Eso si no tiene un chakram cerca, ¿no es así, Mel? -Janice se giró un poco hacia su amiga-
La arqueóloga no sabía cómo se debía estar sintiendo su colega, pero desde luego Mel Pappas era un paradigma de inmovilidad cuando estaban en una situación difícil. Al menos mientras Janice llevase la conversación o ninguna guerrera antepasado suya la poseyese. Janice se volvió al nazi y se dijo que tenía que seguir manteniendo la conversación si querían salir vivas de allí.
-Y dime, Hans, ¿cómo alguien tan inteligente y noble como tú pudo tocar fondo con la escoria del planeta?
Harrer sonrió complacido como si hubiese estado esperando con impaciencia aquella pregunta. Disfrutó con cada palabra de su respuesta.
-Verás, Jan, érase una vez un joven astrónomo que descubre algo interesante junto con cierta estudiante de arqueología... ¿te acuerdas, Jan, te acuerdas de nuestro descubrimiento? Explícaselo a Mel, ella tiene derecho a saberlo, ¿no?
Janice resopló y contestó mirando fijamente al nazi.
-Cuando estábamos en la Universidad yo comencé a investigar la búsqueda de los pergaminos de Xena con mi padre. Él había encontrado un fragmento en Macedonia, pero parece ser que otra expedición encontró en un yacimiento de China fragmentos de cartas astrales y estudios astronómicos que se relacionaban con unos pergaminos sin nombre que habían sido escritos por una mujer en la Antigua Grecia. Mi padre pensó que había una relación...
-Aunque tú nunca lo viste claro. Pero yo sí, yo lo analicé y aquellos estudios hablaban de la explosión de una supernova que había sido vista desde la zona este de China rondando la época en que vivió Xena. Una supernova que debió explotar aproximadamente 60.000 años antes de Cristo... doctora. Y el resto de la historia nos lleva a repetirnos, señoras: un Hitler obsesionado con lo clásico, tres pergaminos encontrados en Alemania... y esto.
Del baúl que aún reposaba en el centro de la estancia, Harrer extrajo un nuevo pergamino.
-Encontrado en el norte de África, cerca del Sahara, durante la ocupación, con tres partes diferenciadas, más extenso que ningún otro pergamino, más importante que todos los demás juntos.
Janice dudó si decir algo. Aunque, ¿hubiera podido?
-¿Tienes idea, Janice, sabes de qué puede tratar este pergamino? -preguntó Harrer, conociendo de antemano la respuesta-
Cuando nadie en aquella sala estaba dispuesto a respirar, no sólo por la asfixiante atmósfera, sino por la mirada ida de Harrer, entonces él contestó su propia pregunta.
-Todo. Todo, Janice, este pergamino lo dice todo. Todo sobre Xena y Gabrielle, todo lo que pasó aquí, en esta misma estancia hace más de dos mil años. ¿Interesante, verdad? La Biblia... de Xena... podrías llamarlo. La mayor aventura que tu querida antepasado vivió. ¿A que te corroe la curiosidad, eh?
Janice se preguntó por qué se sentía tan mareada si no había probado una sola gota de alcohol. La sangre que había chorreado de su labio estaba ahora seca. El dolor parecía haberse congelado en un punto cómodo que no le molestaba. Trató de mirar a Mel, pero no podía verle la cara. Notó cómo una mano se encontraba con la suya en su espalda, y la sostenía. Se sintió un poco mejor notando el calor de Mel, aunque también se maldijo cuando la mano que sostenía comenzó a temblar con fuerza.
-Y eso, Janice. Gabrielle lo escribió -Harrer señaló su alrededor- Bastante interesante que el Antiguo Testamento fuese inscrito por una bardo griega, en una nave extraterrestre, mientras ella misma tomó parte en algunos de los acontecimientos más importantes del curso de esa misma historia...
La arqueóloga miró los grabados sobre la pared. Luego, las últimas palabras que había escuchado antes de perder el sentido volvieron a su mente... ¡¡Janice, por el amor de Dios, esto es un pasaje de la Biblia!!
Janice entrecerró los ojos.
-¿Cómo...? -preguntó con apenas un susurro imperceptible-
Harrer se arrodilló ante ella. Su mirada se volvió seria, sus manos, casi temblaban. Janice se dio cuenta de que este que ahora tenía delante sí era su antiguo amigo, el que no iba a volver a ver nunca más.
-Nunca entendí tu afán por esto -Harrer la miraba a los ojos-, tu perseverancia, tu insistencia... -alzó una mano para acariciar la mejilla enrojecida- ...ni tu ilusión. Sabía que era algo maravilloso, pero nunca lo entendí. -Harrer se irguió, y entonces la arqueóloga supo que su amigo se había ido- Cuando di con esto, todo tomó forma. Ver el sacrificio del pobre y amado Harry Covington ha dado sentido a mi vida, y te lo debo a ti, Janice...
-¡No debería de haber más vida para ti!
El escupitajo hizo blanco en todo el ojo izquierdo. Harrer, sin embargo, ni se inmutó.
Con sumo cuidado, extrajo un pañuelo de su bolsillo derecho y se limpió el lapo como si fuese una manchita de té. Se giró sobre sí mismo para encarar a los soldados colocados al fondo de la estancia. Fue entonces cuando Janice se acordó lo que había encontrado antes de desvanecerse. La parte final de la sala no estaba iluminada.
Harrer mandó que lo iluminaran en alemán. Que iluminaran lo qué, ya era otra cuestión.
Los soldados que confinaban la parte más alejada, sacaron de sus mochilas unas potentes linternas. Así fue cómo Janice pudo contemplar perfectamente el enorme capullo reseco y envuelto en telas de araña que yacía en el fondo de la estancia. Le recordaba a los bichos mitológicos. Pero esto no podía ser real.
Harrer no la miraba. Estaba de espaldas a ella.
-Es una pena que tenga que matarte. Me caes bien, sabes, y de todas formas, tú y yo nos divertimos juntos en el pasado.
-Habla por ti mismo.
Harrer cruzó los brazos sobre su pecho, todavía sin darse la vuelta. El último pergamino todavía estaba entre sus manos. Los otros, esparcidos por el suelo.
-Es curioso el nombre que le puso. Bueno, la verdad es que venía a cuento. Pero me pregunto si todo esto no será al final más que una paradoja o broma pesada, sabes, Jan. Porque, que la religión más extendida de la Tierra sea realmente una consecuencia de una forma de vida que vino del cielo, no está exento de ironía -Harrer se giró para mirar por última vez a Janice Covington- Supongo que por eso Gabrielle se dijo que esto no era más que una... profecía: un anuncio de los que vivieron en el pasado que va dirigido a los que viven en el futuro, que siempre se está repitiendo en el curso de la Historia.
Harrer gritó algo en alemán. Los soldados se echaron sobre ellas. Las desataron. Janice fue golpeada. Mel no. Pero mientras arrastraban sus cuerpos a otro pasillo de oscuridad, Janice no escatimó fuerzas en gritar.
-¡Cuando te pregunté por qué no me refería a esto! ¡Me refería a ti! ¡Tú no eres como ellos, nunca lo fuiste, Hans! ¿Cuándo perdiste la fe? ¡¿Cuándo dejaste de creer?! ¡Mi ilusión era la tuya, y lo sabes! ¡No hagas esto, Hans, no lo hagas!
Harrer oyó cómo en la distancia Janice Covington era golpeada de nuevo. Su compañera gritó su nombre y trató de ir hacia su cuerpo inconsciente en el suelo. Pero otro golpe la paró.
Por la mente de Harrer cruzaron mil contestaciones para Janice.
¿Por qué? No por perder la fe, ni la ilusión. Sino porque en esta guerra, ya no hay lugar para aquello que me hacía mantenerlos.
En el mundo ya no había sitio para los tiempos felices.
Capítulo XIII: Lara
"La mujer no nace, se hace"
-Simone de Beauvoir
-¿Se puede saber qué es eso?
-Un cayado.
-¿Qué?
-Cayado... un palo, un báculo... una estaca grande.
-Ya sé lo que es un cayado, gracias. ¿Pero para qué quiere Moisés uno de esos?
-He pensado que quizá podría caminar mejor. Sus piernas comienzan a responder a los ejercicios que le has estado enseñando, madre.
-Muy bien, pero espero que no se te de por empezar a hacer cabriolas con eso, no me gustaría que le sacaras un ojo a tu hermano... ¿entendido?
En el jardín de su casa, rodeado de flores y verdura, Etreum contemplaba a sus hijos. Ambos parecían tener la misma edad. Pero eran muy distintos. Uno, de pelo más castaño, caminaba débil por el jardín, apoyado en el brazo de su hermano, con su nuevo cayado en su mano libre. El otro de pelo oscuro, aparentaba robustez y buena forma, preocupado por cada movimiento de su familiar.
-Etreum.
La mujer se dio la vuelta ante la llamada de su nombre.
-¿Podemos hablar un minuto?
-Claro. Ven un momento, por favor. Con las prisas de la ocasión anterior, no llegué a presentarte a mis hijos.
Xena se vio arrastrada por el brazo hacia la luz del jardín. ¿Hijos? ¿Aparte de Zara?
Etreum observó con placer como sus dos críos se quedaban embobados ante la visión de una auténtica leyenda. No desapareció la sonrisa de su cara mientras se regocijaba en cada palabra de las presentaciones.
-Xena, Princesa Guerrera, estos son Aarón, y Moisés, príncipes de mi corazón...
Xena sonrió levemente mientras los muchachos permanecían con sus bocas abiertas. Parecía que estaban rogando que alguien los golpease. La guerrera observó que el que sostenía el cayado parecía enfermo, o por lo menos muy debilitado. Su confusión se agrandó cuando el chico habló, con gran dificultad.
-¿De-de-de ver-dad eres Xe-xe-xe... na?
En efecto, el chico era tartamudo, y su cuerpo parecía estar también ralentizando su metabolismo.
-Lo es, hijo. De veras que lo es -Etreum respondió-
-Guau, ¡qué dices, Ses, una auténtica leyenda, eh! -Aarón proclamó entusiasmado hacia su hermano-
-Tú te preocu-cu-pas por la-la gen-te. Ya ape-nas que-que-dan perso-nas así.
Xena se vio confundida ante la magia irreal que irradiaba el joven débil. Era la magia de un alma pura.
-Gracias. Pero yo no tengo el mérito -contestó Xena con su mejor sonrisa-
El cuarteto se quedó en un silencio cálido un instante. No había mucho más que decir.
-Bueno, chicos, ¿qué os parece si Xena y yo nos vamos dentro a hablar y vosotros dos aprendéis a manejar ese palo, de acuerdo?
-Cayado, madre, es un cayado... -Aarón resopló-
-Sí, sí, lo que sea.
Etreum se dispuso a salir pretendiendo llevar a Xena consigo, pero la guerrera parecía haberse quedado petrificada.
-¿Ocurre algo, Xena?
Volvió al presente.
-No. No, es sólo que... -Xena alzó su tono para dirigirse a los muchachos- ¡Hey, Moisés, buen cayado!
Aarón sonrió mientras caminaba con su hermano y el entusiasmado Moisés no iba a ser menos.
-¡Gra-cias!
Los chicos se quedaron allí felices como pájaros en primavera, y las dos mujeres entraron en el interior.
Etreum se apoyó contra la chimenea apagada. No habló. Ni tampoco mostró indicios de nada. Xena se colocó frente a ella, a bastante distancia.
Viendo que la mujer estaba con la vista perdida, en algún punto del suelo, Xena se dispuso a hablar. Aunque no fue necesario.
-Sé lo que piensas. Y cuando digo eso no quiero decir que lo "intuyo". Sino que lo sé. Es sólo lo que veo, ya te lo dije. Tengo todas las respuestas. Si quieres formular las preguntas, de acuerdo. Pero no van a ser necesarias.
Dicho esto, Etreum alzó su cabeza para observar a una Xena aceptante, no sorprendida, ni extrañada.
-Creo que supe que eras tú desde que vi a Zara. Quizá por los cuidados, eran iguales.
-Es posible. ¿Empiezo ya?
-Por favor.
La mujer frente a la guerrera paseó hasta la ventana de la sala, sus manos se apoyaron en la repisa, su mente, no obstante, volaba a kilómetros de allí.
-Mi auténtico nombre no es Etreum, sino Lara, nacida en Gapolis, para ser más exactos, una pequeña aldea no muy lejos de Tesalia, de la que nunca habrás oído hablar porque cuando era niña fue arrasada por un señor de la guerra. Por supuesto, yo fui capturada y separada de mi familia. Era demasiado pequeña como para ser vendida a los harenes del Este, así que uno de los mercaderes, Hasid, egipcio, y con unas esposas que le descontentaban, me llevó con él para adoptarme primero como su hija, pretendiendo que algún día podría ser también su esposa.
Hasid acumuló una buena fortuna, y hacia el final de su vida decidió volver a su tierra, a Hierakómpolis, y asentarse por fin. Para entonces él había sido cegado en una pelea de taberna y no tardó mucho en morir. No tuvo ningún hijo varón, causa, supongo, por la que sus esposas lo irritaban tanto. Como dije, él pretendía hacerme su esposa, pero no pudo. No fue capaz. Yo, que no era hija de su sangre, y sin embargo fui a la que más cuidó, a la que más amó, a la única que llevó en sus viajes. Al final, el infranqueable mercader deseoso de un hijo varón, no se atrevió a tocarme un sólo pelo a no ser para acunarme en sus brazos.
Tras su muerte yo quedé como única y legítima heredera, y de esa forma, pasé a ser responsable de su fortuna, y también de sus nueve esposas, y dieciséis hijas. Pero en ese momento apareció el joven rey Narmer, pidiendo mi mano por no sé sabe qué intervención divina. Aunque yo lo sabía, y es que desde luego mi fama de chica sana era de sobra conocida... supongo que creyó que le daría buenos hijos. Así me convertí en la primera esposa del rey Narmer. Y no pasó mucho tiempo hasta que nació Zara. Fue... magia. Ella nació, y el mundo cambió, todo fue distinto. Lo fue de tal manera, que aquello me unió tanto a Narmer, me sentí tan agradecida y complacida por aquel regalo, que me enamoré realmente de él. Y él, se enamoró de mí. Pero entonces llegó la necesidad de tener un hijo varón, un heredero al trono, y fue cuando descubrimos que yo no podía tener más hijos. Hubo presiones desde todas las partes del reino, Narmer se enfureció, tanto conmigo, como con su pueblo, como consigo mismo, y empezó a tomar esposas en serie. Eso no me hubiera dolido demasiado. Hasta que llegó ella. Sí, lo que estás pensando: Sanai. Una auténtica hija del mal. Una manipuladora. Sanai le dio un hijo varón, Ramsés, no mucho tiempo después.
Un hijo que ahora quieren cruzar con mi Zara... igual que a los perros... o los dioses.
Y entonces supongo que le ocurrió lo mismo que conmigo, en la cabeza de Narmer se revolvieron ideas de poder absoluto, incitado por Sanai, y también Haleb, su jefe de la guardia real. Ya te dije que aquí es como si el único con espíritu fuese el rey, el absoluto rey. Así que cuando el pueblo hebreo comenzó a levantarse contra la tiranía de mi marido, y yo no quise elegir aquel camino de odio, fue revelado ante mí el secreto real: la alianza. Creo que ya has conocido a ambos componentes de ésta: unos, son la casa real... otros, el pueblo venido del cielo: la Matriz. Una alianza de protección mutua que pedía a los egipcios un profeta para los del cielo. Y como mis ideas no eran las adecuadas para una primera esposa, y mi capacidad mental de doblar espadas con la mente o adivinar el pensamiento, no demasiado conveniente para un rey de exacerbada hambre sanguinaria, fui entregada al sacerdote de la Matriz como nueva profeta. Sufrí las penas de las pruebas, fui resucitada varias veces... la pérdida en mi memoria del amor por mi hija, y también comencé a redactar en la pared de la nave la historia que tu amiga estaba continuando, la historia que el sacerdote nos instó a escribir, sabiendo que nosotras la desarrollaríamos con nuestros poderes. Pero algo me empujó, Xena, algo... algo más grande que mi necesidad de guiar a aquel pueblo o de proteger la Matriz: era mi hija, llamando por mí. Zara, mi pequeña Zara. No tardé en descubrir que estaba embarazada. Y yo me decía que no podía ser, imposible. Pero cuando fui a la Matriz para rogarle que me dejara marchar, y el sacerdote tocó mi vientre para darme su bendición, lo supe. "Llevas dos varones en tu seno, que serán hijos también de la Matriz y de lo que representa".
Así me dejaron marchar. No son una nación sanguinaria, como los hombres... porque la función del Universo es todavía más sublime de lo que podamos imaginar, y ellos ya han presenciado esa función...
Xena se dio cuenta de cómo los rayos del sol comenzaban a caer sobre la tierra. Su mirada volvió a la mujer que la miraba tranquila.
-Y ahora piensan que Gabrielle es su profeta -Xena analizaba sus propias palabras-
-Ya ves que dejaron que te la llevaras -Etreum caminó hacia desde la ventana hasta la chimenea de nuevo-
-Sí. Pero ella quiere regresar.
-Es normal. Han implantado ese deseo en ella. El deseo de guiarlos.
-¿¡Le han implantado eso y me han borrado a mí... a ella... a toda su vida!? -la guerrera se maldijo por perder con tanta facilidad el autocontrol-
-No la retendrán. No lo hicieron conmigo, ni lo harán con ella. El sacerdote, está con ellos desde hace tres milenios porque es lo que desea. Su vida estaba vacía y ahora tiene la misión de ser su guardián.
-Sí, pero no Gabrielle.
-Sé lo que te preocupa -Etreum guardó un largo silencio como deseando que la guerrera calmara su mente- Xena.... piensa. Yo recuerdo a Zara.
Xena se calló durante un largo instante mientras ordenaba el relato de la mujer, y sus propios sentimientos, atando cabos sueltos.
-¿Cómo lograste recordar? -preguntó por fin-
-Una vez me fui de su lado, los deseos que habían implantado en mí perdieron su significado. Oí a la Matriz hablarme, bendiciéndome y perdonándome. Dijo que yo recuperaría mis recuerdos, si un sólo momento vital, algo que significase el emblema de todo lo vivido por mí anteriormente, se manifestaba. Entonces, yo recuperaría mi pasado. A Gabrielle ha de ocurrirle lo mismo.
-¿Un momento vital?
-Cuando di a luz a Aarón y Moisés, en esta misma casa, recordé el momento más feliz de mi vida: el nacimiento de Zara. Y entonces todo volvió a mí. Y fue cuando decidí, y mi elección fue tomar una nueva identidad como viuda con dos hijos para poder estar libre de las manos masculinas, y ponerme en contacto con mi hija, con la mente. Ahora ella sabe que tiene dos hermanos verdaderos y viene a mí cada vez que cualquiera de nosotros la necesita.
Xena volvió a beber del silencio. Del suyo propio. Se apoyó como pudo contra la pared y sus manos se juntaron, apretadas contra su barbilla, luchando por descifrar todos los enigmas planteados.
-Es admirable -dijo la guerrera-
-No. Sólo seguí, lo que veía.
-Seguimos teniendo una profecía de por medio.
-La teoría ha evolucionado. Creo que está comenzando a pensar que quizá su Elegido no sea un individuo sólo, sino la suma de todos aquellos que están seleccionando a lo largo de los siglos como sus profetas. Gabrielle y yo somos parte de ello. Y no son sólo ellos, abarca mucho más. Por alguna razón, todos los que hemos ocupado ese lugar, el sacerdote, Gabrielle y yo, tenemos la certeza de que el alcance es mucho mayor, y hay algo borroso en el futuro que no logramos ver... eso me da miedo.
Xena irguió la vista ante lo que acababa de oír. Etreum estaba pensativa y distante, sus ojos en la puerta que conducía hasta sus hijos.
-Los hice hebreos para protegerlos de que su padre los descubriera algún día -dijo la mujer- pero hay una amenaza que cae sobre mis niños... y no sé lo que es.
Xena iba a decir una frase de apoyo a la mujer de espíritu fuerte que tenía frente a ella, pero un chillido en el interior de su cabeza hizo que el dolor la retuviese. La vista pareció volverse blanca por completo, cegándola. Unos segundos después contemplaba a una Etreum recta e inmóvil que la miró reflexiva.
-Algo va mal. Es ella -dijo la mujer-
Xena no necesitó más explicaciones para echar a correr escaleras arriba, anticipándose clamando el nombre de Gabrielle.
Capítulo XIV: De Padres e Hijas (y algunos sueños raros)
"No es la carne y la sangre, sino el corazón, lo que nos hace padres e hijos"
-Friedrich Schiller
Estaba en una estancia pequeña y oscura. Parecía un zulo, húmedo e incómodo, con apenas una luz tenue.
Janice se retorció lentamente. El dolor creció en la espalda al tratar de incorporarse, así que desistió. Sentía un pinchazo muy intenso en la espina dorsal. Debían haberle golpeado muy fuerte. Quizá los daños fueran bastante graves.
Abrió los ojos con lentitud por el temor de encontrarse sola.
-¿Mel...?
Una mano giró con delicadeza su rostro. Vio a una Mel sin gafas, con algunos rastros de sangre en el rostro, magulladuras oscuras alrededor de un ojo. La sostenía sobre su cuerpo, con la espalda apoyada contra la pared.
-Janice... -Mel llamó-
A la arqueóloga no le salían las palabras. Mel descendió con cuidado y la besó en la frente.
-¿Llorando? No llores... -Janice dijo mientras una lágrima propia resbalaba por su mejilla-
-No lo haré -respondió Mel-
Janice ladeó la cabeza confusa, y triste. Mel retuvo una sonrisa forzada.
Entonces una puerta se abrió frente a ellas. La luz las cegó, y la silueta negra de un soldado apareció.
-No tardará mucho -dijo el soldado-
La puerta se volvió a cerrar.
Janice cerró los ojos y se volvió a Mel. Ahora no tenía tiempo que perder.
-Yo te traje hasta aquí. Ha sido culpa mía.
Mel negó con la cabeza.
-Tenía la elección de no ser nada, o de ser tu amiga. Elegí el camino de la amistad.
Janice volvió a cerrar los ojos con fuerza.
-Lo siento... por todas las veces en las que no te he tratado bien.
-Janice, tú has sacado lo mejor de mí misma. Antes de conocerte, nadie me veía por lo que yo era. Me sentía... invisible. Pero tú viste todas las cosas que podía ser. Me salvaste, Janice.
La arqueóloga bajó su mirada.
-Desearía...
-¿Qué?
-Haber leído tus traducciones por mí misma tan sólo una vez.
Mel sonrió.
-Te habrían gustado.
-Lo sé.
Harrer miró hacia abajo. Ante él se extendían más de doscientos metros de intrincadas escaleras, de pasadizos, y abajo, una Matriz muerta. Y la Máquina de la Resurrección. Uno de los soldados se acercó por su espalda. También se asomó con cuidado, mientras hablaba.
-Ya están despiertas.
Harrer asintió.
-¿Cuál de ellas? -preguntó el soldado-
El nazi cerró los ojos.
-La rubia.
El soldado lo indicó a sus compañeros, situados en el estrecho pasadizo, tras él.
-Y seguro que lo que pone en el pergamino...
-No están vivos -Harrer sonrió al temeroso soldado- ¿No me dirás que te dan miedo las historias de monstruos?
-No. Pero debiéramos ser prudentes, señor. Puede que algunos estén vivos.
-¿¡Cómo!? ¿Cómo iban a sobrevivir durante más de dos mil años, eh?
-En el pergamino ponía que regresarían. Que sólo estaban dormidos. La selección natural...
-¡Basta! ¿No has visto el capullo de la sala? El de ahí abajo está tan muerto como ese. Ahora lárgate y ve a hacer tu trabajo.
-Sí señor.
El soldado se perdió entre la negrura del pasadizo, y Harrer dio un silbido. Un pelotón de unos veinte soldados esperaban en él para bajar al fondo del núcleo, donde la oscuridad consumía todo atisbo de máquinas inmortales.
-Dios... hay tantas cosas que quiero decirte.
Janice luchaba con fuerza para no perderse en el deseo de cerrar los ojos, concentrada en Mel. La traductora sonrió con delicadeza.
-No tienes por qué decir nada -susurró-
Janice asintió con dolor y ladeó su cabeza hasta colocarla contra el brazo de Mel, descansando allí, contra la ropa manchada y sucia, apretándose contra la piel.
Pasaron largos minutos de silencio, de oración.
-Mel... -la arqueóloga sonaba débil, con dificultades para hablar-
-¿Si?
-¿Sabes qué? Yo quería una muñeca de pequeña.
-¿En serio? -Mel sonrió casi acunando a Janice en sus brazos-
-Sí... era una princesa -la arqueóloga también sonrió entre sollozos- Era rubia. Estaba en un escaparate de una juguetería grandísima que había en Nueva York. Era preciosa.
-¿Y no la tuviste?
El rostro de Janice se endureció.
-No. Dejé de quererla cuando mamá se marchó.
No hubo respuesta por parte de Mel, que miró al vacío reteniendo las lágrimas. Algo que Janice debió notar cuando levantó con cuidado una de sus manos para acariciar su mejilla.
-Shhh, tranquila -dijo Janice- Tranquila.
Mel sollozó de repente y tomó la mano de Janice en la suya, rozando su rostro contra ella.
-Lo siento... siempre soy así de idiota -Mel se disculpaba avergonzada-
-¡No! No... Mel, tú no eres idiota -Janice argumentó con susurros intensos-
-Hasta Harrer se da cuenta, ¿no ves que lo dijo?
-¿Y desde cuándo usted, señorita cum-laude por la universidad de Carolina del Sur, se preocupa de lo que diga un nazi hijo de puta?
Mel se preguntó cómo era que Janice, aún sin la intensidad de toda su energía a punto, podía derrochar siempre tanta expresividad incluso si estaba herida.
-Ese nazi... era tu amigo.
-Pues él se lo pierde, ¿no? Venga, tesoro, cuéntame tus sueños -pidió la arqueóloga en un esfuerzo por cambiar de tema-
-¿Qué? -Mel alzó la cabeza mientras sorbía profundamente y perdía el contacto de la mano de Janice- ¿Mis qué...?
Entonces las palabras fluyeron en su mente. Janice sin contestar, dándole tiempo a ordenar los significados. El rostro de Mel se iluminó y sonrió con admiración.
-¡Caray, Janice, es la primera vez que me preguntas...! -entonces la luz de Mel desapareció y su rostro parecía conmovido- ...que me preguntas algo así.
-Más vale que aproveches, entonces -Janice sonrió-
-Oh, en fin, yo sólo pienso en tonterías...
-¡Oye, yo te conté lo de mi muñeca!
-Pero es que...
-Vamos, Mel, puedes hacerlo -Janice alzó una mano tratando de llevarla al corazón- Palabrita de amiguita que no pienso contar nadita...
Mel rió a duras penas por la muestra de humor repentino de su compañera. Sobretodo, en momentos como este.
-Bien -Mel cogió aire- pues, recuerdo que tenía un sueño muy extraño cuando era pequeña...
-Umm... un sueño... ¿No serás freudiana, eh Mel?
-¿Qué?
-Era un chiste. Ya sabes. Chistes malos de la factoría Covington.
-Oh -Mel pareció ligeramente sonrojada al reparar en lo que implicaba el freudianismo-
-¿Y bien?
-Sí, verás -Mel pensó un rato con la mirada distante y los ojos entrecerrados- Vaya, Janice: creo que yo nunca he deseado nada...
Mel había resuelto la frase como si acabara de darse cuenta de la peor situación de su vida. Viendo aquella expresión confusa en su amiga, Janice supo que, realmente, a Mel no le había dado tiempo a desear.
-¿Nada? ¿Nada de nada? -Janice preguntó tratando de sonar extrañada- ¿Ni el lindo cachorrito de la vecina o la casita de muñecas de tu hermana mayor?
-Yo no tengo ninguna hermana, Janice.
-Bueno, ya, ya. Ya lo sé. Era en sentido figurado. Así que, en tu vida, ¿no has tenido ningún sueño que cumplir?
-Ya te dije que... sólo ese sueño. Pero es un sueño físico. Quiero decir, no un deseo.
-¿Cómo era?
-Un tanto estúpido. Aunque hay algo muy curioso. Después de que Xena, bueno, de que Xena entrase en mi cuerpo o lo que fuese, se intensificó. De algún modo, también pude encontrarle algo de sentido.
A Janice se le agrandaron los ojos. Como pudo, se aclaró la garganta.
-Cuéntamelo.
-Estoy en un sitio imposible de identificar. Sólo sé que es un espacio abierto, muy hermoso, como un jardín, una plaza, o algo así. Me llena, me siento perfecta en él, y huele a... Historia. A viejo.
-Debe ser una biblioteca -Janice comentó graciosamente-
Aunque Mel decidió ignorarla, absorta en su relato. Ni cuenta se daba de que mientras hablaba, jugaba entre sus manos con los dedos de Janice, como una niña pequeña a la que se le regala una mano adulta por primera vez.
-Pero rezuma belleza. Yo estoy vestida de blanco, completamente, y a mi lado hay alguien o algo que me sostiene. Veo a todo el mundo como si estuviera elevada en el aire, no demasiado por encima de ellos, y son todas las personas que conozco, mi familia, mis antiguos amigos, parecen muy felices y me saludan... dependiendo de la etapa que esté pasando, el sueño cambia. Mi padre estaba en él, era el que más brillaba y sonreía de aquellas personas. Y desde que te conozco, simplemente no ha vuelto a aparecer...
-Oh -Janice no supo de qué otra forma tomárselo-
-Luego comienzo a sentirme horrible. Trato de mirar aquello que sujeta mi brazo, pero sólo sé que no puedo liberarme. Que es una condenación. No me hace fuerza, simplemente me he quedado inmóvil y soy incapaz de moverme. Así que grito, con todas mis fuerzas, grito a la gente, al salón, y chillido desesperado. Pero todos siguen sonriendo, todos siguen... siniestros y callados, como... como si me estuvieran castigando por algo malo que he hecho... y simplemente, lo que me tira del brazo me retiene y me lleva hacia algo que no quiero.
-Oh, tesoro. Siempre hay un héroe que va al rescate -Janice hizo gala de su mejor dulzura mientras acariciaba la mejilla húmeda de Mel-
-¿Héroe? ¡Mírame, Janice Covington, me merezco todo eso y más!
-¿Qué? ¿Pero por qué...? No...
-¿Y tú me lo preguntas? ¡Por quererte, Janice, por quererte!
Janice paró de repente sus protestas y sintió al corazón haciendo lo mismo. Cuando el aire frío comenzó a entrarle por la boca, se dio cuenta de que la tenía completamente abierta, preparada para ser rellenada de moscas.
-¡Es mentira que no haya deseado nada en mi vida! ¡Sí he deseado: a ti! ¡Te he deseado y te deseo con todas mis fuerzas y ahora ya no importa lo que digas ni lo que digan porque vamos a morir!
Janice separó cada letra de cada palabra con sumo cuidado. Que su mente estaba imaginando todo esto, o tergiversando las palabras de Mel, era una posibilidad. Una posibilidad con muchas cartas para ganar. Pero, si por el contrario, algún capricho de ese destino en el que nunca creyó a pesar de ser descendiente de una mujer muy propensa a toparse con él, estaba haciendo que todas sus plegarias se convirtiesen en realidad en los minutos anteriores a su muerte, entonces, mejor hubiera sido la primera opción.
-Mel...
En lo que a Melinda respectaba, lo único que lamentaba ahora mismo era que sus propias imaginaciones de Janice consolándola se escucharan en su mente mucho más alto que sus propios sollozos. Cuando notó a la mujer en su regazo tratando de moverse, se maldijo por estar atrapada entre ella y la pared. De haber podido, habría echado a correr.
Unas manos frías y temblorosas retiraron sus manos, que protegían su lloroso rostro. Unos ojos verdes con sentimientos indescifrables en ellos la miraron. Luego, solamente unos labios débiles susurraron...
-Bésame.
-¿¿Qué??
-Bésame de una puñetera vez.
-Pero...
-Ya no hay tiempo para peros. Bésame. Si vamos a morir, que sea una buena despedida, tesoro.
Una mano bajó a su costado. Otra rodeó su nuca. La presión que la empujaba hacia abajo aumentó y no hubo resistencia.
El beso fue dulce, delicado, elegante. Primero, los labios de Janice tocaron como una seda suave los de Mel, miedosos incluso, tan derretidamente tiernos. Después, la propia Mel tomó una iniciativa esperada sabiendo que Janice no podía poner mucho de su parte debido a sus heridas. Partió los labios de su compañera con una boca que sonreía de felicidad en el propio beso y cuando se quiso dar cuenta estaba dentro de Janice, suplicando por alargar el momento cinco segundos más. Al final, yacieron abrazadas, llorando y meciéndose la una a la otra.
Después, las lágrimas fueron un rastro confuso de niebla entre las risas. Las risas de lo bonito que pudo ser. No hubo palabras dichas en aquel intercambio de miradas con dos almas que se encontraban, no por primera vez, sino simplemente eso: se encontraban.
-Creo que hay dos personas con las que debemos estar profundamente agradecidas, pero también bastante cabreadas -dijo Janice mirando en un rostro que reflejaba su desahogo momentáneo-
-¿Quiénes? -Mel preguntó con la sutileza de un cómplice-
-Harry Covington y Melvin Pappas.
-Oh...
-Harry y tu padre se conocían. Por culpa de Harry me hice arqueóloga. Por culpa de Harry llevo en la sangre los pergaminos de Xena. Por culpa de los pergaminos de Xena le envié a tu padre aquella carta. Por culpa de tu padre tú te hiciste traductora. Por culpa de hacerte traductora recogiste el mensaje. Por culpa del mensaje supiste lo de los pergaminos.
-...Y, finalmente, por culpa de los pergaminos, llegué hasta ti.
-Cierto.
-Cierto. Pero, ¿no crees que la verdadera culpa la tienen Xena y Gabrielle?
-Uh, déjalas en paz. Bastante tuvieron con tener que lidiar con todos aquellos dioses.
-Y todos aquellos reyes...
-Sí, y todos aquellos monstruos...
-...y todos aquellos... Joxers...
-¿Joxer?
Mel se encogió de hombros. No pudo evitar descender de nuevo para besar a Janice. Cuando el beso se rompió, sus cejas se encorvaron con una elegancia que sólo podía ser de ella. Aunque de vez en cuando aquella delicadeza se confundiera con una arraigada estupidez sureña...
-¿Harry? ¿Llamabas a tu padre por su nombre de pila?
-Sí, bueno... así fue siempre. De vez en cuando, algún que otro "papá", pero era sólo cuando quería conseguir algo y para entonces, él ya me veía venir.
Mel rió apretando a Janice un poquito más entre sus brazos.
-No creo que debamos estar enfadadas con ellos. No. Más bien, enormemente agradecidas. Le he agradecido a mi padre cada momento de mi vida. Y después de que falleciera, le he agradecido cada momento de la suya conmigo. Ahora tengo que agradecerle cada momento contigo.
Janice asintió con los labios apretados.
-Sabes, Mel, yo no soy precisamente del tipo religioso, pero ojalá existiera el puñetero Cielo para que Harry y Melvin pudieran estar viendo esto mientras se toman unas copas.
Mel sonrió con la belleza de todos los pensamientos sorprendentes y fascinantes que salían tan a menudo de la cabeza de su arqueóloga. Se quedó un rato largo mirando a Janice fijamente. Después, se mordió el labio inferior.
-Mmm... ¿Jan...? Mi padre no bebía.
Janice tenía los ojos cerrados, su cara hundida en el costado de Mel. Se dibujó una sonrisa en su rostro.
-Bueno, Harry tampoco -dijo muy seria sin abrir los ojos-
Mel asintió con la cabeza. Un segundo después, ambas estallaron en las débiles carcajadas que el estado físico les permitía. Harry Covington, que no bebía. Abrase visto.
Todo se relajó de nuevo. Mel se permitió descansar su cabeza sobre la adormilada Janice.
-Mel, vuelve a hacerlo, por favor.
-¿Lo qué?
-Llamarme Jan.
-Que tengas dulces sueños, Jan.
-Mmm-hmm...
-Sueña conmigo, Jan.
-Mmm-hmm...
-Te quiero, Jan.
-Mmm-hmm...
Capítulo XV: Las Plagas
"El Universo no fue hecho a la medida del Hombre, tampoco le es hostil; le es indiferente"
-Carl Sagan
-Te tengo... te tengo... tranquila.
Para cuando Xena había llegado a la puerta de la habitación, Gabrielle estaba gritando en una pesadilla, cubierta de sudor y lágrimas. Mientras la acunaba en sus brazos, sintiendo sus manos aferrándose a su espalda como si fuera la vida misma, se preguntó cuánto tiempo más iba a durar una de las situaciones más dolorosas de su vida. Y de la Gabrielle. Y ambas habían visto mucho dolor a lo largo de los años.
Pasaron largos minutos mientras Gabrielle derramaba cada lágrima contra los hombros de Xena. Un rostro destrozado se irguió para encarar el azul intenso de la guerrera.
-Xena... -los sollozos de Gabrielle se adornaron con débiles susurros- ¿Quién es Hope?
Gabrielle vio que su pregunta se quedaba con una respuesta incierta en el aire, incalculable. Xena sólo supo ladear su cabeza con ternura y regresarla al lugar donde pertenecía. A sus brazos.
El tiempo volvió a volar con delicadeza a su alrededor. Gabrielle por fin paró de llorar. Y su expresión cambió por completo.
-Hay algo más -dijo con el tono de la intuición- Está ocurriendo algo. Me están llamando. Cada vez más fuerte. Tienes que llevarme de vuelta.
-¡Ni hablar! -Xena gritó levantándose-
La guerrera caminó hacia su ropa, acumulada en una silla y comenzó a empaquetar cosas nerviosamente.
-Xena, escucha. Algo no va bien, es muy grave. Ahora me necesitan más que nunca.
-No me importa -Xena paró bruscamente- ¿Es que no lo entiendes? No pienso perderte.
-Y no lo harás. Pero tienes que llevarme con ellos... por favor.
Xena cerró los ojos en un intento por resistirse a conceder la súplica de Gabrielle. Entonces notó otra presencia en la sala. Cuando abrió los ojos, Lara hablaba con Gabrielle... en la misma lengua en que lo había hecho con el sacerdote. La mujer acariciaba el pelo de la rubia, ambas se sonreían, parecían una madre orgullosa y una hija complacida en el día más importante de su vida. Después Lara dijo algo, y los rostros de las dos se metamorfosearon en una mueca de preocupación. Lara alzó la mirada.
-Es cierto, Xena. Algo está pasando. Sentimos el odio en el ambiente. Vienen a por nosotros.
Xena asintió. Luego simplemente volvió a su tarea, recogiendo su armadura y su espada.
Etreum se acercó despacio.
-Xena. Tienes que llevar a Gabrielle allí. Ella es nuestra única esperanza...
La guerrera paró su actividad. Miró a la mujer, luego a Gabrielle. Tras un instante, suspiró, y volvió a encarar a Lara.
El chakram apareció de repente con un gesto ágil en la mano derecha de Xena y lo agarró con fuerza. Un destello plateado se posó sobre él. Xena respondió mientras lo miraba.
-Lo sé.
El chakram rebotó de un lado a otro del corredor en tinieblas provocando chispas y luz intermitente. Gabrielle observó asombrada a Xena. El chakram se perdió en la oscuridad y su sonido se alejó.
-¿Xena, qué estás haciendo...? -Gabrielle preguntó-
Aquel baile magnífico de Xena y su arma letal le era familiar. Sabía que adoraba presenciarlo, pero sólo eso, simplemente sabía que debía adorarlo antes de su pérdida.
-Shhhh -Xena silenció rápidamente-
Sus sentidos se aguzaron con sutileza y entonces el chakram apareció de vuelta delante de ella. Su mano lo recogió antes de que atravesara la garganta de Gabrielle.
-Por si las moscas. Camino despejado. Vamos.
Xena comenzó a caminar por el largo pasillo y Gabrielle se quedó allí un buen rato preguntándose lo que acababa de pasar. Pero le gustaba.
-Os estaba esperando.
El sacerdote observaba de espaldas, al capullo viviente, soldados alienígenas yendo y viniendo, se inclinaban al pasar por delante de Gabrielle. Xena, ya en su armadura habitual, tuvo ocasión de comprobar cómo las paredes blancas luminosas resaltaban cada hermoso trazo de la escritura de Gabrielle, que se extendía a lo largo de toda la estancia. Dioses, tenía que haber estado escribiendo desde que la... Desde que la resucitaron.
Gabrielle se había vestido en su traje amazona marrón habitual, pero iba cubierta además con la túnica blanca que le habían puesto. Volvió a saludar al sacerdote en aquella lengua común a ellos dos y Etreum... Lara.
-¿Puedo preguntar por lo menos qué lengua es esa? -Xena sonó algo molesta-
Gabrielle sonrió.
-Arameo -explicó el sacerdote- Es la lengua que hablará el mejor de nosotros.
-El mejor de vosotros -Xena repitió a modo de pregunta-
-Él aún no ha nacido. Pero será el mejor de los profetas. Es... -Gabrielle fue interrumpida-
-No me lo digas -sonrió Xena- Es sólo lo que veis.
-Sí...
La mujer más joven pareció sonrojada. El sacerdote tuvo tiempo para sonreír observándola, devolviendo de vez en cuando una mirada extraña sobre la guerrera morena, deduciendo conclusiones que lo hacían sentirse con esperanza.
-Habéis venido por el odio, ¿no es cierto? -el sacerdote preguntó volviendo su cuerpo al capullo. Los soldados seguían yendo de un lado a otro-
-Sí. Puedo sentirlo. Puedo sentir el peligro -Gabrielle se adelantó hacia él-
-¿Y eres consciente de a quién ataca ese peligro, verdad?
-A ellos. A la Matriz.
-No, Elegida. La Matriz está a salvo. Es el pueblo, el que no lo está.
-¿El pueblo?
-Tu cometido aún no está cumplido. Y creo que está lejos de... nosotros, o la Matriz. Ahora ve, y salva al pueblo que corre el verdadero peligro. Todos nosotros somos los protectores de la vida. Es uno de los principios que has conocido con la Matriz. Ella quiere que lo cumplas. Ella te ayudará a cumplirlo.
Xena seguía la conversación desde atrás, no entendiendo la envergadura del significado. Podía ser que realmente este fuera el destino de Gabrielle. Al fin y al cabo, ella siempre había vivido para proteger a los demás. Quizá por eso era una Elegida.
Xena observó cómo los trazos del rostro de Gabrielle hacían un gesto contraído para evitar llorar.
-No estoy preparada para guiarlos. Yo no soy la Elegida.
-Serás lo que la Matriz te indique. Serás su alma, y serás su espíritu. Y serás todo lo que representa.
La guerrera comprendió que aquella conversación no se estaba desarrollando sólo con palabras. Sino con mentes. Con pensamientos y sensaciones que probablemente la Matriz enviaba a Gabrielle. A una Gabrielle irreconocible. Y tan valiente como siempre.
-De acuerdo -dijo-
El anciano sacerdote milenario acarició la mejilla de Gabrielle y la besó en la frente. Xena no necesitó traducción para entender unas pocas palabras en la lengua extraña como una bendición.
-Ahora, déjate llevar por lo que te dice -el sacerdote concluyó-
Gabrielle cerró sus ojos y respiró profundamente. Luego, simplemente los abrió con una rapidez aterrorizada.
-El odio -enunció mirando a Xena- Van a por ellos.
-¿Qué? -Xena se acercó-
-¡La guardia real, el ejército egipcio! Van a por los hebreos...
Xena comenzó a entender todo y sus ojos se agrandaron mientras cogía la mano de Gabrielle.
-Hay que salvarlos -dijo Gabrielle-
-¿Pero... cómo? ¿Dónde metemos a todo un pueblo? -Xena preguntó con el aire de la incredulidad-
El sacerdote asintió a Gabrielle. Xena comenzaba a desear poder entrar en las malditas conversaciones telepáticas. Sacerdote y bardo sonrieron nada más la guerrera había pensado esto. Entonces supo que había sido delatada por su propia mente.
El sacerdote preguntó algo a Gabrielle como respuesta a la pregunta desesperanzada de Xena. De la frase, la guerrera sólo supo que era una pregunta, y que llevaba el nombre de Lara.
-Señora... ¿cómo...? Hace años que no os hemos visto...
-¿Dónde está el rey?
-En... en la parte trasera. Los baños. En el río.
-Gracias, Musi.
-¿Lara? ¿Volvéis para quedaros?
-No, querida. Sólo a saldar deudas.
Etreum entró en los baños reales que comunicaban con el Nilo. Tal y como los recordaba. El gran pasillo donde había encontrado a su antigua y fiel sirviente terminaba en otras nuevas seis columnas del mismo brillo que las que dominaban en todo el palacio. Las columnas sostenían la pequeña bóveda semicircular que cubría las escaleras, conductoras directas hacia aguas del Nilo.
Narmer se encontraba de espaldas a la entrada. Su torso desnudo, mientras el agua del Nilo le llegaba hasta las rodillas, y su mirada se encontraba perdida en los vastos campos de Egipto.
-Nemes...
Oyendo su nombre de sucesión, un nombre que nadie había utilizado hacía mucho tiempo, Narmer se giró sobre sus pies para ver la figura fantasmal de su auténtica primera esposa.
-¿Lara?
Y Sanai salió de entre la decena de mujeres amontonadas en la orilla del río.
-¿Qué hace ella aquí? ¡Se supone que estás muerta!
-Para ti sí. No para mi hija.
Las mujeres se callaron. Sanai se revolvía en sus pensamientos de furia. Los sirvientes decidieron estar a la expectativa, mientras la guardia real se colocaba sigilosamente a ambos lados de las escaleras. Entre ellos, el capitán Haleb observaba minuciosamente a la mujer que él mismo había entregado hacía años a los seres del subsuelo.
Narmer, sin embargo, parecía perdido en la oscuridad de los ojos de Lara buscando a su esposa en aquel mar. No debió encontrarla cuando se volvió con rabia. O quizá no se encontró a sí mismo. Al que había sido.
-¿A qué has venido? -preguntó el rey saliendo del agua, reclamando su túnica-
Una horda de sirvientes lo cubrieron con su manto rojo y él los disipó con un enfadado gesto de su mano.
-A pedirte que dejes en paz a mi pueblo.
-¿Tu pueblo? ¿Acaso han acabado los del subsuelo siendo... tu pueblo?
-No será porque tú no lo intentaras. Pero no, no me refiero a los venidos del cielo. Sino a los hebreos. Los hebreos que están protegidos por los venidos del cielo, sí. Porque tú rompiste tu alianza con ellos. Ahora nos protegen.
Narmer clavó su mirada en su antigua esposa. Una ola de recuerdos lo invadió. Después, sólo la nada. El vacío. El desinterés. La ira. Y el poder.
-¿Así que ahora los hebreos son tu pueblo? ¡Sus desobediencias serán castigadas doblemente entonces! ¡Arrasaré a los israelitas como a moscas, y no habrá ni un sólo niño ni una sola mujer que quede vivo!
-¡No! ¡Déjalos marchar!
El rey cambió su intención de retirarse. Cada músculo de su cuerpo tensado.
-¿Y qué vas a ofrecerme a cambio, querida esposa?
Lara vio en los ojos de su antiguo rey la ira del abandono. Del abandono a sí mismo. Ella no le había dejado. Había sido al revés.
-Mi vida.
Sanai sonrió ante la oferta. La provocativa primera esposa salió del agua para alcanzar a su inmóvil marido. Sus brazos acariciaron el torso bronceado de su esposo, y algo fue susurrado en el oído del monarca.
-Quiero su cabeza en una bandeja de plata.
Narmer asintió. Lara se encogió ante el pensamiento afirmativo que percibía desde la mente de su marido.
-Los israelitas serán capturados y sometidos. Y después, aniquilados -enunció el rey lentamente-
Lara cerró los ojos y dio la espalda al monarca, a su esposa, y a toda su guardia. La mujer se aproximó a las escaleras que conducían al Nilo.
-Si es eso lo que tu corazón ordena... -se agachó para mirar su reflejo en el agua- ...que así se haga, Nemes... -Lara cogió un poco de agua en su mano- ...pero lo que ordena la voluntad de la Matriz... -el agua volvió al río. Pero era roja -...es la paz en la Tierra... -Lara se levantó para encarar al rey- ...a cualquier precio.
Narmer y los que lo rodeaban observaron con terror cómo el agua que había caído de la mano de la mujer se volvía roja. La mancha comenzó a aumentar en las aguas del Nilo, y en instantes comprobaron que todo el río era ahora un panorama de sangre. Auténtica sangre.
Lara permaneció seria y determinada ante el asustado rey.
-Observa, Nemes. Las aguas se han convertido en sangre. Los peces del río morirán, el río apestará y los egipcios tendrán asco de beber en sus aguas. Habrá sangre en toda la tierra de Egipto, en tu río, en tus canales, en tu estanques, y en todos tus depósitos.
Narmer salió de su ilusión con furia. Llamó a alguien.
-También en Egipto sabemos los vulgares trucos de magia.
El sacerdote de la ceremonia de Horus apareció con su largo cayado de oro. Portaba una jarra en su mano. Tiró el contenido que parecía agua corriente, y antes de tocar la sangre del Nilo se mutó con asombrosa rapidez en un líquido rojo.
Lara no prestó atención al patético artificio del sacerdote.
-Sufrirás nueve plagas más, mucho más temibles y desastrosas que esta. Primero, del cielo y de la tierra saldrán inmensos ejércitos de ranas que invadirán vuestros hogares. Después, el polvo de la tierra se volverá una inmensa mancha de mosquitos que os castigarán con vuestras picaduras. En la tercera, serán los tábanos los que os ataquen. Y como cuarta llegará la peste, de manera que todos vuestros animales morirán. La sexta serán las úlceras, todos sufriréis terribles dolores. En la séptima, el granizo acabará con vuestras cosechas y el ganado que dejéis al descubierto. La octava y penúltima, me es imposible revelarla porque ni siquiera la conozco. La décima, sin embargo, me duele tanto a mí, como te dolerá a ti, mi rey.... tu corazón se quebrará en pedazos, al igual que el mío.
Narmer mandó a sus guardias que apresaran a Lara. No hubo resistencia alguna por parte de la profeta.
-Y si tanto te duele, mi antigua esposa, ¿por qué acaso vas a dejar que ocurra?
Lara sostuvo la mirada impasible del rey.
-Para detenerte.
Narmer sonrió con crueldad.
-Lleváosla. Quiero su cabeza en una bandeja de plata -los hombres comenzaron a arrastrar a Lara- ¡Nada ni nadie impedirá que yo sea faraón de Egipto!
En su mente, Narmer sintió un eco confuso. Pero perderás lo que más amas, Nemes.
-¡Aarón, Moisés!
-¿Xena? ¿Qué ocurre?
-No hagáis preguntas. Coged todo lo necesario para salir al desierto y avisar a todos los demás en Gosén.
-¿Al desierto?
-¡Sí, maldita sea! Escuchad. Estamos en peligro. Tendréis que intentar reunir al mayor número de gente posible. Cuando lo hayáis hecho, dirigiros a la parte sur de la ciudad, alejaros todo lo que podáis del centro y sobretodo ¡ni se os ocurra regresar! Esperad allí por mí o por Gabrielle. Sólo entonces podréis marcharos, ¿de acuerdo?
-De acuerdo...
-Otra cosa. Moisés, ¿podrías dejarme tu cayado?
-Cla-claro, Xena. To-to-todo lo mío es tu-yo.
-¡Gracias! Tened cuidado.
-¡Xena...! ¿Y tú, qué vas a hacer?
-Mi trabajo... limpiar la basura de esta ciudad. Nos dará un poco de tiempo. Cuida de tu hermano.
-¿Dónde crees que están, esposo?
-Ella dijo que ahora los venidos del cielo los protegían. Quizá... ¡Haleb! ¿Si tuvieras que esconder a todo un pueblo... qué mejor lugar que bajo la tierra?
-Partiré enseguida con toda la guardia, señor.
-Ah, por cierto. Acaba con la reina de los del subsuelo... eso que se empeñan en llamar la Matriz. Ya no les debemos nada. Y si das con esa Xena o la Elegida.... bueno, simplemente mátalas.
-Sí señor.
-Esposo... recuerda que tienes una ejecución que ordenar.
-Ah, sí. ¿Crees que Zara me perdonará algún día...?
-Acabamos de descubrir que Lara era hebrea... un pueblo que... va a ser desafortunadamente masacrado por la guardia real. La niña no tiene por qué saber quién ordenó la muerte de su madre.
-Pero yo la amaba, Sanai.
-¿Amor? ¡¿Quién ha hablado de amor, esposo?! Hay que pensar en el...
-Poder. Hay que pensar en el poder.
-Así es.
-¡Guardia! ¡Procede con la del calabozo!
La orden del rey resonó en el aire como el filo cortante de un sable.
Capítulo XVI: Yo, Xena
"El amor es la más noble flaqueza del espíritu"
-John Dryden
La puerta del zulo se abrió bruscamente, y el soldado de antes apareció. Janice no pudo hacer a su vista concentrarse, pero comenzaba a sentir su espalda mejorando y quiso incorporarse. Mel la retuvo.
-¡Es la hora!
Dos oficiales más entraron.
-¡No! -Mel gritó-
Janice fue arrancada de sus brazos con rudeza.
-¡En pie! -vociferó un soldado-
La arqueóloga apenas podía sostenerse, así que fue arrastrada toscamente. Mel quiso retener su mano. Entonces fue golpeada por un soldado. Su cara se giró ante el impacto y notó las rápidas gotas de sangre goteando de su nariz.
-¡Mel!
-¡Dios, no! ¿¡Es que no sois humanos!? ¡¡No hagáis esto!! -la traductora gritó hincada en sus rodillas-
Antes de que la puerta se cerrara, Mel oyó la respuesta apagada de un te quiero, aunque no supo decir si había salido de su propia garganta o de la de Janice. Luego, el zulo volvió a la humedad y al vacío.
Fue entonces cuando lloró. No había consuelo para ella porque no volvería a ver a Janice nunca más.
Mel, desgarrada por el dolor que sentía en su cuerpo, en su alma, y en su pecho, se acurrucó en una esquina del zulo, sus piernas recogidas, sus brazos cubriendo su cabeza.
La puerta volvió a abrirse.
-¿¡Vais a matarme a mí también!? ¡Vamos, ¿por qué no lo haces aquí mismo, eh?! ¡Acaba conmigo, hazme ese favor!
La figura oscura se echó sobre ella. Al principio Mel iba a golpearlo, pero...
-¡Oh, cáspita, querida, lo siento tanto...! ¡Me golpearon en la cabeza y me desperté en uno de estos sitios! Esto es enorme, lleno de estancias raras y pasillos de esos oscuros. ¿Te puedes creer que he tenido que golpear a uno de esos señores tan groseros con mi propia cabeza? ¡Ha sido horrible, a poco más no salgo vivo! Pero... pero... ¿dónde está Covington, querida?
-¡Percie, gracias a Dios!
Mel se tiró en los brazos del inglés y lloró en su pecho contándole lo que había ocurrido.
-¡Oh, encanto, lo siento tanto...! Tenemos que salir de aquí y llamar a la policía, quizá...
-¿¿Qué??
-He dicho que...
-¡¡Ya sé lo que has dicho!!
Mel se incorporó. Al mejor estilo Xena, rasgó su falda de arriba a abajo.
-¿¿Pero... pero... pero qué estás haciendo, Melinda??
Mel agarró al loro inglés por la camisa y lo atrajo pegando su nariz a la de él. Su cara ya no era más la de una niñita sureña.
-¡¡Escúchame, maldito gilipollas lameculos!! ¡A partir de ahora, no soy Melinda, soy Xena, ¿entiendes?! ¡La persona que más quiero en este mundo está a punto de ser ejecutada por esos cerdos nazis, así que como si tengo que ser Mickey Mouse! ¡La única forma de salvar a Janice es convertirme en Xena, cosa que no ha ocurrido, de modo que simplemente HARÉ que ocurra! ¡Voy a ir ahí a salvar a mi mejor amiga, con o sin tu ayuda, pero sin ella seguramente fracasaré, ¿entendido?!
-¿Qué gano yo con eso...? ¡Me van a matar! -Percebal gritó asustado-
Mel pareció buscar una respuesta, y sin abandonar su tono amenazante, dijo:
-¡Casarte conmigo!
Percebal fue tirado en el suelo. Mel abandonó el zulo.
-¡¡Mueve el culo!! -fue lo último que dijo-
Harrer contempló los símbolos en el suelo. El módulo.
-Es enorme -dijo un soldado detrás-
-Sí. Y apesta
Ambos observaron el enorme capullo, podrido y oscuro, que se alzaba ante la máquina de la resurrección.
Desde el fondo de la enorme sala, se oían ya las quejas del cuerpo semi-consciente de Janice Covington. El grupo de tres oficiales la bajaban por las escaleras de un pasillo situado en la mitad de la pared izquierda.
-¡La invitada de honor ha llegado! ¿Cómo te va la vida, Jan? Espero que te hayas despedido de Mel...
-Que te den por culo, Hansy. Aunque seguro que te gusta... ¡aah!
Janice recibió una patada en el estómago, obsequio de uno de los soldados.
Harrer negó con la cabeza acercándose a la arqueóloga.
-Cuida ese lenguaje, pequeña. No es de señoritas hablar de esa manera a un caballero de buen ver.
Janice, ahora arrodillada ante Harrer, con las manos atadas a su espalda, miró a su interlocutor con el desprecio del niño a la cucaracha.
-Si tú eres un caballero, yo soy Rita Hayworth.
Harrer rió con su más que arquetípica carcajada nazi.
-Nunca digas nunca, querida.
El nazi acarició con un beso la mejilla de su antigua amiga, a modo de despedida.
-Espero que esto funcione -dijo alejándose- aunque en cualquier caso, si sobrevives, te mataremos igual.
-¿Qué?
Janice fue arrastrada de nuevo hacia el capullo gigante y comenzó a tratar de zafarse de aquellos brazos que la rodeaban.
-¿Qué vas a hacer? ¡Hans, maldita sea!
Harrer la miró cruzando sus brazos.
-Sólo matarte. Probaremos contigo la máquina de la resurrección. Viene a ser un proceso sencillo. Ah, y no te preocupes, Janice, si contigo no funciona, también probaremos con Mel... para estar seguros.
-¡Cabrón! ¡No la toques, ¿me oyes?! ¡Haz lo que quieras conmigo pero ni se te ocurra tocar a Mel!
La veintena de soldados que estaban allí se dividieron para colocarse a cada lado del cuadrado en el suelo. Entonces comenzaron a tirar de los paneles, y aparecieron unas escaleras y un sarcófago. El módulo, sin embargo, estaba totalmente oscuro, cubierto de telarañas y polvoriento.
Arrastraron a Janice hasta el sarcófago, y la colocaron al lado. Un soldado la golpeó, y ella quedó de nuevo en la semi-consciencia, tirada en el suelo, dolorida e indefensa.
Harrer dio las órdenes en alemán.
-¡Mátala...!
Cuando el soldado frente a Janice estaba a punto de apretar el gatillo, algo resonó en todo el núcleo.
-¡Ayayayayayayayayaaaaa!
Toda la estancia se volvió blanca, literalmente, porque sus paredes se iluminaron, una a una, y el módulo cegó con su luz a todos los soldados. El sonido de todos los paneles blancos de las paredes se fue confundiendo con un zumbido que aumentaba con ensordecedora sonoridad.
-¡Está viva! -alguien gritó-
La Matriz comenzó a contraerse, a vibrar: a respirar.
En la confusión del caos, Janice aprovechó para golpear como pudo al soldado que la apuntaba y hacerse con su pistola, aunque apenas podía andar sin arrastrarse y retorcerse en el dolor. Y entonces la vio.
Frente a ellos, una silueta ensombrecida se alzó. Todos temblaron ante la postura amenazante.
¿Había creído escuchar su grito de guerra? Aquella mirada, aquel gesto... ¡aquel tajo en la falda!
-¡Xena! -gritó Janice llena de júbilo-
-¿Xena? ¿¿Cómo que Xena?? -Harrer exclamó en el borde de la histeria-
La mujer sonrió de vuelta a la arqueóloga rubia.
-Es un placer volver a verte, Jan -dijo-
-¡Matadlaaaaa! -ordenó Harrer-
En ese momento, Percebal Maxwell aparecía sofocado y consternado por uno de los conductos que comunicaban con el suelo. Se acercó a Xena corriendo y le dio... le dio un chakram en la mano. Después, el susodicho individuo salió despavorido por donde había venido.
En la mirada de Xena se puso aquella cara de satisfacción y victoria asegurada. Cogió el chakram firmemente en su mano, y sonrió con aquellos dientes relucientes que anunciaban a los soldados una buena paliza. Todos aligeraron el paso y volvieron a su mirada desesperada hacia su jefe.
-¡He dicho que la matéis! -Harrer volvió a gritar-
Los soldados volvieron en la dirección de Xena no muy convencidos.
-¡Quietos donde estáis! En un abrir y cerrar de ojos le puedo partir el cráneo a quien se mueva con mi fiel... -Xena pareció quedarse en blanco, luego alzó una ceja convencida- ¡shamdock!
Janice frunció el ceño y emitió una onomatopeya indescrifrable. Oh-oh.
-¡Es Mel! -exclamó el nazi-
Janice observó cómo Harrer sacaba una pistola de su chaqueta y apuntaba hacia la traductora.
-¡Mel, corre! -gritó desesperada-
Pero Melinda se había quedado en blanco y decidió no moverse de donde estaba.
-¡No, soy Xena! ¡La Destructora de Naciones, la mismísima Princesa Guerrera! ¡Y te advierto maldito nazi que si le haces algo a Janice, sufrirás mi ira!
Pero la voz de aquella Xena ya no era más la voz del triunfo, la voz de aquella Xena temblaba con el miedo y se fundía en sollozos amargos. Y sin embargo, Mel permaneció erguida, se atrevió a avanzar unos cuantos pasos, amenazante, y entonces vio cómo Harrer retrocedía amedrentado.
-¡Ajá! ¡Tienes miedo! ¡Era de esperar considerando que soy la auténtica Xena!
-¿Qué coño es eso? -Janice se dijo para sí misma-
Detrás de Mel, una forma humana monstruosa se alzaba, un bicho enorme, oscuro, e intimidante, que miraba a los alemanes con ojos de depredador. Janice quiso avisar a Mel de lo que tenía tras su espalda pero las palabras no le salieron.
El monstruo desplegó unas alas de insecto que daban revoluciones casi invisibles y saltó sobre Mel.
La traductora, al ver aquel bicho enorme quiso gritar, pero en vez de eso sólo se cayó dando con el trasero en el suelo y se cubrió la boca con la mano.
El depredador miró a un asustado alemán con confusión. El soldado quiso echar a correr, pero darle la espalda fue un error.
El bicho lo atrapó por detrás, introduciendo sus seis pequeños brazos salidos de su tórax en la espalda del nazi. El cuerpo se desangró, y el soldado cayó agonizante en el suelo, herido de muerte. Cuando se quisieron dar cuenta, sobre la veintena de soldados restantes había una nube negra de bichos alados a los que trataron de eliminar con sus ametralladoras. Pero los cuerpos de los monstruos parecían estar protegidos por armaduras metálicas adheridas a sus cuerpos y las balas rebotaban chispeantes sobre ellos. Cada soldado fue cayendo por las puñaladas de los enormes insectos.
Harrer miró a su alrededor aterrorizado. De todos los lugares, de cada enorme pared del núcleo, se estaban desprendiendo más capullos de aquellos monstruos letales que sin duda lo harían su próxima víctima. Harrer buscó en la desesperación de la muerte próxima, una buena despedida. Y fijó su mirada en Mel.
La pistola apuntó. El seguro fue quitado.
-Puede que Xena fuese una supermujer hace dos mil años, pero ahora no es problema con cualquier revólver cargado... -su mente enloquecida enunció-
La bala salió. El estómago de Mel fue impactado.
Luego, seis pequeños cuchillos en su espalda. El cuerpo de Harrer golpeó el suelo. En su rostro aún quedaba una sonrisa que recordaba a un tributo hitleriano.
-¡Meeeeel! ¡Oh, Mel, Dios, no! ¡Nooo!
Janice corrió con todas sus fuerzas hasta la traductora. Se arrodilló a su lado tomándola en brazos, ignorando zumbidos, soldados alienígenas y demás.
-¿Mel? ¿Mel, me oyes? -Janice lloraba-
-¿Ja-nice? -una voz débil preguntó-
-¡Sí, estoy aquí!
-¿Bien...?
-¡Sí, estoy bien, estoy bien! ¡Y tú también lo vas a estar, ¿eh?! ¡Te vas a poner bien, venga!
Janice besó con rapidez una frente sudorosa y llevó su mano al estómago de Melinda, sólo para comprobar que la herida era mortal. Retuvo la mano allí, mezclándose con la sangre.
-No... no... -Mel intentó decir algo-
-Shhh.... tranquila...
Mel negó con la cabeza como si lo que tenía pensado decir fuese demasiado largo. Sabía que no le quedaba mucho.
-Te... quiero.
Y Melinda cerró los ojos.
Al principio Janice permaneció seria. Callada. Ningún sentimiento en sus ojos. Sólo el de la expectación. Luego, pasó a la incredulidad. Después, la rabia.
-¡Aaah! ¡Vamos, Mel! ¡Vamos! -Janice agitó el cuerpo inerte en sus brazos- ¡Venga, sé que estás ahí, puedes hacerlo! ¡Demuéstraselo, Mel!
Janice puso un beso sobre los labios de Melinda y después volvió a acunarla en sus brazos con toda la ternura de la que fue capaz.
-¡No me abandones, no me abandones! ¡Tú no has huído de nada en tu vida! ¡Vamos, lucha, lucha! ¡Lucha!
Janice Covington rompió en sollozos desconsolados en el pecho de su traductora. Minutos después, se dio cuenta de las sombras que cubrían la suya propia.
El bicho que había matado al primer alemán la miraba, e incluso parecía conmovido. Aquello partió el corazón de Janice. Atrajo el cuerpo de Mel contra el suyo, preparándose para ser asesinada también por estos depredadores, pues otra suerte no podían correr. Cuál fue su sorpresa, cuando miró a su alrededor, y encontró a los miles de soldados alienígenas arrodillados ante ella y Mel.
En ese instante, un conducto se abrió, y de él salió un chupadísimo anciano, de piel arrugada como el papel papiro, de ojos afables, sin embargo, con un bastón blanco de cerámica en su mano. Al principio, el hombrecillo parecía confiado, mirando a los insectos gigantes.
Después, sus ojos se encontraron con los llorosos de Janice, su mirada pareció palidecer un segundo, mientras recorría a Mel y a Janice, y luego miraba a Janice de nuevo, y de nuevo a Mel, y su mente parecía confundida, perdida, y asustada.
El hombre se acercó incrédulo hasta ellas, para observarlas mejor, y de su boca sólo salió una frase en antiguo arameo, que afortunadamente, Janice pudo comprender:
-<¡¡No puede ser!!>
Capítulo XVII: Resurrección I
"El mejor camino para salir es siempre a través"
-Robert Frost
Cuando llegó al final del oscuro pasillo que el sacerdote le había indicado, Xena contempló a Gabrielle quitándose la túnica con un poco de torpeza. Sonrió para sí misma, y se mostró a la luz de la estancia.
-¿Los recuerdas?
Mostrando los sais a su compañera, se fue acercando lentamente hacia ella. Gabrielle los analizó detenidamente con la mirada para luego observar a Xena totalmente perdida. Negó con la cabeza.
-No tienes ni idea de lo que son, ¿verdad?
Gabrielle sonrió tímidamente.
-Es obvio que sé lo que son, Xena, pero... son como tú. Sencillamente, me resultan familiares pero no logro recordarlos.
Xena recibió otra punzada al corazón con aquella innecesaria comparación.
-Bueno, ¿y qué me dices de esto?
La guerrera mostró un largo cayado de madera que alcanzó a Gabrielle. La rubia lo sujetó firmemente entre sus manos y lo balanceó un par de veces entre sus dedos. Después, se colocó en una actitud de descanso frente a Xena, el cayado en vertical descansando en su mano derecha.
-Lo mismo -dijo Gabrielle mirándolo- Sólo que esto parece resultarme mucho más cercano. ¿De dónde lo has sacado?
-Es de un amigo -contestó Xena sonriendo-
Efectivamente, sus sospechas se habían cumplido. A Gabrielle le resultaba más fácil recordar cosas cercanas relacionadas con su familia. Quizá por eso había comenzado a recordar primero a Hope. Así que las cosas que le hubieran ocurrido más recientemente no tenían por qué ser las que regresaran con más facilidad. Como los sais.
La observó en aquella postura, con su atuendo de guerrera, el pelo rubio que le había crecido debido a la resurrección, con aquel gesto tan firme con el cayado que había realizado inconscientemente. Su cuerpo comenzaba a recordar. Quizá la mente recordase después.
Al darse cuenta de esto Xena sintió la tristeza atacando. Después de tanto tiempo, de haberse probado mutuamente que se sentían como una verdadera familia la una para la otra, Gabrielle recordaba sólo a su familia de sangre. El recuerdo de Hope era incluso más importante que el suyo propio. Xena comenzó a convencerse de que la fórmula para que Gabrielle recordase estaba en eso. Lo que le había dicho Lara era un momento vital, una situación que la hiciese recordar las cosas más maravillosa de su vida. La familia de Gabrielle... ¿le recordaría acaso sus momentos más felices? No encontrándose en aquella pregunta, Xena se apenó por la certeza de que le había causado más dolor que felicidad.
Cuando todo esto terminase, regresarían a Poteidia para ver a Lila. Puede que sólo entonces, Gabrielle se encontrase a sí misma.
-Es hora de pelear -resopló Gabrielle- Por alguna razón, me atrae, pero también estoy asustada.
Xena observó cada trazo del rostro de Gabrielle chispeando con fuerza. Tenía que hacer que se relajara. Se colocó detrás de ella, mirando su espalda perfecta. Gabrielle habló con la mirada perdida en la boca de uno de los corredores de la enorme estancia.
-Es curioso como... aafffff...
No pudo continuar sus palabras cuando sintió una mano fría, firme, pero suave, colocada sobre su nuca, acariciándola débilmente con un masaje.
-¿Te duele? -la voz de Xena preguntó, más ronca de lo normal-
Los movimientos eran tentadores, provocativos.
-No...
Gabrielle sonó jadeante. La otra mano de Xena subió con cuidado y sensualidad desde el final de su espalda, recorriendo sus hombros, para unirse con la otra.
-¿Y ahora?
-Tam-tampoco...
Gabrielle pensó que era así, pero luego adivinó que Xena no estaba sonriendo. Nerviosa, por alguna razón. Cuando la bardo comenzó a oír los pensamientos de Xena trató de concentrarse en otra cosa, porque era algo que ni ella misma tenía derecho a usar en contra de la guerrera.
Xena, por su parte, se preguntaba qué demonios estaba haciendo. Pero se sentía tan bien. Tenía el control y lo sabía.
Eso es, mía y sólo mía. Mía. Eres mía.
-¿Qué ibas a decir?
-Que... que me siento... -la mano de Xena bajando hasta un costado- ...que estoy respondiendo con sensaciones... -la otra repitiendo el proceso- ...más que con pensamientos... -un sutil tirón para dar la vuelta- ... a esto de estar... -y unos ojos azules intensos mirando en el fondo de su alma- ...sin recuerdos...
Los ojos de Xena se cerraron. La mano de Gabrielle subió para acariciar una mejilla suave. La mano siguió su recorrido para atraer la cabeza de la guerrera.
Los ojos de Gabrielle se cerraron. Sus manos se aferraron a Xena. Sintió el débil empuje de los brazos de la guerrera atrayéndola. Podía notar la respiración de Xena acercándose, contra la suya. Ahora estaba segura de que en aquel viaje hacia los labios de Xena, estaba regresando a casa, podía sentir la felicidad, los buenos recuerdos volviendo...
-¡¡Por Egipto y su rey, acabad con todo!!
Haleb y una cincuentena de hombres de túnicas negras entraron por todos los conductos oscuros que tenían en la pared frente a ellas.
Xena soltó con rudeza las caderas de Gabrielle. No había tiempo que perder.
-¡Corre! -gritó Xena-
Gabrielle se metió en uno de los conductos oscuros llevando el cayado. Xena se quedó un instante observando a los hombres. Su mirada se cruzó con la de Haleb, recordándole que todavía tenía una cuenta pendiente con él. Y que la cumpliría. El tatuaje de Horus brilló en el brazo del hombre. Xena sonrió con la boca cerrada.
-¡Muérdeme si puedes! -gritó-
La guerrera se metió en otro conducto distinto y la persecución comenzó.
-¡¡Matadlas!!
A Xena la siguieron diez. La oscuridad del pasillo acobardaba a los hombres que seguían a la guerrera por el infinito corredor, en fila india, por la escasa anchura del pasillo. El primero de ellos se detuvo cuando oyó un sonido extraño...
-¿Oís eso?
El chakram apareció rebotando de lado a lado del pasillo. Las chispas fue lo último que vieron los guardias antes de que uno a uno fuera cortando sus cuellos con una precisión exacta. Una mano agarró el arma impidiendo que continuara hacia la salida del corredor. Xena descendió con cuidado del techo, tras los cadáveres sangrantes de los guardias.
-Camino despejado.
Limpiando la sangre del chakram contra su bota, comenzó a correr de nuevo hacia el núcleo.
-¡No están aquí! ¡No están! ¡Maldita sea!
Haleb vociferaba encolerizado desde la escalera más alta del núcleo. Xena apareció un par de conductos más abajo y buscó con sus ojos a Gabrielle, que estaba en el centro, junto a la Matriz, con su cayado en posición de ataque. Esa es mi chica.
El capitán de la guardia real gritó con rabia mientras bajaba corriendo las escaleras metálicas con la intención de encontrarse con Xena. La guerrera sonrió desenvainando la espada. Luego, Xena observó los treinta guardias restantes que salían de distintos conductos, algunos más cerca del centro. Apenas le dio tiempo a parar el primer ataque de Haleb antes de gritar hacia Gabrielle:
-¡¡Ahora!!
Gabrielle asintió y rápidamente colocó sus manos sobre la Matriz. El capullo gigantesco y doliente aumentó su zumbido y pareció llenarse de luz por dentro. Lo mismo le ocurrió a Gabrielle.
La bardo gritó algo en el idioma de los Elegidos. Su ejército se levantó.
Cinco guardias que habían aparecido también arriba de todo observaban el resplandor que irradiaba el centro del núcleo. Uno de ellos se apoyó contra la pared con su espalda.
-¿Pero qué demonios...?
Cuando se retiró tenía toda la espalda llena de un líquido pegajoso y concentrado. Trataba de quitárselo de la espalda cuando vio las caras pálidas y sin habla de sus compañeros. Después, sólo sintió como el sonido de unas enormes alas desplegándose. En su espalda se clavaron seis pequeños cuchillos afilados. Su cuerpo cayó inerte al piso. Ante los cuatro restantes guardias, un soldado de la Matriz se alzó ignorando el cadáver sobre el suelo. En los más de cinco mil conductos que poblaban la pared del núcleo, un nuevo soldado se despertaba para obedecer la voluntad de la Elegida.
Xena dio fuertemente con su espalda contra la barandilla metálica que protegía la escalera. Consiguió golpear el estómago de Haleb con su pierna y lo envió hasta la pared. Recuperó fuerza en el brazo y envió una estocada firme que hubiera cortado el hombro de su contrincante. Haleb paró el golpe hincando una rodilla en el suelo.
-Tranquilo... -dijo Xena- No es a mí ante quien tienes que arrodillarte...
El hombre empujó con fuerza hacia arriba y Xena retiró la espada rápidamente para volver a atacar con el mismo movimiento, pero al egipcio le dio tiempo a levantarse para defenderse. Xena hizo que la pelea avanzara escaleras abajo. Haleb se mantenía bajando de espaldas, mientras que Xena asestaba sus golpes rápidos desde arriba. Entonces la fuerza del egipcio pareció volverse de hierro. Consiguió con un gesto ágil colocar su espada contra la de Xena, ambas aprisionadas contra la pared. Xena trató de evadirse pero no tenía otro remedio que soltar su espada. Así lo hizo. El egipcio sonrió con satisfacción al ver que Xena ya desarmada retrocedía dos escalones. Aplicó toda su fuerza sobre ambas espadas y las empujó hacia adelante para atravesar a la guerrera.
-¡Ayayayayaaa!
Xena saltó por encima del egipcio y se colocó detrás de él. Un dedo en el hombro del desconcertado atacante, y la guerrera echó a correr escaleras abajo.
-¡Gabrielle!
-¡Xena!
La bardo se encontraba peleando con uno de los guardias. Xena corrió hacia ella cuando el adversario consiguió desarmarla. Gabrielle alzó sus manos para protegerse pero el hombre tenía su espada apuntándola decidido. Xena sintió el pánico creciendo de nuevo. Pero entonces la cara del guardia pasó de crueldad a sorpresa. Su cuerpo cayó al suelo y un soldado de la Matriz apareció tras él, escondiendo ya sus seis incisivos cuchillos en su tórax de insecto. Lo único que hizo el soldado alienígena fue ofrecer el cayado a su Elegida, inclinando su cabeza.
Xena recordó que no todos sus problemas habían terminado.
-¿¡Dónde estáaaaaaaaann!?
Las dos espadas que portaba Haleb resonaron contra el suelo cuando Xena las esquivó saltando más allá de su cintura.
-¿¡Dónde has metido a los hebreos!?
Otro golpe fue dado queriendo sesgar por ambos lado el cuello de Xena, pero la guerrera se agachó a tiempo.
Una patada por a la cara. Otra al brazo izquierdo. Un giro sobre sí misma, y una patada final al brazo derecho. Haleb estaba desarmado. Empezaba la verdadera lucha.
El egipcio comenzó un bucle desesperado de puñetazos y patadas que Xena esquivó con saltos. Finalmente, paró uno de los puñetazos y envió tres golpes con su otra mano al brazo que sostenía. Haleb cayó sobre sí mismo revolviéndose en el dolor del brazo roto.
Xena recuperó su espada del suelo sin quitar su vista del hombre en el suelo. La volvió a envainar y se giró para observar a una Gabrielle que brillaba con ojos llenos de orgullo, quizá.
-¡Xena, cuidado!
Haleb se levantó gritando, cogió su espada y no se dirigió hacia Xena, sino hacia la Matriz.
-¡Nooooo! -Grabrielle gritó-
En el mar de la confusión, Xena vio a Gabrielle corriendo para interponerse entre aquella espada y la Matriz. Otra vez no.
Xena emitió de nuevo su grito de guerra y saltó los apenas diez metros entre ella y la Matriz, sólo para caer en el preciso instante en que la espada trataba de hundirse en el cuerpo de Gabrielle.
Sus ojos se perdieron en los del sorprendido capitán de guardia. Sus manos agarraron el filo de la espada. Luego se mancharon de sangre. Miró su costado izquierdo, y se sintió cayendo al vacío.
Cuando el cuerpo de Xena hizo contacto con el piso frío y metálico, la vista de la guerrera se difuminó en colores y formas sin sentido.
-¡Aaaaah!
El grito de Gabrielle parecía un sollozo desgarrado de rabia. Con una rapidez increíble, desenvainó la espada de Xena de su espalda y atravesó a Haleb, desde pecho al final de la espalda. Los ojos del egipcio se pusieron blancos, los de Gabrielle, enfurecidos. Retiró el arma y miró la sangre con confusión.
Ira, rabia, venganza. Había sentido todo eso como si fuese la primera vez. Pero sabía que no lo era.
Una respiración entrecortada la hizo soltar la espada sin más y arrodillarse ante Xena.
-¿Gab... Gabri-elle?
-Shhh... tranquila, tranquila. No hables...
Gabrielle giró a Xena con cuidado, colocando la cabeza de la guerrera sobre sus piernas, sosteniendo su mano. Xena notó unas lágrimas calientes cayendo en su rostro.
-No... llo-res...
-No. Te vas a poner bien -Gabrielle alzó el rostro decidido al notar la presencia del sacerdote- Vamos a curarte.
Dicho esto, Xena cerró los ojos dolidamente y Gabrielle notó que la presión en su mano desaparecía.
El sacerdote asintió.
-Sólo aquellos que la Matriz elige son aceptados para utilizar la máquina de la resurrección -el hombre vio el temor en la cara de Gabrielle, y sonrió- Pero Xena ha demostrado con creces ser una gran defensora de lo que representa.
Un soldado se acercó despacio, con una actitud de respeto hacia Gabrielle, como pidiendo que soltara a Xena para poder llevarla. Ella se retiró un poco para permitir que el soldado elevara a Xena en sus robóticos brazos, pero le costó más deshacerse de la mano que sostenía.
El sacerdote miró a Gabrielle. Luego le pidió que dejara ir a Xena, en arameo.
El soldado llevó el cuerpo inerte de Xena frente a la Matriz. Allí, sobre el suelo, una superficie cuadrada de unos ocho metros tenía en su centro unos paneles con formas simétricas y signos, todo azul. La figura se abrió en dos compuertas que dejaron ver unas escaleras brillantes, de apenas seis escalones. El módulo relucía, su interior era del blanco intenso de las paredes que relucían en las otras estancias. Había otro pequeño cuadrado, similar a un sarcófago, que resplandecía más que nada en el centro.
El soldado bajó con cuidado a Xena, y la dejó en el centro del sarcófago. Salió del módulo y las puertas se cerraron.
Gabrielle dio dos pasos hacia adelante, indecisa. El sacerdote sujetó su brazo indicándole que tuviera paciencia.
-¿Yo pasé por lo mismo, verdad? -preguntó-
-Todos lo pasamos.
-Lara.
-Sí. También.
-Pero... Xena, ¿me recordará?
-No hay nada por lo que debamos modificar su mente. Lo recordará todo.
La Matriz volvió a aumentar su zumbido, como lo había hecho cuando Gabrielle se había comunicado con ella. Su luz aumentó, el resplandor fue intenso, y después, el módulo azul pareció llenarse de un líquido. Todo se volvió silencio, entonces. Nadie dijo nada, aunque el corazón de Gabrielle estaba desesperado.
El zumbido regresó. La Matriz se estabilizó. La luz se apagó. El módulo se vacío. Las puertas se abrieron.
-¡Xena!
Gabrielle corrió bajando las escaleras del módulo para ayudar a la dolorida y mojada Xena que respiraba con dificultad.
La bardo la meció en sus brazos mientras Xena miraba de un lado a otro preguntándose qué había pasado. Lo último que recordaba era sangre.
-¡Lo has hecho! ¡No puedo creer que lo hayas hecho! -Gabrielle lloraba-
-¿El qué? -Xena preguntó entre una respiración desigual-
Gabrielle se irguió un poco para encararla, sonriendo.
-No me has abandonado.
Xena sonrió.
-Nunca.
Se fundieron en un abrazo. La guerrera podía sentir casi como si nada hubiese ocurrido, nunca.
-Ha llegado el momento de tomar tu lugar, Elegida.
El sacerdote permanecía solemne y recto en la cumbre del módulo, sobre las escaleras brillantes, siempre con su toque afable de sabio.
Xena y Gabrielle observaron expectantes. El sacerdote sostuvo el cayado de Moisés en sus manos, en horizontal, y lo ofreció hacia adelante.
-Las plagas se están cumpliendo. Todo Hierakómpolis se estremece, menos la zona de Gosén, donde habitan los hebreos. Ahora os están esperando. Ve, Elegida, y guía al pueblo para salir de Egipto y hallar su tierra prometida.
Gabrielle soltó con delicadeza a Xena, ahora incorporada, y negó con la cabeza.
-Pero, ¿y vosotros? ¿Qué haréis? ¿Qué hay de la Matriz?
-Has cumplido tu misión aquí, hija mía. Has escrito la historia sagrada sobre las paredes de esta nave...
-¿Esa historia que inventé?
-No es lo que inventaste -el viejo sonrió- Es sólo lo que veías.
Gabrielle asintió con tristeza.
-Esperaremos. La selección natural continuará. La Matriz y su primer hijo tienen que adaptarse a la Tierra. Cuando el ciclo se cumpla, y la vida humana se haya extinguido, emergerán del subsuelo para ocuparla en vuestro nombre. Hasta entonces, sin embargo, descansarán para estar preparados por si en alguna otra ocasión la ignorancia humana los necesita.
Xena apareció tras Gabrielle.
-¿Y qué hay de Narmer? Se proclamará faraón, ¿verdad?
-Narmer cumplirá su destino, sí. Pero como rey de Egipto, lo que va a perder en el proceso no le valdrá todo el oro del reino.
-¿Vamos a permitir que un tirano reine...?
Xena fue interrumpida.
-Así es como debe de ser, guerrera. Ya deberías saberlo. La Historia es un ciclo de repeticiones que tiene un reflejo en la eternidad. Narmer reinará, pero eso no es lo importante, pues su vida se disipará en los pergaminos del tiempo como una mota de polvo en medio del desierto. No así las vuestras.
Gabrielle sostuvo a Xena. Ambas comenzaron a andar hacia las escaleras del módulo.
-Y recuerda siempre, Elegida, que la Matriz está en tu corazón, que eres todo lo que representa, que tienes poder para cambiar el mundo. Y tú, guerrera, que has demostrado un valor sólo digno de un miembro de su raza, tienes todo el respeto y agradecimiento de la Matriz y sus soldados, que te juran lealtad eterna.
Ambas mujeres subieron las escaleras exhaustas. En sus rostros había la prueba del agradecimiento.
Gabrielle tomó el cayado de manos del sacerdote, el cual las bendijo a ambas. La bardo tuvo una última pregunta no formulada, sólo expresada en sus ojos.
-Algún día regresaréis, nos volveremos a encontrar. Y entonces será el momento. Ahora, id, y salvad al pueblo que os necesita. Ya habéis protegido a este... al que ahora le toca cumplir con dos plagas más para protegeros.
Comenzaron a caminar hacia el fondo del núcleo, escoltadas por un pasillo de miles de soldados alienígenas que extendieron sus alas a su paso, de rodillas ante ellas, inclinándose, en un juramento de lealtad eterna.
Capítulo XVIII: Resurrección II
"Los recuerdos verdaderos parecían fantasmas, mientras que los falsos eran tan convincentes que sustituían a la realidad"
-Gabriel García Márquez
Janice contempló la figura ante ella unos instantes. Después decidió ignorar la forma patética del anciano y volver a llorar sobre su amor muerta.
-<¿Cómo?> -preguntó el anciano-
Janice alzó una vista llorosa. Su arameo, como traductora, no era del todo perfecto, y más, con el fuerte acento cerrado de este hombre.
-<¿Qué?> -la arqueóloga dijo no entendiendo el significado de la pregunta anterior-
El anciano se arrodilló ante ella y miró el cuerpo sin vida de Mel. Janice hubiera jurado que el anciano se había apenado.
-<Han pasado dos mil años desde que nos vimos, y habéis vuelto. ¿Cómo? Es imposible, vosotras erais mortales...>
-<¿Nosotras?>
En un instante, Janice comenzó a atar cabos. Un momento, ¿podía ser que este hombre las reconociese como Xena y Gabrielle? ¿Que existiera un parecido físico que hubiera sobrevivido durante generaciones, y que realmente Mel y Janice se parecieran, aún no sabiendo cuánto, a Xena y Gabrielle? Otra revelación más importante apareció en su mente, ¡la máquina de la resurrección!
-<No tengo ni idea de qué me habla, se lo juro. Pero ella ha muerto. Ya no hay nada de valor para mí en el mundo... y no creo que seamos quien usted piensa... yo... sólo la quiero de vuelta>
El anciano asintió, tocando la mejilla húmeda de Janice. La arqueóloga sintió un escalofrío, junto con la convicción de que no era la primera vez que este hombre hacía un gesto parecido, sobre un rostros parecido.
-<A ella le dije una vez que le debíamos lealtad eterna. A ti, que nunca olvidaras lo que llevabas en tu corazón, en tu poder para cambiar el mundo. Pese a que han pasado los milenios de nuevo, y mi edad ha sido casi duplicada, veo que no habéis perdido ninguna de esas cosas. La Matriz os agradece ese don, y por haber salvado una vez su vida, Ella estará siempre en deuda con tu guerrera>.
La mente de Janice se disparó. ¿Mi guerrera?
Un soldado alienígena se inclinó con la intención de tomar el cuerpo de Mel en sus brazos.
Janice sintió el cosquilleo en la nuca de un déjà vu y disipó aquellos pensamientos agitando su cabeza. El soldado alienígena, o lo que quiera que fuera, tomó el cuerpo sin vida de Mel en sus brazos, pero Janice todavía sostenía en su mano la de Mel.
-<Déjala marchar sin miedo. Ella siempre vuelve a ti>.
La arqueóloga se dejó llevar por aquellas palabras que el anciano había dicho como si fuese una segunda ocasión para recitarlas. Mientras el soldado portaba a Mel hacia el cuadrado en el suelo, Janice tuvo tiempo de repasar lo que había ocurrido en las últimas horas, por primera vez. Miró el chakram de plástico que guardaba en su tienda, allí tirado, en el suelo, y sonrió. Con el recuerdo de Percebal Maxwell huyendo tras entregárselo a Mel, sintió el ritmo creciente de la ira. Gilipollas lameculos.
Las compuertas del cuadrado, que se habían vuelto a cerrar mágicamente, tras haber salido del sarcófago, volvieron a abrirse al tiempo que el soldado llevaba a Mel hacia él.
-<Hay un problema, mi antigua Elegida...> -dijo el anciano-
-<¿Problema?>
-<La Matriz quiere implantar algo en su mente. ¿Sabes lo que eso significa, no es cierto?>
Janice permaneció callada.
-<Perderá tu recuerdo, y el suyo propio...>
-<¿Qué?>
-<Pero el sacrificio, debe hacerse. Además, tú ya sabes cómo hacer que recupere los recuerdos...>
Janice estaba quizá, demasiado cansada, quizá, dispuesta a pagar cualquier precio para recuperar a Mel, así que asintió y se dirigió hacia el cuerpo inerte de Harrer mientras miraba de reojo los movimientos del soldado que portaba a Melinda. Al final, a Hans no le había valido la pena.
El resplandor intenso del capullo enorme que estaba en el centro del núcleo la hizo desviar la mirada, sólo para comprobar cómo Mel era abandonada en el sarcófago, las compuertas cerradas, y el cuadrado cubierto de un líquido.
El momento de la resurrección.
Percebal escudriñó el terreno con los ojos. No pensaba salir de su pequeña montañita de seguridad, hasta que no viese las cosas despejadas. Entonces, el sonido de aquella puerta metálica que habían atravesado para entrar en la barriga de aquella enorme estructura metálica infernal, se abrió. Sintió el miedo recorriéndole el cuerpo, en especial, la relajación de su esfínter, y la sensación del pipí peleando por salir. Pero todo pensamiento de miedo se disipó cuando vio el hermoso, aunque herido rostro de miss Pappas, apoyada en otra doliente Covington, saliendo de la nube de polvo que levantaban a su paso, arrastrando sus pies. La puerta metálica se cerró tras ellas. Sonó como el sonido de un portazo para siempre.
-¡Melinda, querida!
Percebal Maxwell se abalanzó sin niguna consideración sobre Melinda Pappas. Janice Covington fue ignorada por completo, por supuesto.
Mel estaba confusa por la muestra de cariño de este simpático caballero de pelo rojo, así que devolvió el abrazo con la mejor amabilidad de la que fue capaz, sin herir los sentimientos del inglés. Porque tenía la sospecha de que el hombre era inglés.
-¿Tú eres... Percie, no? -Mel preguntó-
Maxwell miró sorprendido a Covington, luego a Mel.
-¡Claro que sí, tu prometido, querida!
Las mujeres se sobresaltaron ante esta afirmación. Cada una de ellas, por razones muy distintas.
-¿Mi prometido? -Mel miró hacia Janice. Después se formó una sonrisa, se podría decir que de agrado- ¡Mi prometido!
Melinda se abalanzó sobre Percebal llorando y riendo a la vez.
-¡Oh, Percie, es horrible, no logro recordar lo que ha ocurrido!
-¿Ah, no? -Percebal suspiró extrañado- Míralo del lado bueno, así no recuerdas toda la barbarie que hemos sufrido ahí dentro.
-Quiere decir, Percie, que no puede recordar NADA, ¿entiendes? -Janice dijo con un claro enfado- Nada de nada.
-¿Oh? -Percebal miró a su prometida- ¿No me recuerdas, caramelito?
¿Qué? Janice maldijo no tener su propia arma para poder disparar a aquel tipo. Pensándolo bien, podría hacerlo con sus propias manos, pero aquello no haría justicia a lo que sentía por Mel. A lo que sintió, porque ahora, ya no tenía sentido. La he perdido para siempre. Ella ya no está muerta para mí, pero lo que me ha costado, es que yo estoy muerta para ella... No me quiere. Quizá nunca lo hizo. Quizá aluciné todo lo que ocurrió ahí dentro. Quizá esto es lo mejor. No, Covington. Es que es lo mejor, y lo sabes. Así que saca la cabeza de tu propio culo, y hazla feliz de una maldita vez. Déjala libre.
Reteniendo una lágrima en sus ojos, Janice preguntó por el resto de la gente. Maxwell informó de que había nazis en toda la ciudad del norte, y que el campamento había sido dispersado. Tenían que salir de Egitpo, y sobretodo alejarse de Europa y poner rumbo a casa, rápido. Maxwell añadió la frase innecesaria de una boda que debía celebrarse.
Percebal indicó que iba a ver si podía encontrar ayuda. Ambas mujeres asintieron y se quedaron solas.
Entonces Janice empezó a buscar la dinamita.
-¿Qué vas a hacer, por el amor de Dios? -preguntó Melinda-
¿Por el amor de Dios? No, cariño, sino por el tuyo. Janice sintió el punzante martilleo del déjà vu otra vez, pero se dijo que aquello no eran más que alucinaciones absurdas.
-Esto los tendrá protegidos, por lo menos durante unas cuantas generaciones. No quiero que nadie impida que esa raza que nos ha salvado la vida sea destruida.
-Eso, Janice. Tengo un montón de preguntas sobre eso.
-Las responderé encantada, si me dejas explosionar esto primero.
-Oh, cómo no.
Mel vio cómo Janice se remangaba y hacía explosionar todo aquel recinto que antes había sido un yacimiento arqueológico. En su mente, recordó una frase que le pareció estúpida. ¡Saionara, capullo!. ¡Por favor, quién podría haber dicho una insensatez como aquella al hacer explosionar dinamita!
Janice pareció perdida en la inmensidad del polvo volando, de la nube marrón que se alzó, de los recuerdos que habían transcurrido allí. De las cosas que jamás podría olvidar.
-¿Jan?
-¿Mmm-hmm?
-¿Antes yo te podía llamar Jan, no?
"Te quiero, Jan" ¡Joder, Covington, para ya!
-Sí, claro.
Janice se giró para encarar a Mel.
-Estamos realmente asquerosas -dijo la traductora-
-Ya...
-Percebal es extraordinario, ¿no crees? Sabes, cuando le vi, cuando se abalanzó sobre mí, sentí una especie de cosquilleo extraño, como si algo encajase perfectamente.
-Ah.
-Sí.
-¿Mel?
-Dime.
-¿No quieres recuperar tus recuerdos?
Se hizo el silencio.
-Claro que quiero.
-¿Entonces por qué vas a casarte con él? Quiero decir, ¿estás segura de que le amas?
Más silencio.
-No lo sé. He sentido algo cuando ha dicho que estábamos prometidos. Como si, de repente, yo estuviera purificada de todo lo malo que he hecho en mi pasado, como si, casarme con él estuviera perfectamente, como si... ¡como si hubiera sido todo lo que los demás han deseado de mí siempre!
-Ah.
Pero eso no es lo que tú has deseado, la mente de Covington volvió a traicionarla. O, ¿era yo? Ahora ya no estaba segura.
-Hay una forma para que yo recupere mis recuerdos, ¿no es así?
-Eso fue lo que dijo el sacerdote. Pero, tendremos que continuar adelante y ver cómo respondes. Yo no sé qué otro método utilizar -Janice dijo, no queriendo mostrar tanto pesar como su corazón sentía-
-Entonces tendrás que ayudarme, Jan. Volver a ser mi amiga, como al principio, y enseñarme todo lo que hemos hecho juntas. ¿Vale?
Como Covington no tenía forma de resistirse a aquella sonrisa, asintió.
Hubo un silencio de miradas cruzadas, y algo había cambiado. Janice ya no podía sentir la electricidad fluyendo entre ellas. Una Mel sin recuerdos no podía acordarse de las cosas que hubieran podido hacerla enamorarse.
-Siento... siento el terrible deseo de ponerme a escribir fórmulas químicas... Jan...
Mel sintió una especie de jaqueca.
-¿Qué? -preguntó Janice tratando de sostenerla-
-Mi mente, está disparada... tengo el irrefrenable deseo de escribir curaciones para... enfermedades que ni siquiera existen todavía... Dios...
-¿Eso es lo que te implantó la Matriz?
-¿Qué dices?
-Nada... nada...
Ambas mujeres comenzaron a caminar hacia los caminos polvorientos que conducían a la ciudad más cercana: Tebas.
-Así que, hemos sido socias durante un año -comenzó Mel-
-Eso es.
-Tengo tantas preguntas... no sé por dónde empezar...
Janice sonrió y colocó una mano sobre el hombro de Mel.
-Empecemos por el principio, entonces.
-Tu nombre es Melinda Lucille Pappas, hija de Anna y Melvin Pappas, descendiente de Xena, Princesa Guerrera...
-Janice...
-¿Si?
-Creo que vas muy rápido para mí.
Janice asintió con la cabeza y sonrió ofreciendo su brazo. Su compañera reflejó el gesto y tomó gustosa la oferta.
La arqueóloga se erizó ante el contacto de Mel, y las sensaciones de sostener un cuerpo sin vida entre sus brazos la cazaron.
Pero cuando, caminando hacia la carretera, recontando los recuerdos que Mel le había contado de su infancia, Jan olvidó la tristeza momentánea, se dijo que, por ahora, todo era suficiente y el mundo podía dejar de girar si le apetecía.
Capítulo XIX: Éxodo
"Primero la libertad, después todo lo demás"
-Thomas Jefferson
-¡No, Xena dijo que la esperásemos!
-¡Pero mira los mosquitos, los tábanos, muchacho... están causando estragos entre los egipcios!
-¡Pero no entre nosotros! ¡Ninguno nos ha atacado! Por favor, esperad un poco más.
-Aa-rón... ¡esa es-es Xe-na!
Moisés y Aarón, y el mar de hebreos que esperaban en las afueras de Hierakómpolis se echaron sobre Xena y Gabrielle con una confusión en preguntas y reproches.
-¡Escuchad, no tenemos tiempo para explicaciones! Debemos adentrarnos en el desierto... -Xena explicó-
-¿En el desierto, estás loca, mujer? -el hombre que había discutido con Aarón gritó desde la marabunta-
-No está loca. Tiene razón -Gabrielle habló- Oíd. Si os quedáis, Egipto os someterá, Narmer se hará faraón a vuestra costa, y vuestro pueblo nunca será libre. Pero si dejáis que os guiemos, tendréis una oportunidad para la libertad...
-¡La libertad no da de comer! -respondió el hombre-
-Eso es cierto -dijo Gabrielle- Pero sí garantiza la sonrisa de vuestros hijos.
Gabrielle acarició el pelo castaño de una niña entre la multitud que los rodeaba. La pequeña sonrió como agradecimiento.
-¡Yo quiero que mis hijos sean libres! -gritó alguien entre la multitud-
La ovación popular se puso del lado de Gabrielle, y al atardecer, el pueblo hebreo, formado por cientos de miles de hombres, mujeres, y niños, abandonaba Egipto, liderado por la Elegida.
Narmer observaba desde la sala real las líneas doradas del sol cayendo sobre el desierto. En su mente, repasó con cautela cada profecía cumplida.
Algún que otro sirviente limpiaba todavía los últimos restos de ranas, mosquitos y tábanos, que quedaban por el palacio. Los animales que habían muerto por la peste eran incinerados en los campos, donde las cosechas se habían perdido a causa del granizo. Aún había algunos dolientes por las úlceras, y no había remedios de especias para ellos.
Pero faltaban dos plagas. Dos que iban a ser fatales. Y ahora los hebreos marchaban hacia el desierto.
-¿No me dirás que en serio vas a dejarlos marchar?
Sanai apareció tras su esposo, esbelta y cruel, con ansia de sangre en los ojos.
-Haleb ha muerto, ¿lo sabes, verdad? -el rey permaneció impasible-
-Era de esperar.
-Era una trampa. Los hebreos marchan hacia el desierto. No pienso arriesgarme a perseguirlos.
-¿Qué estás diciendo...?
-Prefiero perder a los esclavos que algo que me duela más -argumentó el rey-
-¡¿Y cómo se sostendrá tu reino?!
-Conquistaremos el Bajo Egipto, la tierra de las pirámides. Me proclamaré Faraón.
-Pero no tendrás esclavos.
-Los buscaré.
-¡Propongo que envíes a todo el ejército con Ramsés al frente! Está deseando demostrarte que es digno de ti...
La primera esposa se acercó a su majestad para envolverlo en un abrazo y besar el bronceado cuello.
-Es fácil, mi rey... o son tus esclavos... o no son nada.
-No.
Narmer se dio la vuelta enfurecido y cruzó la estancia para sentarse en su trono.
-¡Es por ella! -gritó Sanai- ¡Ya la han ejecutado, no hay marcha atrás!
-¡He dicho que no!
Sanai asintió con el gesto de la derrota. Caminó hacia su esposo, pensativo y malhumorado en su trono, y susurró desde las escaleras.
-Hay que pensar en el poder. Hoy no persigues a Israel. Pero esta noche lo harás.
La primera esposa abandonó la sala, mientras una rana croaba al lado del trono.
El sacerdote posó sus manos sobre la Matriz. La luz comenzó a irradiar del centro del capullo, del propio sacerdote. Los soldados se alzaron y comenzaron a desplegar sus alas.
-<¡Marchad, ejército de la Matriz, marchad y cumplid la profecía de la octava plaga, sed las langostas gigantes que pueblen Hierakómpolis, someted al rey de Egipto y a su dictador pueblo!>
Cinco mil soldados alienígenas se perdieron por los conductos buscando el exterior.
La octava plaga había comenzado.
Xena y Gabrielle marchaban cubiertas de túnicas pardas. Se pararon alertadas por los comentarios de la gente.
Una mancha negra se estaba posando sobre Hierakómpolis. Salía de las afueras para entrar en el centro de la ciudad. Se oían gritos despavoridos de terror. Los egipcios se encerraron en sus casas, la marea negra de insectos gigantes sobrevolaba la ciudad haciéndola suya.
-Es la octava plaga -dijo Gabrielle-
-¿No irán a matar a alguien, verdad? -preguntó Xena-
-No -la bardo se giró pensativa- Lo peor aún está por llegar.
Xena asintió. No quiso preguntar porque Gabrielle no había querido seguir.
-¡Continuad, no miréis atrás! -gritó Xena-
El exhausto pueblo hebreo continuó su marcha.
La guerrera corrió para poder alcanzar a Gabrielle, Aarón y Moisés.
-Antes del amanecer habremos llegado al mar Rojo, al este -comentó-
-Lo sé -dijo Gabrielle-
La bardo parecía distante, contestando automáticamente a las preguntas de Xena. Ella y Moisés se retiraron un poco y siguieron hablando.
-Xena -dijo Aarón- Creo que es mejor que los dejemos. Moisés parece encontrarse bien con ella, es raro en él. Espero que le venga bien, quizá Gabrielle pueda hacer algo por él.
Xena sonrió, mientras se alejaba con Aarón.
-Oh, sí, ya lo creo que puede.
A medianoche, cuando Hierakómpolis se había calmado, cuando Narmer daba vueltas en su cama, buscando una solución, cuando los soldados de la Matriz descansaban de su esfuerzo, el sacerdote notó desde su morada actividad en el núcleo.
La actividad de la Matriz. La décima plaga.
La luz intensa de las paredes resplandecía. La Matriz brillaba cegadora.
Una luz blanca, como aquella, se cernió sobre Hierakómpolis, y se llevó de cada casa egipcia, de cada familia, un hijo. Se los llevó para siempre.
La actividad en la Matriz paró. La profecía de Lara se había cumplido. Aquella que a ella le dolía tanto...
Una hora más tarde, con el arropo cruel de la noche fría, en toda la ciudad se oían los gritos desgarrados de padres que habían perdido a un hijo. No hubo una sola casa en donde no hubiese un muerto. Ni siquiera en el Palacio Real.
Narmer sostuvo el cuerpo inerte de Zara entre sus brazos. Su hija, yacía inmóvil, con los ojos cerrados, como en un sueño, tranquila, sosegada. Quizá ahora estaba reuniéndose con su madre.
Pero perderás lo que más amas, Nemes.
El rey lloró, gritó y se quebró.
-¡¡Horus!! ¡¡Dioses!! ¿¿Por qué lo habéis permitido?? ¿¿Por qué?? ¿¡Por qué un ser inocente paga mis calamidades!? ¡Ahora no tengo nada que perder! ¡Lo habéis logrado, he perdido todo lo que amo! ¡Mi amor y mi hija! ¿¿Qué queréis?? ¡¿Que mate a los hebreos?!
Con delicadeza, dejó el cuerpo de Zara sobre la cama. Posó un último beso sobre la frente dormida de su hija, y marchó hacia la sala real.
Todo el palacio lloró por Zara, como lloraba todo Hierakómpolis. Todos, menos cierta primera esposa y su hijo, que media hora más tarde, partía hacia el este con seiscientos jinetes escogidos y todos los carros de Egipto.
-Es inmenso... -Gabrielle susurró a Xena-
-¡¡Nos persiguen, nos persiguen!! ¡Gabrielle, Xena!
Los gritos de Aarón se oían entre la multitud. El muchacho llegó sofocado hasta ellas.
-¡He hablado con los del final, y es cierto, el ejército egipcio viene tras nosotros, con un batallón de carros y jinetes!
Moisés, que no se separaba de Gabrielle, miró a las dos mujeres que parecían tan perdidas como él mismo.
Xena comenzó a poner su mente en marcha.
-Sería fácil escondernos, pero con el mar de por medio y tanta gente, es imposible...
-¿A cuánto tiempo están? -Gabrielle interrumpió-
-A una hora, puede que menos -contestó Aarón-
-Una hora... -suspiró Gabrielle-
Xena, observó a su amiga confundida. De hecho, era la primera vez que tenía ocasión de observarla detenidamente después del incidente en la nave. Gabrielle estaba realmente liderando a los hebreos. Realmente era una Elegida. Comenzaba a comprender toda la grandeza de aquello por primera vez. Comenzaba a atraerla tanto, como a asustarla. Volvió a sentir el deseo de recorrerla con su mano, como lo había hecho en la nave. Agitando la cabeza, disipó aquellos pensamientos y se concentró en el problema.
El mar Rojo se extendía ante los hijos de Israel con los vientos del Oriente soplando fuerte. Entonces Xena se percató de que ella y Aarón estaban sólos entre la multitud, de que todos habían guardado silencio. En la playa, Gabrielle estaba metida en el agua con Moisés. El agua cubría a ambos por las rodillas.
Xena cuestionó a Aarón con la mirada y el muchacho se encogió de hombros.
Entonces ocurrió.
Gabrielle pidió a Moisés que se retirara un poco. Ella se adentró más en el agua.
Xena entrecerró los ojos preguntándose lo que se proponía.
Gabrielle alzó su cayado. El viento arremetió.
Gabrielle hundió el cayado en el agua con un grito, con un golpe fuerte, preciso, con toda su fuerza.
El mar comenzó a separarse, las aguas a la izquierda del cayado hundido en el agua comenzaron a arremolinarse hacia un lado. Las de la derecha hicieron lo mismo.
Del asombrado público salieron gritos de admiración, sorpresa, júbilo o miedo, pero allí mismo, Gabrielle tenía el mar Rojo dividido en dos, a cada lado, una enorme muralla de agua que parecía retenida por una pared invisible.
Gabrielle por fin se volvió sacando el cayado del agua. Parecía agotada, pero sonrió indicando el pasadizo mágico que se abría ante la multitud.
Xena le sonrió también.
-¡Vamos! -indicó a Aarón- ¡No hay tiempo que perder!
El muchacho se quedó atrás, medroso de avanzar.
Xena volvió hacia él con un gesto de comprensión.
-Oye, ya sé que eso mete miedo, pero tú y yo tenemos que pasar para dar fe a la gente.
-Si tú lo dices... -Aarón asintió no muy convencido-
Reuniéndose con Gabrielle y Moisés, los cuatro avanzaron por entre la seca tierra flanqueada por muros de agua.
Los hebreos, se quedaron atrás, mirando desde la playa, todos temerosos de meterse por aquel túnel que muchos murmuraban, debía ser una ilusión.
La niña que había acariciado en el momento de convencerlos, se deshizo de la mano de su madre, y corrió hacia los cuatro en el pasadizo. Su madre llamó por ella asustada, pero ni una sola gota de agua se desprendió de los muros. La pequeña reclamó a Gabrielle que la cogiera en brazos, y esta aceptó encantada con una enorme sonrisa. Así, los hebreos comenzaron a adentrarse en el espacio ocupado por el mar Rojo, espacio ahora vacío por las maravillas de una Elegida. O de la Matriz.
Una hora más tarde, los carros egipcios llegaban al principio, en la otra orilla. Xena podía contemplarlos desde el final del túnel. Sólo estaba ella a la vista. Ella y Gabrielle, que apareció más tarde. La guerrera permanecía inmóvil mirando los movimientos de los egipcios.
-Se están preparando para pasar -dijo Xena-
-Xena... es que no van a conseguirlo, ¿y lo sabes, no?
-Sí. Pero también tú sabes que no depende de ti.
-Sí, sí que depende de mí. Pero...
-¡Señor! ¿De veras estáis seguro de que debemos pasar?
-¡Por supuesto que lo estoy! Si un hebreo camina por el mar Rojo, un egipcio vuela sobre el mar Rojo...
-Ramsés, es vuestra decisión. Cuando ordenéis, estamos listos para cruzar.
El primogénito del rey Narmer bajó un brazo como señal y flajeló a sus caballos para que atravesaran el túnel con la mayor rapidez posible.
Gabrielle tomó el cayado entre sus manos, en horizontal.
-Será mejor que te alejes un poco -susurró-
Xena salió del agua mirando la mancha de hebreos caminando apresurados. Ya sólo Moisés y Aarón esperaban en la playa, junto a ellas.
Gabrielle echó una última mirada a los carros que levantaban la arena seca de lo que era un mar. Cerró sus ojos suspirando profundamente, y alzó el cayado en el aire. Un golpe de gracia bajó el palo enterrándolo en la tierra, y Gabrielle pareció fundirse con él en un abrazo que Xena encontró incalculablemente bello.
El mar colapsó a sus pies. Xena hubiera jurado que se arrodillaba ante Gabrielle.
Las dos murallas se derrumbaron sin provocar ni un sólo efecto colosal, en simétrica perfección, el agua volvió a la calma, y el mar pareció no haber sido separado jamás.
Gabrielle permaneció allí, pegada al cayado, con los ojos cerrados, inmóvil. Ahora el agua ya le cubría hasta la cintura.
Xena se acercó a ella, y sin más, la abrazó.
En la distancia del agua salada, aún se oían los gritos ahogados del ejército egipcio.
Ramsés, yacía ya en el fondo del mar.
Capítulo XX: The Path Not Taken
"Mas las sirenas tienen un arma mucho más terrible que su canto, esto es, su silencio".
-Franz Kafka
Nueva York, 25 de junio de 1941
Janice miró de nuevo a la feliz pareja ante ella y se sintió a si misma siendo apuñalada una y otra vez.
-Enhorabuena -dijo con voz queda-
Aquella noche de cena frente al río Hudson, la última que pasarían los tres juntos antes de bifurcarse el camino de Janice, Percebal la había elegido como el momento para hacer el compromiso oficial. Un anillo con una enorme piedra preciosa en el centro era ofrecido a Melinda Pappas. Demasiado hortera para el gusto de Covington, aunque lo que le dolía, en realidad, era que ella nunca podría haberle regalado algo como eso.
-Es precioso -la arqueóloga necesitó toda su fuerza para sonreír y mentir a la vez-
Mel depositó encantada un tímido beso en su compañero de mesa. El trío volvió a quedarse en silencio. Janice podía adivinar las manos entrelazadas por debajo de la mesa. Estaba deseando que llegara mañana.
Mientras, Percebal era un hombre tan feliz, que podía notar como el pipí reclamaba su salida de nuevo. Qué curioso que en un hombre tan admirable como él, la felicidad y el miedo fuesen dos sentimientos totalmente contrapuestos que tenían la misma reacción física sobre su cuerpo...
-Señoras, si me disculpan, este aventurero siente la llamada de la naturaleza. Vuelvo enseguida, caramelito.
El inglés desapareció y Janice respiró. O no.
-¿De veras tienes que irte? -una voz dulce preguntó-
La arqueóloga notó una mano suave sobre la suya, encima de la mesa, y de repente su plato de tortellini perdió todo el interés.
-Sabes que sí.
Mel suspiró.
-¿Por qué ahora?
Janice miró a su compañera, como quien reprime a un niño testarudo.
-Hay una guerra de por medio, Mel.
-¿Y yo qué? -Mel se revolvió en su silla soltando a la arqueóloga- ¿Yo no te necesito? ¡Ah, ya lo entiendo, a Mel que la zurzan, yo me iré a pasarlo bien pateando culos alemanes...!
Janice alzó una ceja. Una nueva faceta en las lagunas mentales de Melinda eran sus expresiones verbales. A su acento sureño se habían unido las expresiones más arcaicas y desfasadas para expresar su malestar, y no parecía importarle decir alguna que otra palabrota de vez en cuando.
-No es eso. Mira, sé que es duro, lo de... lo de tus recuerdos, pero una forma de que recuperes tu memoria está en analizar los pergaminos. Para hacer que vuelvas a ser la de antes, tengo que encontrar el pergamino de lo que ocurrió en Hierakómpolis.
Melinda resopló con sarcasmo.
-Volaste la maldita excavación, ¿no se te pasó por la cabeza que pudiera estar allí?
-No. ¿Ves cómo no lo recuerdas? Himmler tiene el original. Necesito volver a Europa.
Mel comenzó a agarrar cosas con las que jugar nerviosamente: la servilleta, el tenedor...
-¿Y si te ocurre algo? ¿Entonces, qué? Ya no quedará nada, ni para mí, ni para ti.
-Mel... tengo que hacer algo. Esa guerra es horrible. Tengo que... ¡no puedo quedarme de brazos cruzados, maldita sea! Si fueras tú misma lo...
Janice no pudo cortarse a tiempo y vio el rostro de Melinda volviéndose rojo intenso. Podía oír ya lo que se le venía encima.
-¿Yo misma? ¡Ah, yo misma! ¡Comprendo! ¿La Mel que hay ahora no te gusta? ¿No es de su agrado, doctora Covington? ¡Lo siento, no tenemos otra! ¡Se nos han acabado las que vienen con memoria propia!
Janice se revolvió incómoda en su silla y bebió un sorbo rápido de su whiskey doble.
-¡Mel, por favor, no levantes la voz!
-No me trates como si fuera una niña, Jan. Puede que no tenga recuerdos, pero sigo siendo una adulta -entonces las facciones de Mel cambiaron y se volvieron calculadoras, frías- Dime, Janice... ¿qué cambiarías? ¿Qué me haría ser la Mel de antes? ¿Que haría tu Mel que no haría yo?
Janice no se pudo retener. Contestó automáticamente, manteniendo la mirada de su amiga.
-Ella no se habría casado con Percebal.
Mel se congeló. Su cuerpo se quedó inmóvil. Apenas pudo ir retirándose lentamente hacia atrás, para acurrucarse contra su silla todo lo que pudiera. Se le estaba encogiendo el corazón. Janice permanecía seria, dolida.
-¿Le quieres? -preguntó la arqueóloga-
Mel reaccionó con la acción de un autómata.
-¡Qué pregunta, por supuesto que le quiero!
Janice no movió un músculo.
-Pero, ¿estás enamorada de él?
Y Melinda miró al río. Los reflejos de las luces sobre el agua.
-Sí... bueno... supongo que es amor. Ya no puedo saber si quiera cómo se sentía el amor.
-Sí puedes saberlo.
Melinda ignoró inconscientemente el susurro de Janice.
-Sólo sé que cada día tengo un sueño muy raro, y que a cada vez se intensifica más.
Janice se tensó.
-¿Quieres que te lo cuente?
Mel alzó la vista para ver un rostro desconcertado, y conmovido.
-¿Jan, te encuentras bien? Estás toda pálida.
-Sí, sí. Es sólo que... creo que necesito volver al hotel. Tengo que dormir y prepararme para mañana.
-Oh...
Janice se levantó con prisa y estuvo a punto de salir corriendo, sin despedida, ni nada. Pero su corazón pudo más y se volvió para encarar a Mel con una sonrisa. Se acercó a ella, y se agachó, tomándole la mano.
-Melinda Pappas -comenzó con las orejas ardiéndole. Tomó aire para soltarlo de carrerilla- Eres la mejor persona que conozco, mi amiga, y mi socia. Cualquiera de las decisiones que tomes en tu vida, sé que serán correctas, porque tú eres una persona correcta. Jamás perdiste la compostura ante mis cabezonerías ni me dejaste desfallecer cuando ya no veía la salida. Así que, todo lo que puedo decir es que Percebal es el hombre más afortunado de este mundo, y que espero que nuestros caminos se vuelvan a encontrar pronto. Mientras tanto, yo volveré a Europa para poder encontrar la forma de recuperar tus recuerdos -Janice se acercó a ella y la besó en la mejilla. Se mantuvo ahí un buen rato, y luego continuó hacia el oído- Gracias por el mejor año de mi vida -susurró-
Sin más, Janice Covington abandonó la sala.
Melinda se quedó allí, contemplando la silla vacía frente a ella.
En ese momento, Percebal regresaba.
-¿Eh, a dónde ha ido Janice? ¿Mel?
-Ha... ha tenido que marcharse, no se encontraba bien...
-Oh, vaya, es una pena. ¿Le has preguntado a qué dirección le enviamos la invitación?
Mel sintió un golpe en el corazón.
-¿Eh?
-La dirección...
-No... la verdad, no...
Melinda se dio cuenta de que esta era la primera vez que estaba sola. Es decir, que desde que había perdido la memoria, desde que había salido de aquella nave, allí, en Egipto, era la primera vez que estaba sin Janice.
Percebal estaba a su lado, perdido en comentar cualquier otra cosa. Pero Melinda comenzó a sentir el vacío creciendo cada vez más y sintió miedo de que la pérdida de Janice la hiciera quedarse como la silla solitaria que tenía frente a ella.
El teléfono sonó, y del cúmulo de oscuridad salió la pequeña luz de una lámpara luchando con los ojos adormecidos de la arqueóloga.
-¿Diga?
-¿Janice Covington?
-Si...
-Soy Howard Gardner, capitán de las Fuerzas Especiales Aliadas, la llamo desde París... eh... ¿la he despertado?
-Bueno, Howard, ahora mismo aquí son las tres de la mañana y dentro de dos horas tengo que coger un avión para Madrid, así que me ha hecho un favor...
-Oh... Verá doctora, le llamo porque hemos encontrado algunas cosas muy interesantes que pensamos, podrían ser de su interés -se oyó un estruendo al otro lado de la línea- ¿Doctora...?
-Continúe, continúe... ¿dónde coño está el maldito interruptor?
-Eh... pues, como le digo, hemos estado trabajando los últimos meses en documentar y tratar de encontrar las reliquias que los nazis han saqueado por toda Europa, y nuestro equipo de arqueólogos ha dado con algo sumamente interesante, que según han dicho, es su especialidad...
-¿Y de qué se trata si puede saberse?
-En principio, es un pergamino de escritura griega que hemos fechado alrededor del tres mil antes de Cristo, aunque nadie se atreve a asegurar nada hasta que usted venga aquí y lo vea por su misma... ¿doctora Covington? ¿Doctora, sigue ahí...?
El silencio se cortó de repente con una voz más que entusiasmada.
-Howard, creo que tú y yo vamos a hacernos muy buenos amigos...
Capítulo XXI: La Tierra Prometida
"Para abrirse un nuevo camino hay que ser capaz de perderse"
-Jean Rostand
Gabrielle permaneció sonriente mientras Xena jugaba con los niños. Jugaba con los niños... dioses, debía ser eso algo extraño en su amiga, pues toda Gabrielle se sentía enrarecida pero agradada con esto. Xena se dejaba tirar, agarrar, despeinar, acariciar y hasta gritar. Tenía una horda de diez pequeños señores de la guerra alrededor de ella y no parecía molestarla.
-Aarón, ¿podrías llamar a tu hermano, por favor? Xena y yo partiremos al atardecer.
-¿De veras tenéis que dejarnos?
Gabrielle indicó al muchacho que se sentase junto a ella. Miles de hogueras se esparcían por toda la zona desértica, cocinando las reservas de comida. El sol estaba en su apogeo en el cielo, el murmullo de gente sonaba distinto, y feliz.
-Ya hemos terminado aquí. Debemos seguir nuestro camino. Especialmente yo. Necesito recuperar mis recuerdos...
-¡Podríais quedaros con nosotros y juntos haremos recuerdos nuevos!
Gabrielle sonrió bajando su mirada.
-No es así de sencillo, y lo sabes -Aarón se volvió entristecido- Ahora escúchame bien...
La bardo esperó unos segundos a que el muchacho la volviese a encarar por sí mismo.
-¿Sabes lo que le ha ocurrido a tu madre, verdad?
Aarón asintió nervioso, sin mediar palabra.
-No debes estar triste. Lo que hizo fue por vosotros. Debéis estar orgullosos.
Una lágrima vagó por la mejilla del muchacho.
-Lo sé -sollozó el chico-
Gabrielle sostuvo el rostro del joven entre sus manos y limpió las lágrimas.
-Ahora tienes que prometerme que cuidarás de tu hermano, que no lo dejarás. Se va a abrir una nueva época para vosotros en la que te va a necesitar más que nunca.
El chico paró de llorar de repente e irguió su mirada.
-¿A qué te refieres? -preguntó confuso-
-Moisés es el auténtico profeta. Va a heredar mi derecho de encomienda.
-¿Moisés?
-Sí. Pero él tiene dificultades, ya lo sabes. Tú has de ser su guía. Lo que os espera será difícil, penoso y muy largo.
-¿Cómo cuánto de largo?
-Todo a un tiempo, Aarón.
-¡En ese caso voy a llamarlo! -el muchacho se entusiasmó-
Gabrielle asintió a modo de aprobación. Siguió sonriendo cuando vio a Xena dirigiéndose hacia ella. Luego, notó un beso rápido y tímido en su mejilla: Aarón había vuelto para dar su despedida personal. Gabrielle incrementó su sonrisa mientras el chico se perdía entre la multitud en busca de su hermano.
Xena descendió junto a ella.
-Está enamorado de ti -enunció con toda la picardía de la que fue capaz-
-Sí -asintió Gabrielle distante- Debe ser maravilloso estar enamorado.
Xena sintió un escalofrío recorriendo su espalda.
-¿Y... bien, les has comentado lo de nuestra partida? -Xena cambió de tema con nerviosismo-
-Sí, claro. Sólo tengo que hablar con Moisés y podremos irnos antes de que anochezca.
Hubo un largo silencio mientras ambas mujeres observaban a los niños correteando frente a ellas.
-¿Estás nerviosa? -preguntó Xena-
-¿Por qué? ¿Por lo de volver a Grecia? -Gabrielle volvió la vista- No, no mucho.
-Eso es bueno.
-Aunque -Xena fue interrumpida- no sé si es lo correcto. Volver a ver a mi hermana, no siento que necesite recordarla a ella para sentirme plena... que no quiere decir que yo no quisiera a mi hermana antes, ¿no?
-Claro que la querías -Xena sonrió-
-Hay algo más, Xena. Sé que hay algo más en todo esto -Gabrielle dijo en su vieja locuacidad apoyada en expresivas manos- Respecto a lo que dije antes... ¿he estado enamorada alguna vez?
Xena arqueó las cejas y se revolvió inquieta en su postura como si le hubieran enviado una flecha al corazón. Di algo, idiota.
-Umm... oh... bueno... eh... estuviste casada. ¿No te acuerdas de eso, verdad?
Gabrielle se entristeció y miró al suelo.
-No...
Una carrera de niños gritando después, Gabrielle volvió a hablar.
-¿Qué pasó? -preguntó-
-¿Qué?
-Que qué pasó. Dijiste que estuve casada. No veo que lo esté ahora.
Xena miró comprensiva en los ojos verdes y tomó la mano de Gabrielle en la suya.
-Murió en tus brazos -enunció en un susurro amable-
Gabrielle apretó la mano que sostenía y respiró profundamente.
-No logro recordar su nombre... -Gabrielle negó con la cabeza para sí misma-
-Eh, está bien, tranquila. Perdicus, se llamaba Perdicus.
Xena atrajo a Gabrielle hacia ella, acunándola en sus brazos, mientras la bardo dejaba escapar unos pequeños sollozos de desesperación.
-¿Y por qué ese nombre no me dice nada?
La voz de Gabrielle sonó tan triste y perdida que Xena tuvo miedo de romperla en su abrazo, pues la quería envolver de tal manera que todos sus miedos se disiparan y los demonios no volvieran nunca, nunca más. Darle sólo los recuerdos felices. Pero sabía que eso era imposible. Ella misma sabía que sin el dolor en la vida, la felicidad perdía su valor.
-¿Gabri-elle?
Moisés permaneció de pie, frente a ellas, observándolas como si estuviera siendo testigo de un fenómeno sobrecogedor pero natural, como el nacimiento de un niño o la cascada de un río. Gabrielle alzó la vista para sonreír al chico y disipar sus lágrimas. Lentamente, se deshizo del abrazo de Xena, que se levantó, aún con la desavenencia de dejar marchar a su compañera, y caminó hacia otro sitio indicando a Gabrielle con una mirada que estaría cerca por si la necesitaba. La rubia asintió y se levantó tomando a Moisés del brazo.
-Ven conmigo -indicó-
Moisés se quedó maravillado, mientras, Gabrielle lo observaba. Pese a ser ya un adolescente no había perdido la capacidad de asombro de la niñez. El chico observaba las líneas del sol posándose en montañas y dunas, las nubes blancas en el cielo formando grandes dibujos.
Se encontraban no muy lejos del campamento, en un pequeño promontorio que mostraba todo el desierto.
-Este será vuestro hogar durante mucho tiempo -comenzó Gabrielle- Ahora debéis buscar vuestra tierra prometida por vosotros mismos. Por ti mismo.
Gabrielle extendió el cayado al muchacho y éste negó con la cabeza sorprendido.
-No... no-no pue-do aceptarlo. Aho-ra es-es tuyo.
La bardo lo colocó entre las manos del chico y lo sostuvo allí.
-No. Escucha, tienes que ser fuerte ahora porque vas a liderar a muchísima gente, y puede que en algunos momentos sientas que no vas a poder, te enfades, o te entristezcas. Pero así esto, será un recuerdo de mí, ¿de acuerdo? De todas formas, es tuyo.
Moisés tomó el cayado en sus manos y se dijo para sí mismo que el tacto era más suave desde la última vez que lo había tenido.
-Eres el profeta, Moisés. No sé cómo, ni sé quién te guiará. He dejado de sentir a la Matriz y no creo que ella sea vuestro... dios. Sé que hay algo ahí arriba esperando a que estés dispuesto a ser su mensajero, pero simplemente no lo veo. Aún así no importa, sólo has de tener fe en ti mismo, y ser fiel a lo que tu madre te enseñó...
-¿Só-lo? -el muchacho preguntó con una lágrima en cayendo por su mejilla-
-No. Con Aarón y todos los demás.
Gabrielle atrajo al joven para un abrazo que fue bien recibido.
-Es-pero que-que puedas re-re-cuperar tus recuer-dos.
Gabrille sonrió.
-Yo también.
La bardo bajó el promontorio, mientras Moisés sonreía al horizonte con el cayado entre sus manos, preguntándose cuán lejos estaba Canaán. Y de dónde había salido aquella palabra...
Capítulo XXII: Hablad Ahora o Mordeos la Lengua
"Las consecuencias de lo que no se hace, son las más graves"
-Marcel Mairiën
Nueva Orleans, Luisiana (USA)
17 de septiembre de 1941
Con cada paso que Mel daba, llevada por el padre de Percebal hacia aquella lona blanca, donde todo el mundo la miraba feliz, se sentía en el camino equivocado, arrastrada en la dirección incorrecta.
El jardín de la mansión de los Pappas estaba rebosante de flores, familiares y sol.
La lona blanca que hacía las veces de capilla se extendía cubriendo el altar hacia el que caminaba Melinda.
En el órgano, el primo Larry de Alabama tocaba la marcha de Mendelssohn con una sonrisa estúpida e irritante. De todas formas, era lo único que sabía tocar. Eso, y el cumpleaños feliz.
Mel volvió la vista con repulsión. En las filas más atrasadas, pudo ver a las vecinas de Carolina junto a las que se había criado: todas aquellas señoras que eran ya viejas desde que se casaban, que habían vivido hasta entonces sólo para ese momento, y que no guardaban más esperanzas después del matrimonio que las de entrometerse en la vida de sus hijos en lo posible, amargar a sus maridos, y criticar la vida del prójimo.
Por supuesto, Mel ignoraba todas estas cosas debido a su pérdida de memoria, así que, la pobre sonrió ingenua.
La novia dejó atrás aquellas filas mientras seguía sonando la marcha, reluciente en su hermosísimo vestido de cola larga.
En dos de aquellos asientos, aquellas eternas vecinas cotillas no eran otras que Dot Summers, la viuda de Samuel Summers, que en paz descansara con Dios y con su gloria y con todos sus trofeos de billar, y Molly Johnson, la temida peluquera con la lengua más rápida de aquel lado del Sur profundo.
-Ay, aún me acuerdo de cuando era así... nada... una cosita... chiquitina ella, pequeñita... ay, ¡pero ahí la va! ¡Ya ves! ¡La vida pasa! Ay, y mira que era una cosita monísima, con esos ojazos azules que tiene, y esa melena negra, ¡qué mona! ¡Mírala, qué guapísima que va! Ay, a ver si les salen unos chiquillos bonitos, hombre, aunque como él es pelirrojo y paliducho y ella morena y bronceada, a ver si nos van a salir unos niños raros como esos que viven por ahí... por ahí abajo... sí, por la frontera abajo... ¡Pero está monísima! ¡Ay...!
Dot lloraba enroscada a su pañuelo de seda. Recitaba cada frase como si fuese una preparada línea de guión cinematográfico, y cualquiera juraría que las lágrimas, no eran tales...
Molly, por su parte, parecía no expresar ningún sentimiento concreto, sólo una mirada reflexiva sobre la sonriente novia. Por fin, el oráculo-peluquera habló con la rapidez de una ardilla asesina:
-Mmm-hmmm... ¿no te parece un poco raro que a la Pappas no la hayamos visto nunca con novio y que así ahora, si te he visto no me acuerdo, y me voy con el inglés este que para mí que pierde aceite y digo yo que no será un matrimonio apañado o algo peoooor...?
Su amiga detuvo mágicamente sus lloriqueos y parpadeó con gracia.
-¿A qué te refieres, querida? -preguntó Dot con un tono dulce y característico-
Molly asintió convencidísima y, mientras hacía un gesto con ambas manos que daban en resaltar la silueta de su panza, dijo en el oído de su compañera:
-¡Qué seguro que está preñada!
-¡Andá!
-Sí, sí. Segurito.
Las dos cotorras volvieron a mirar a la novia y se asintieron mutuamente.
Dot comenzó a llorar de nuevo. Molly volvió a analizar al público.
Unos metros más alante, Mel miraba a su alrededor, confundida. Los elementos comenzaron a volverse turbios. Su vista, se nublaba, los sonidos, se deformaban, las sensaciones que le llegaban al cerebro se iban ramificando en miedo. El miedo era normal, pensaba Mel, es normal tener miedo cuando te vas a casar. Oh, vaya... ¿Durará el amor? ¿Le seré... fiel para siempre?
Fiel. Aquella palabra hizo eco en la mente de Melinda. Fiel. Estaba traicionando a alguien, ¿acaso? ¿Había algo que su esfuerzo por recordar había pasado por alto y una persona que desconocía ocupaba realmente su corazón? De hecho, Mel había comenzado a tener dudas antes de llegar a Luisiana, mucho antes, en aquel restaurante en Nueva York. Buscó el rostro de ella entre los asistentes. Pero no estaba. Le dolía tanto. Le dolía tanto que pensaba que no era capaz de respirar.
Por las noches, un mes antes de la boda, comenzó a llorar. La almohada acababa siempre llena de lágrimas y se veía obligada a dar explicaciones de felicidad y nervios. Pero lo que ocurría realmente, era que el deseo de ver a Janice le dolía tanto que sentía que no podía vivir, que le dolía bajo la piel, en el pecho, en la cabeza, en las manos, que cada poro de su cuerpo clamaba por ver a la arqueóloga y abrazarla, y tocarla, y besarla, y hacerle el amor hasta que el mundo dejase de girar, si le apetecía.
Pero con estos pensamientos, Mel despertaba en su cama, y se daba cuenta de que estaba sola, en el fondo de una mansión vacía; llena de gente, sí, pero de gente que no podían verla. Verla de verdad, como ella era. La realidad de una aplicada chica sureña prometida con un hombre cariñoso y rico... que soñaba con besar a una mujer, una arqueóloga sucia y malhablada que no tenía más de un dólar en todos sus bolsillos, era demasiado cruel para Mel. Sabía que aquello eran sólo eso, sólo sueños. Sueños que no podía revelar a nadie. Ni siquiera al eje de sus fantasías.
Porque Janice estaba lejos, muy lejos. Le había enviado la invitación a todas partes: a la Universidad, al hotel donde había estado en París... pero nada.
Y prácticamente, ella la había echado de su vida. Ahora tendría que vivir con eso el resto de sus días. Si es que resistía.
Mel cerró los ojos para poder aspirar el aire y relajarse. Cuando los abrió, todo seguía igual, pero todo había cambiado.
Estaba en el jardín, sí. Y se sentía perfecta en él. Podía sentir a su padre por allí. Podía oler cómo olía él: a Historia. Y rezumaba belleza. Ella, vestida de blanco, y ahora, a su lado, Percebal la sostenía, sonriente. Ella sonrió de vuelta. En un giro disimulado, vio a todo el mundo, pero como si estuviera fuera de su cuerpo, como si estuviera viendo el reflejo de lo que estaba pasando proyectado sobre una pantalla. Todas las personas que conocía, lo que quedaba de su familia, entre primos y tíos, los antiguos amigos. Y entonces comenzó a sentirse horrible, otra vez, pero más intenso. No quería alertar a nadie, miró a Percebal, y en aquel mismo instante se dio cuenta de que no lo quería, ni lo amaba, ni nada. Que ella no podía estar allí, sujeta de aquel brazo. Pero estaba condenada. Se quedó allí, incapaz de moverse mientras el reverendo daba la bienvenida a los presentes. Quiso gritar, chillar: gritaba por dentro, pero todos seguían sonriendo, nadie la oía. Siniestros y callados, supo que estaba siendo castigada por algo. Por amar a Janice. Y supo que el castigo sería eterno, pues la amaría todos los días de su vida.
-Si hay alguien entre los presentes que conozca alguna razón por la que esta unión no deba celebrarse, que hable ahora, o calle para siempre...
Lo que la sostenía del brazo, la arrastraba hacia algo que ella no quería.
Mel se observó a sí misma, desde allí, fuera de su cuerpo, y se sintió a sí misma llorar.
Y entonces fue cuando Dot Summers se levantó de su silla para pegar un grito bestial.
-¡Dios mío, una gogó se ha escapado del burdel!
Sobre una yegua ocre, en el exacto traje de reina amazona, cubierta con su máscara ceremonial, Janice Covington apareció en el final del toldo con un cayado en su mano.
-¡Yo tengo algo que decir!
El reverendo miró al novio, que estaba pálido como la túnica del sacerdote, y entonces, el hombre se dio cuenta de que esto no era ningún espectáculo extraño como en esas bodas de Las Vegas. Después miró a la novia, y la novia es que ya no miraba.
Janice avanzó por la alfombra roja entre los gritos de asombro del público. Todo lo que comentaron Dot y Molly, ningún oído humano podría haberlo captado con exactitud.
La yegua llegó hasta el altar.
-Argo -dijo Janice-
El animal se giró, colocándose de medio lado, con su cara mirando en paralelo a la posición del altar.
Janice se quitó la máscara, y mostró una enorme sonrisa a la Melinda que estaba a punto de desmayarse allí mismo. Desmayarse, y no volver a despertar.
La arqueóloga que la miraba con una dulzura sólo perceptible para ambas, simplemente tendió una mano hacia la novia. Mel negó con la cabeza y dio un paso atrás.
-¡Esto no puede ser! No es... ¡legal! -bramó Percebal, rojo e hinchado-
Janice no dijo nada. Bajó de la yegua, con el cayado en la mano. Recorrió con la mirada a Maxwell, y este dio dos pasos hacia atrás con sus manos en alto:
-¡Si me haces algo, te las verás con mi abogado, maldita zorra!
Janice negó con la cabeza, después elevó una mano, e hizo lo mismo con el dedo índice. Lo llevó a su boca, pidiendo guardar silencio. Luego, simplemente señaló a Mel, que yacía en el suelo, llorando.
La arqueóloga siguió sin articular palabra. Se acercó lentamente a la novia, e hincó una rodilla en el suelo. No la tocó. Esperó a que Mel levantara la vista. Y cuando lo hizo, volvió a ofrecer sus manos, adelantándose ya, tomando las de Mel en las suyas, besando los dedos de una de ellas. Entonces, tiró un poco, y Mel se levantó con ella. Mientras la subía al caballo, ninguna de ellas perdió el contacto de sus miradas.
Melinda se colocó delante. Janice subió detrás, y tomó las riendas.
-¡Melinda! -gritó Percebal- ¡No puedes hacerme esto, maldita seas! ¡Te odio, eres una zorra como ella!
Janice colocó un brazo en la cintura de Mel, el otro tomaba las riendas.
Para su sorpresa, Mel le quitó el cayado de las manos, y acto seguido oyó el estruendo de una nariz rompiéndose. Con orgullo, la arqueóloga observó la obra de su amada: la nariz rota de Percebal Maxwell.
-No está mal, para ser traductora -comentó Janice-
Argo recibió dos silbidos de aviso. Se giró, y se encaminó hacia la salida.
Nadie se atrevió a decir ni una sola palabra mientras la yegua se alejaba del jardín, de la mansión, y de ellos.
Dot y Molly, sin embargo, tenían mucho que decir.
-Umm... -Dot pensó en alto- Me pregunto si nos van a dar de comer, porque esa tarta tenía una pinta buenísima.
-¡Pobre chico, está destrozado! -comentó Molly-
-Literalmente. Estoy segura de que la nariz le chorreará toda la noche -Dot no parecía muy conmovida-
-Creo que podemos descartar la boda por penalti -suspiró Molly-
-Uh, sí. Seguro.
-Quizá sea por saque de córner.
-Oy, pues no te entiendo, Molly, querida.
-Bueno, es obvio que la Pappas nos ha salido un poco desviada...
-¿Por qué? ¿Por esa chiquilla del caballo? ¡Oh, reconozco que me chocó un poco y al principio pensé que era una de esas fulanas del barrio francés, con tan poca ropa...! Pero... era una auténtica monada, ¿tú crees que a esas dos les importaría aceptar a esta vieja cachonda? ¡Apuesto a que me lo pasaría mejor una sola noche con esas dos que en 50 años con mi marido!
Dot golpeó con el codo a su amiga. Ambas estallaron en carcajadas, haciendo honor a los dos litros y medio de Martini que ya se habían cepillado antes de partir hacia la boda.
Bueno, gracias al espectacular rescate de Mel, iban a tener tema en la peluquería para todo el año.
Janice bajó con cuidado a Mel de la yegua. El sol ya se estaba escondiendo.
Ninguna había articulado palabra en todo el viaje. Ya no las necesitaban. Las palabras no les habían servido de nada en el pasado. Se acabaron las palabras.
Janice guió de la mano a Mel por entre las hierbas del campo, sobre la colina. Su padre había tenido esta cabaña que llamaba la casa del sol naciente.
La arqueóloga abrió la puerta. Ya no entraba demasiado el sol por las ventanas, pero hacía juegos de luces anaranjados y rojos sobre toda la estancia, única, con una pequeña cocina, y un dormitorio amplio, con una sola cama.
Janice alzó una mano para detener a Mel. Sonrió, y la cogió en brazos como pudo, casi no era capaz de sostenerla, y se vio obligada a correr un poco para llegar a tiempo y depositarla malamente sobre la cama. Ella también cayó en el proceso y después, ambas estallaron en carcajadas de júbilo y alegría.
Janice se arrodilló en la cama, tratando de sostenerse. Mel estaba incorporada de medio cuerpo, con el vestido hecho un asco.
Seria, miraba a Janice con ternura. La arqueóloga comenzó a sentirse sonrojada. Miró hacia arriba tratando de evitar la mirada de su amiga. Luego, sintió unos labios rodando por la piel de su abdomen al descubierto. Janice tuvo que alzar la vista de nuevo cuando no pudo evitar cerrar los ojos y gemir débilmente como respuesta.
La arqueóloga cogió las manos de Mel en las suyas, obligándola a levantarse, a encararla, a mirarla a los ojos como nunca lo había hecho antes.
-¿Estás... segura? -Janice susurró-
No hubo respuesta. Mel la miraba a los ojos, y parecía perdida en ellos: las líneas anaranjadas del sol hacían líneas y dibujos extraños sobre el rostro de Janice, que expresaba miedo, alegría y deseo. Todo ello a la vez.
Aquellas líneas difuminadas que pintaban el cielo de rojizo al atardecer eran como Janice, se decía Mel. Individualmente presentaban formas abstractas difíciles de descifrar, formas que parecían fruto de la casualidad, pero cada una tenía su razón de ser, y en su conjunto formaban aquella hermosísima puesta de sol. Así que con una afirmación para sí misma de lo afortunada que era, Melinda sonrió y susurró como una melodía suave.
-Tenías razón.
Janice alzó una ceja y sonrió sin saber porqué.
-¿En qué? -preguntó-
Melinda se acercó sin borrar aquella mirada de admiración sobre su arqueóloga.
-Siempre hay un héroe que viene al rescate.
La mente de Janice se disparó. Eso se lo había dicho ella, allí en el zulo, sobre su sueño. Entonces aquello quería decir que Mel estaba de vuelta, que era ella de nuevo. No pudo preguntar, aunque hubiese querido. Su boca ya estaba tapada con un ardiente beso que pudo haber durado toda la eternidad.
El resto de la noche, el mundo podría haber dejado de girar, si le hubiera apetecido. En lo que a Janice y Mel respectaba, no había forma humana de que se hubieran enterado, perdidas en una sola cosa: la una en la otra.
Capítulo XXIII: A day in the life
"Siempre que aceptes mis puntos de vista, estaremos totalmente de acuerdo"
-Moshe Dayan
Gabrielle maldecía por lo bajo que Xena hubiese seleccionado para ella la tela que más picaba. La maldita túnica estaba haciendo estragos en su espalda. Trataba de rascarse o buscar algo para hacerlo, pero por allí cerca sólo estaba el chakram. Umm...
-Aaaah... esto es otra cosa... uh... sí... ooohh...
-Ejemm... ¿Gabrielle?
-¿Siiiii?
-¿Qué haces rozando TU epidermis irritada contra MI chakram?
-MI espidermis está irritada por TU culpa.
-Comprendo...
-¿En serio?
-Bueno... ¡no!
Para la desafortunada Gabrielle, fue una faena que estuvieran al lado de un lago. Xena no tardó ni dos segundos en tirarla en el agua, con clemencia y todo.
-¡No es justo, Xena!
-¿El qué no es justo? ¡Has tenido lo que te mereces, sucia rata!
-¡Oye!
Gabrielle salió del lago simulando lo mejor posible su enfado, con los labios apretados y el ceño fruncido en total desacuerdo.
-¡Me refería a esto! -la bardo señaló su propio cuerpo mojado- Estoy segura de que antes sabía cuál era tu punto débil... -ahora su frente a la altura de Xena, aliento con aliento- y cuando logre recordar, guerrera, ¡te pillaré y ya veremos quién es la rata aquí!
-Uh, mira cómo tiemblo.
-Ya veremos, ya...
Si Gabrielle supiera que el punto débil de Xena estaba mucho más cerca de lo que pensaba...
Gabrielle comenzó a quitarse la ropa. Xena se volvió adentrándose en el bosque.
-¿A dónde crees que vas, jovencita? ¡Es la hora del baño!
-A cazar algo.
-¿Otra vez?
-Cierta persona me dijo una vez que una de las cosas más conocidas de toda nuestra maravillosa leyenda es tu apetito...
-Ah.
A lo que dijo Gabrielle, poco más se le puede añadir. Se metió en el agua preguntándose si se habría sentado sobre el jabón, porque no lo veía por ninguna parte...
Gabrielle observó bajo la manta cómo las chispas iban saltando de un lado a otro de la pequeña fogata.
-Hey... -Xena llamó desde el otro lado- Ten. Bebe un poco.
-Gracias.
Gabrielle alcanzó la cantimplora y tomó un buen sorbo.
-¿Falta mucho para llegar a la costa? Estoy deseando coger el barco hacia Grecia y abandonar este... continente...
-Ya -Xena sonrió- No se puede decir que nos llevemos buenos recuerdos...
Xena quiso detenerse, pero falló.
-Tú lo has dicho, Xena, la palabra clave.
Gabrielle se levantó hasta sus cosas y Xena no la abandonó con la mirada.
La bardo regresó con sus instrumentos de trabajo, una pluma y un pergamino en blanco.
Primero, lo miró detenidamente, después, se volvió hacia Xena con el ceño fruncido.
-¿Qué? -preguntó la guerrera-
La llamada de la naturaleza... ¿Has usado mis pergaminos?
-Nada. Un recuerdo... creo.
Xena sonrió y ladeó la cabeza.
-Eso es bueno -comentó- ¿Qué vas a hacer? -Xena señaló el pergamino-
No hubo respuesta por parte de Gabrielle.
-¿Cómo crees que debo titularlo? -preguntó sin alzar la vista del papel-
-¿Perdón?
-El pergamino -Gabrielle alzó la vista, distante- La antigua Gabrielle era bardo, escritora. Pues entonces escribiré. Si mis recuerdos no vuelven, tendré que provocarlos yo, hacerlos volver, ¿no? Xena, en cualquier caso, yo no puedo seguir así.
Xena miró en los ojos verdes con comprensión.
-Solías ser concisa. No acostumbrabas a enrevesar los títulos. A veces sólo una palabra, a veces más. Pero algo que lo englobara todo -Xena explicó tratando de no sonar nerviosa-
-Profecía.
-¿Qué?
-La Profecía. Nuestro viaje ha estado marcado de profecías. Ahora soy una bardo profeta sin recuerdos -Gabrielle escribió el título en el pergamino-
-No. Sigues siendo tú.
Xena se levantó y se agachó junto a su amiga. Observó las líneas de aquella escritura que había echado de menos en la semana que había transcurrido desde que habían abandonado Egipto. Un brazo arropó los hombros desnudos. Xena se volvió para encarar a Gabrielle, y se encontró los ojos verdes mirándola ya, analizando sus facciones. Xena comenzó a sentirse incómoda, otra vez con miedo.
-Sé cómo hacer que vuelvan. Lara me dijo que necesitabas experimentar un momento vital, algo que te recordara lo mejor de tu vida, algo que te haría regresar todo lo bueno, e incluso lo malo que has vivido. Sé que si vuelves a casa lo comprobarás. Si vuelves a ver tu hogar, a tu hermana, entonces quizá...
-¿Un momento vital? -Gabrielle interrumpió- ¿En mi casa? Xena, ¿y cómo voy a recordar todo lo bueno y lo malo, los momentos más felices de mi vida, si todo eso lo he vivido junto a ti? ¿Cómo puedes pretender engañarte de esa forma? Xena, tú y sólo tú eres mi hogar. No hace falta tener recuerdos para ver eso.
Xena se levantó de repente. Caminó hasta su posición anterior y permaneció allí, de espaldas.
-Será mejor que duermas... mañana tenemos mucho viaje por delante.
No hubo respuesta al otro lado. Pero dio igual, porque lo que vino fue peor.
Gabrielle se levantó y se acercó hasta Xena. Su vientre al descubierto rozaba con el pelo suelto de la guerrera, sentada sobre la roca.
-¿De qué tienes miedo? -Gabrielle susurró- Puedo oírte, Xena -el cuerpo ante ella se tensó- Quizá esto nunca ha pasado porque una Gabrielle con recuerdos haya sido demasiado testaruda, al igual que tú. O porque como tú, a lo largo de los años, he ido acumulando miedo y dudas. Ahora te siento. Al igual que cuando llorabas por mí, al igual que te siento ahora deseando abrazarme. Tu corazón calla lo que tu razón niega. Pero aquí ya no hay lugar para dudas o miedo, o pudor. Puedo sentirte...
Gabrielle abrazó a Xena desde la espalda. La guerrera inclinó su cabeza hacia atrás, dejándose ir, y sus ojos revelaron lágrimas. Lágrimas que la bardo bebió una a una, sosteniendo a la guerrera en brazos.
Xena se deshizo del abrazo y se levantó, encarando a su amiga.
-No sabes lo que significa esto. Esto lo cambia todo.
-Te equivocas. No cambia nada.
Xena ladeó la cabeza confusa.
-Durante seis años nos hemos querido, amado, deseado, y admirado. Esto sólo es un paso más en el protocolo. Sólo eso. No cambia nada. Eres mi momento vital, Xena...
Labios suaves se encontraron. Lenguas pelearon en una danza que Xena quería ganar. Cada minuto de aquella noche iba a ser suyo. Al igual que Gabrielle. Por primera vez. No hay dudas. No hay miedo. No hay pudor. Nada iba a cambiar, porque amantes habían sido desde que se encontraron. Esto, sólo era un escalón en el que se habían estado negando a apoyar el pie. Sólo eso cambiaba.
La lengua de Gabrielle resbaló hasta el cuello y allí se quedó, jugando y correteando.
-Gabrielle...
-Paciencia...
-No...
El tono de Xena no era el que enviaba el deseo. Sino la autoridad.
Gabrielle se separó del cuello que besaba, confusa, miró en un azul que le sonreía.
-Tengo que decirte algo muy importante antes de que vayamos más adelante -Xena dijo con una media sonrisa, recreándose en el rostro de su bardo-
-¿Qué?
Xena sonrió más todavía y sostuvo unas manos calientes en las suyas.
-Te quiero -susurró-
Gabrielle sonrió y devolvió su respuesta, diciendo exactamente lo mismo con sus labios, pero sin mediar una sola palabra.
Entonces la bardo volvió a sonreír y alzó una ceja seductoramente.
-Mmm... seguro que eso se lo dices a todas... -comentó con voz ronca-
-Bueno, sólo a una de cada diez -Xena rió-
-Me alegro por las vidas de las otras nueve -la bardo repuso, mientras tendía a Xena sobre el jergón- Ahora, basta de verborrea, y quítame la ropa.
La orden no tardó mucho en cumplirse.
La noche giró alrededor de ellas, y para cuando el día había llegado, descubriéndolas en un abrazo desnudo, ninguna de las dos había dejado un sólo resquicio del alma de la otra sin recorrer, amar, y fundir en la suya propia. Aunque eso, en otras formas, ya lo llevaban haciendo desde hacía seis años.
Sólo un escalón más.
Capítulo XXIV: El Amanecer
"El corazón tiene razones que la razón no conoce"
-Blaise Pascal
Xena no había pegado ojo. Incluso después de haber caído exhausta del agotamiento en los brazos de Gabrielle, fue incapaz de dormir. En vez de eso, la vio a ella. La observó las pocas horas que quedaban para amanecer: su respiración, arriba y abajo. Por momentos en los que Gabrielle parecía agitarse entre sus brazos, sentía el impulso de despertarla con tandas de besos que tan bien habían funcionado a lo largo de la noche. Pero después era capaz de retenerse y suspirar, eso sí, hasta que se cansaba de tanto contar ovejitas. De nuevo, su respiración, arriba y abajo, le traía a la memoria los flashes de una bardo arqueándose en el éxtasis, más hermosa de lo que Xena hubiera podido imaginar. Aquello hizo dibujarse una sonrisa pícara en el rostro de la guerrera, con el orgullo de quien había provocado esas sensaciones en la mujer que dormía enroscada a ella. Podía no haber dormido, sí, pero le valió la pena. Cada recuerdo de esta noche se ramificaría en todo su cuerpo, su mente, y su alma, y cada día siguiente a este era el principio del resto de su vida, de un nuevo mundo en el que daba gracias por cada valioso segundo con Gabrielle. No era cierto que las cosas no hubieran cambiado. Se mentirían si dijesen eso. Tener a Gabrielle durmiendo desnuda entre sus brazos no era lo mismo que vestida, y al lado. Definitivamente, no era lo mismo.
Una bardo inquieta se revolvió en sus sueños. Xena la atrajo más hacia ella y el gesto fue agradecido con un murmullo.
-¿Qué? -preguntó Xena a la bella durmiente-
-Te... mmmm... quiero...
-Y yo a ti.
Unos ojos entrecerrados y dormidos levantaron la vista hacia unos dientes blancos que rebosaban felicidad.
-Buenos días -dijo Xena-
-Ah -Gabrielle sonrió- Esta cara me suena.
Su mano subió desde la cintura de Xena para acariciarle la mejilla y colocar un beso casi imperceptible sobre su boca. Xena quiso protestar, pero Gabrielle ya estaba con su cabeza sobre su pecho, con los ojos puestos en ninguna parte.
-Está amaneciendo -susurró la bardo- Es genial volver a recordar, porque así puedes comparar todos los amaneceres anteriores que has visto, y clasificarlos, y determinar cuál ha sido el mejor, o el más bello... -la rubia alzó la cabeza para ver si su amante le prestaba atención- ¿Entiendes lo que quiero decir?
Xena mantenía una mirada conmovida, retenía lágrimas en sus ojos.
-¿Gabrielle? -su voz suplicó- ¿Has vuelto?
-Sí... y no voy a volver a irme nunca más.
Xena todavía balbuceaba, a punto de estallar en un mar emocional, y Gabrielle, que lo último que quería ver eran lágrimas, la tranquilizó con un beso profundo y tierno en el que sonreía con la felicidad del que regresa al hogar.
Cuando el beso se rompió, Xena tomó en sus manos el rostro de la mujer que yacía sobre ella.
-¿Cómo? ¿Cuándo?
La bardo se puso seria y acercó su cara a la de su amante.
-Te lo dije en el momento. Eres mi momento vital, Xena. Apuesto a que no pensaste que un roce de tus labios me iba a llevar de vuelta a casa, ¿eh?
-¿Yo...?
-Oh, cállate de una vez.
Gabrielle bajó sus labios. Ahora estaba en donde pertenecía.
Lo celebraron una vez más que sabía como la primera.
-La Profecía... ummm... ahora me suena un poco macabro. Campanudo.
-Pues te fastididias. La Gabrielle sin recuerdos le puso el título, eso tiene su mérito.
-¿Por dónde piensas empezar la historia?
-Creo que por el principio.
-Ya, bueno, pero me refiero a en qué momento de nuestro viaje.
-Nuestro viaje... nuestro viaje... ¡ya sé!
-¿Y bien?
-"Nuestro encuentro fue electricidad pura, dos rayos que se encontraban en el cielo... Cuando mi mirada se cruzó por primera vez con Xena, en aquel campo de Poteidia..."
-¿Qué? Eso es el principio de todo... ¿piensas narrar todo lo que hemos hecho hasta ahora, hasta que llegamos a Hierakómpolis?
-No. Creo que voy a hacer una antología. Perder la memoria me ha hecho ver que los pergaminos son demasiado objetivos. Necesito volver a contar los momentos que nos llevaron a lo de anoche, pero tal y como los sentí, no como los sintió un narrador.
-Uh. Está bien.
-El sol está precioso.
-Tú estás preciosa.
-Mmm... eso me recuerda a algo.
-¿A qué?
-Sí hay un principio para la historia de Hierakómpolis...
-¿Y cuál es?
Gabrielle asintió y rodó a un lado de su amante. Con su mejor voz de narradora, enunció cada frase como un pergamino ya escrito...
-"Dos figuras femeninas caminando sobre las dunas doradas del desierto, nadie en kilómetros a la redonda..." -la bardo se detuvo, y miró a Xena, observándola, rostro con rostro- ¿por qué me dabas la razón?
Xena sonrió besando a su expectante bardo en la frente.
-Tú también me lo dijiste. Mi corazón callaba lo que mi razón negaba. El corazón tiene razones que la razón no conoce: mi corazón te tiene a ti.
Gabrielle sintió su corazón propio derritiéndose en el abrazo confortable con su guerrera.
-Continúa -pidió Xena-
Hubo un suspiro en la figura que yacía sobre su pecho, después, la historia comenzó a cobrar vida de nuevo:
-"Su paso era constante, decidido, pero ambas comenzaban a notar las primeras sombras del cansancio..."
Las primeras formas del sol han comenzado a hacer líneas suaves sobre su rostro, que lo perfeccionan más, si es que puede mejorarse lo que ya es perfección. Está desnuda. Me sonrío ante eso, y es que me lleno de orgullo al pensar que eso es por culpa mía. No sé si es ser egoísta o sólo feliz.
Ayer casi la pierdo. Y ahora, no hay ni duda, ni miedo, ni pudor. Ya no puede haberlo. Otra línea más del sol vaga sobre su cuerpo...
Mejor cambiar de tema y volver la mirada a este cuaderno.
Antes me preguntaba hasta qué punto las vidas de Xena y Gabrielle eran paralelas a las nuestras. Ahora comienzo a asustarme de la verdad.
Sobre este escritorio viejo de madera en el que contemplé a Harry durante tantos veranos, yacen un polvoriento ejemplar de la Biblia, este cuaderno y mi bolígrafo, y un pergamino en lengua griega de más de dos mil años. Cuando llegué a París, depués de haber encontrado el pergamino, lo leí una y otra vez, lo traducí miles de veces antes de convencerme de la realidad. La Profecía lo narra todo. Cada sentimiento de Gabrielle, cada sentimiento de Xena. No es una historia de odio, ni de seres que vinieron y habitan entre nosotros, ni de la creación de un Imperio, ni del nacimiento de una religión. Es una historia de amor.
Y costó todo mi coraje correr hacia Nueva Orleans con la reproducción del traje amazona de Gabrielle y la yegua revoltosa del primo Chester que yo había insistido en llamar Argo.
Y de nuevo me encuentro como al principio. Xena y Gabrielle eran amantes. Cuando fui capaz de darme cuenta de eso, cuando cada parte de mi mente logró encajar piezas y formar la obra completa, fui capaz de ir allí y sacar a Melinda de aquella pesadilla que había estado soñando toda su vida: que los demás la convirtieran en lo que ella no quería ser, en lo que sencillamente, se esperaba que fuera.
Ahora sigo haciendo esta traducción, como regalo para cuando Mel despierte. Pero creo que coincidirá conmigo en que el mundo, aún no está preparado. No cuando los nazis siguen ahí fuera, y no cuando cada mano negra quiere cernirse sobre la Historia moldeándola a su gusto. Si permitiéramos que esto fuese profanado, o que cayera en las manos indebidas, estaríamos traicionando el espíritu de Xena y Gabrielle, de por lo que luchaban, o de esa Matriz que reposa en el fondo de la Tierra velando por unos humanos que ni siquiera se lo merecen. Porque Mel también me lo ha dicho... ha estado escribiendo desde que nos separamos. Durante los años en que la Matriz ha tendido que adaptarse a la selección natural, ha tenido que analizar y buscar soluciones a los problemas de la tierra, a sus habitantes, también, y todo el mal del futuro puede ser solucionado con lo que hay en la mente de Melinda, con lo que día a día escribe sin tan siquiera tener conocimientos de química o física. Pero ahí quedará escrito, para cuando el mundo... esté preparado.
Está despertando, y está preciosa. Ha susurrado algo. Creo que es un "ven aquí". En fin, no pienso defraudarla. Ni ahora, ni nunca. Mel me tiene aquí para el resto de la eternidad.
P.D.- Ya creo en princesas de cuentos de hadas.
En la cabaña de Harry, Nueva Orleans, a 18 de septiembre de 1941
J.C.
Janice Covington se levantó para obedecer la orden, regresando a los brazos de Melinda, en la cama.
Sobre el escritorio, una brisa suave entró por la ventana. El ejemplar de la Biblia que jugaba con el viento con hojas inquietas, se detuvo en una página que rezaba:
Libro de Ruth- 1:16-20
Y dijo Ruth: "No permitas que te abandone, ni que deje de seguir tus pasos. Pues dondequiera que vayas, iré; dondequiera que mores, moraré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios. Donde tú mueras, allí también quiero morir yo y ser enterrada"
Las palabras resumían con cierta exactitud los eventos de cuatro vidas paralelas tan fundidas como almas gemelas, pero aún así, una aclaración voló en el eco de la Historia y el tiempo:
"Incluso en la muerte, Gabrielle, jamás te abandonaré"
The · End
--------------------------------------------------------------------------------
La Dulce Nota Final de Servidora:
¡Oh, hemos llegado hasta aquí (por fin)! Una pequeña idea en mi cabecita se ha convertido en el gigantesco bicho que acaban de leer.
Mi principal objetivo era buscar desafíos que supusiesen un reto distinto para Xena y Gabrielle, pues comenzaba a cansarme de verlas tanto en TV como en fanficción lidiando siempre con dioses o malos de turno. Precisamente fui a encontrar en el cielo, aunque no mitológico, una buena fórmula con la que mezclar mi xenitismo: ¡la astronomía y los OVNIS me han fascinado desde niña! Creo que ha sido una buena combinación. Otra pega era la subtextualidad, y lo más difícil creo que ha sido esto, dado que por más que he tratado siempre de imaginarme una escena "real" y "lógica" en la que supuestamente X y G se confesasen amor mutuo, nunca me las creía, y lo mismo me pasaba con las de xenafanficción. Que conste que esta que he escrito tampoco acaba de convencerme, pero, al fin y al cabo, de alguna forma tiene que ser. También llevé durante todo el proceso la norma de conservar el espíritu de la serie, tarea arduo complicada, por cierto, y que no sé si he logrado cumplir con eficacia. Soy una indecisa criminal al escribir, pero sé lo que me gusta cuando leo, por lo tanto, espero que al menos el lector haya disfrutado tanto o más de cómo yo lo hice escribiendo esta historia. ¡¡Sean felices!! ;-)
Sinceramente suya,
la autora.
DISCLAIMER FINAL: Todo parecido entre cualquier bicho alado con forma humana (alien en busca de inteligencias sublimes por la perpetuación de su especie), y un cruce entre el pequeño Destructor (alegría y orgullo de mami Hope), y el Depredator que persiguió a Arnold Schwarzenegger a través de la jungla, es pura coincidencia.
VUELVE A INDEX